Y lo dicen ellas. Las propias jugadoras. Las que –y ellas sí, y cómo– ganaron todo menos la dorada olímpica en los últimos años. Derribando enfáticamente la idea del fracaso como única alternativa al primer lugar final.
Es que este seleccionado femenino de hockey sobre césped, tanto como los equipos inmediatamente precedentes que fueron dirigidos por Sergio Vigil, además de campeón del mundo lo fue todo en juego, en actitud y en resultados.
Desde cuando treinta y dos años atrás, en 1972, aquel primer mojón del hockey femenino nacional “ganó” el subcampeonato del mundo, para repetir en 1974. Sí, aquellas pioneras “ganaron” el subcampeonato. Así como estas continuadoras “ganaron” el tercer puesto.
Así como las comparaciones no son odiosas sino nada más que comparaciones, hacer nombres tampoco es odioso, sino solamente hacer nombres. O, en todo caso escribirlos.
Pero no, éste no es el caso. Se trata de puntualizar que, tal como tantas veces lo fue, el logro no es el producto del esfuerzo individual de algún deportista aislado.
Fue este grupo, continuador de aquél que maravilló hace más de treinta años atrás, el que una vez más nos llevó a disfrutar de uno de los juegos más hermosos del mundo.
Lamentablemente, las medallas que tanto merecían, les fueron entregadas por el atávico, viajero, dirigente-azafata y sedicente presidente –desde hace 28 años– del Comité Olímpico Argentino, más conocido como Antonio Rodríguez, supuestamente coronel en estado de retiro (pero no tanto como para no seguir viajando).