DEPORTES
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La camiseta de Riquelme
› Por Juan Sasturain
Da un poco de vergüenza hablar de lo de anoche. Vergüenza ajena y –seamos sinceros– vergüenza propia. Al final, y más allá de nuestro intento siempre renovado de rescatar la belleza del juego y la pureza de la pasión genuina en medio de la generalizada basura, por ahí hay que reconocer que tienen razón los que dicen que el fenómeno futbolero es –también o sobre todo– un espejo de nuestros peores rasgos como humanos, como argentinos y como ocasionales bosteros –que esos tres rasgos nos caben– expuestos sin filtro ni pudor. Algo de eso hay. Porque anoche el sentimiento más espontáneo ante lo que nos tocó ver/vivir fue la vergüenza y la sensación de que era previsible que sucediera lo que pasó. En todos los sentidos.
En términos futboleros, Boca hizo lo que podía hacer, ni menos ni más que eso. Fue y fue con lo poco que tiene en las piernas de los jugadores y en la cabeza del entrenador. Es lo que hay, es todo, no se guardó nada, excepto la reiterada e inexplicable ausencia de Palacio. Pero eso pareció más que nada responder a una tácita consigna: llegar al final de la Gloria o Devoto con los históricos (o los mayores, si se quiere). Y así fue: la brigada cansada armó una última carga y chocó reiteradamente contra sus limitaciones, sus pocas variantes y el arquero Corona. Y lo hizo con tanta ineficacia como dignidad, al menos hasta el bochorno final, en que Palermo en lugar de ser el ancho de espadas que pudo ser en su empeño, eligió quedarse con el rol de culo sucio de la vergüenza. Estuvo muy flojo ese equívoco, demagógico final de bravucón.
En términos más amplios, saliendo de la cancha y del juego, la bostería cumplió su papel dentro de lo previsible, también: fue a la cancha, no se borró, alentó a los jugadores sin abochornarlos, hizo equipo con ellos. Hasta que el latente, inevitable lado oscuro se manifestó una vez más y a la impotencia siguieron la imbecilidad, el descontrol que arrastró incluso al supuesto Chino zen, que no se privó de una escupida que creíamos era sólo privilegio de las plateas y palcos más exclusivos, costumbre de gente adinerada. Un asco, y la inmediata tentación de decirles “no va/voy más”, a estos impresentables que me representan de camiseta.
Pero la vergüenza tuvo anoche una manifestación gráfica, más elocuente que cualquier explicación. La camiseta de Riquelme –la amarilla ocho del Villarreal– estuvo sorpresivamente en la cancha. Claro que no la tenía puesta Román, el que encarna el juego, el fútbol ausente en la Bombonera, sino el imbécil que entró para agredir y salió aplaudido por sus iguales.
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