DIALOGOS › MARIELA FLORES LLAMPA, ASESORA LEGAL DE LOS PUEBLOS DE LA NACIóN DIAGUITA EN TUCUMáN
Flores Llampa es abogada y fue designada en el Inadi para llevar la voz de los pueblos originarios. Nacida en un pueblo de los cerros tucumanos al que sólo se llega tras siete kilómetros a caballo, fue la primera de ocho hermanos en llegar a la universidad.
› Por Andrew Graham-Yooll
–Un punto culminante en la labor suya y de su pueblo en los últimos años fue la marcha de las comunidades originarias a Buenos Aires durante la fiesta del Bicentenario... en 2010. ¿Cómo se organizó, cómo se juntaron tantos pueblos diferentes?
–En 2008 y 2009 empezamos a trabajar en un proyecto, de los Cuatro Pueblos: los mapuche, qom, kolla y diaguita. Teníamos que ver en qué situación estábamos los pueblos y nuestras instituciones. Hubo encuentros en Neuquén, Formosa, Salta y Tucumán. Cuando terminábamos el proyecto, Milagro Sala, en Jujuy, nos invitó a su casa y nos sugiere que hagamos una marcha de los pueblos originarios hasta Buenos Aires para el Bicentenario. Nos advirtió que no estábamos en la agenda de los festejos. Nos pareció buena la idea. Milagro dijo que ya lo había hablado y tenía el aval de Néstor Kirchner.
–Parecía que todo estaba bien facilitado.
–Lo que parecía ser algo fácil se fue complicando porque los fondos no aparecieron. Había tres columnas: una salía de La Quiaca, la otra de Neuquén y Mendoza, la tercera salía de Chaco. Nos reuníamos en Rosario la gente del NOA con las del NEA y en Zárate nos juntábamos con los del Sur. El tema era el dinero. Y como yo era el contacto de mi organización, la Unión de los Pueblos de la Nación Diaguita, les decía que busquen los micros, que contraten las Trafic para traer a la gente. No podía decir que no estaba la plata. Tenía que mantener firme al pueblo, que no decayera. Milagro empezó a recorrer sindicatos, organizaciones y lo que juntaba, lo presentaba. Preguntó cuántos micros teníamos, y me dijo: “Tomá diez mil y arreglate con eso para contratar”. Los micros me salían casi cien mil pesos. En Tucumán contraté el servicio. Me hicieron firmar un pagaré. El dueño me preguntaba: “¿Cuándo vas a pagar el resto?”. Cuando terminara la marcha, le decía. No tenía el dinero. Imagínese lo que son treinta mil personas marchando, lo que era organizar un asado. Empezaba a comer uno un día y el último terminaba al otro día (risas). Creo que ese mayo fue uno de los más fríos... cuando llegamos a Córdoba estaba nevando. Nos congelamos todo el camino. En nuestro micro venía gente de Amaicha, de Quilmes, de Tafi, de Trancas, de partes de Catamarca... venían muchas copleras, personas mayores, incluyendo a mi mamá. Las viejitas se aguantaron todo el viaje. Era complicado el tema de los baños, la comida, por la cantidad de gente... A Buenos Aires, sumando, llegamos alrededor de cincuenta mil personas.
–¿Y cómo entraban?
–Siempre en las llegadas teníamos una guardia tupaquera, a los costados de la calle, para que no se metiera gente a saludar, porque parecíamos ídolos de rock. Pasaban primero las autoridades tradicionales, los caciques, o autoridad espiritual, cada pueblo tenía su lugar. Llegamos a la Plaza de Mayo muy emocionados, muy cansados. Había un escenario, estaban las Madres, las Abuelas, autoridades nacionales, todos nos esperaban. Hubo que consensuar quién iba a entrar a hablar con la Presidenta. En Rosario nos habían dicho que no nos iba a recibir: desde que salimos de La Quiaca veníamos diciendo a la gente que íbamos a hablar con la Presidenta. Pero hasta unas horas antes no sabíamos con seguridad si nos recibía. No estaba en el país. Y hablamos con la Presidenta. Le presentamos una idea de lo que necesitamos, lo que queremos como organizaciones indígenas. Había que decirle a la Presidenta que ella había abierto las puertas, que antes era difícil organizarse en semejante forma, porque éramos perseguidos. Ahora teníamos más libertad. A todo esto yo lo tenía al del micro llamándome. Preguntaba: “Mariela, mirá, yo viajé a Buenos Aires para cobrarte el resto, ¿cuándo nos vemos?”. Yo no tenía el dinero. Tenía el convencimiento de que Milagro iba a hacer milagros (risas). Mi familia, que es de Villa de Mayo, en Buenos Aires, invitó a un micro de los quilmes a comer un asado en mi casa. Me vine de madrugada a Capital. Contacté a la gente de Milagro y me preguntaron cuánto me faltaba. Faltaban setenta mil. Me dieron el dinero, le pagué al del micro (risas). Cuando me devuelve el pagaré le pregunto por qué corrió el riesgo. Me dice: “Cuando te miré la cara me dije no me va a mentir esta morocha”.
–Dos preguntas en una: ¿cómo se conformó la unión de los Cuatro Pueblos? Y ¿qué quedó de esa experiencia festiva, de presencia y de gestión?
–El proyecto de Cuatro Pueblos fue financiado por la Asociación Española de Cooperación Internacional, nada menos, a pedido nuestro, para hacer un relevamiento de la Confederación Mapuche, la Unión de los Pueblos de la Nación Diaguita, la Comunidad La Primavera en Formosa (los qom) y el Qullamarka (los kollas) de Salta. Recibimos cincuenta mil euros. Se evacuó a través de la Comunidad Quilmes, y se distribuyó entre las organizaciones. Se hicieron encuentros nacionales y asambleas para que la gente pudiera hablar sobre los proyectos políticos. Elaboramos un pequeño libro, sirve para explicar el proyecto. Decidimos que el broche final del proyecto sería la marcha y le llevaríamos a la Presidenta el resultado del estudio. Después nos fuimos cada uno a su casa. Tuvimos otro encuentro organizado por Milagro. Trabajamos en la idea de unir a las cuatro organizaciones... pero eso quedó ahí. Lo importante era aceptar que tenemos procesos diferentes y que podíamos hacer cosas juntos.
–Hablemos un poco de las características de los integrantes. Para muchos, quilmes es una estación en el Ferrocarril Roca...
–Y una cerveza (risas)...
–Y para muchos es un grupo étnico esclavizado, traído desde el Norte e instalado en la provincia de Buenos Aires, donde se murieron. Algunas ruinas de la comunidad son un destino turístico en Tucumán... ¿qué son hoy?
–Nosotros somos los quilmes, descendemos del pueblo diaguita que sobrevive. Consta que hay restos arqueológicos de más de doce mil años en Tucumán, Catamarca, La Rioja, Salta, Santiago del Estero, parte de Jujuy, y en Chile. En el caso de los quilmes, ocupaban parte del Valle Calchaquí, en Tucumán, parte de Catamarca y parte de Salta. La comunidad quilmes hoy ocupa solamente parte de Tucumán. Hay una cédula real firmada con la corona española en 1716. Por más de 130 años, antes de eso nuestro pueblo resistió a la invasión española hasta que muchos fueron desterrados a otros lugares en 1666. Los que quedaron siguieron luchando por sus derechos hasta que lograron la devolución de su territorio con esta cédula entregada a nuestro cacique. Los descendientes vivimos en una comunidad que abarca catorce pueblos organizados. Yo soy de uno de ellos, de Talapazo, en Tucumán, a siete kilómetros de la Ruta 40, en los cerros. Tiene no más de 50 habitantes y la mayoría de los pueblos que conforman los indios quilmes son de este estilo, al pie de las montañas. El resto está escondido, sin cartel, que hace que nadie piense que hay gente viviendo en los cerros. Ahí sigue la cultura diaguita, conservando su territorio.
–Esa mención suya lleva a los títulos de las tierras. Usted me explicó cómo reclamaron los títulos a terratenientes de afuera que bordeaban el atropello y la esclavitud.
–La historia de cómo conservamos hoy parte de la tierra es un poco triste, tiene que ver con la resistencia al reclamo del pago de arriendos, cosa que viví con mis abuelos. La comunidad estaba dividida por terratenientes que tenían esclavizada a la gente. Por ejemplo, nosotros, que vivíamos en Talapaso, éramos propiedad de un “Sr. Cano”, otros eran posesión del “Sr. Chico, Tachi, Guillo, Vargas, Cisneros, Palacio, Rueda”. Eran nombres de gente de afuera, vivían en la ciudad de Tucumán. Había que pagarle un arriendo para vivir ahí nosotros. Como no teníamos dinero, el arriendo se traducía en la mitad de la hacienda, la mitad de la cosecha, de lo que sembrábamos o que criábamos. Mis abuelos y las tías me decían que el “patrón” venía y entraba al corral y se elegía el mejor chivo, la mejor vaca y se la llevaba. Hasta había que proveerle de mujeres que iban a trabajar de sirvientas. Eran mujeres que la comunidad no recuperaba más. Hay muchos casos de chicas llevadas muy jóvenes y después se murieron en una casi clandestinidad... muy triste. La forma de pagarle a estos “terratenientes” era ésa, hasta había que criarles sus vacas, sus ovejas, sus cabras, si las traía. Era todo gratis, para poder permanecer en el lugar. El pueblo nuestro se ató a la tierra, adonde había nacido. A la vez que le pagaban a estos patrones, empezaron a organizarse en reuniones secretas, en medio de los cerros, buscando salir de esta esclavitud. Antes, mi gente hasta los votaba. Si había que elegir delegados, la comunidad votaba al terrateniente más rubio, o al que mandaba más, porque no sabíamos votar.
–¿Hasta cuándo llegó esta costumbre, esta imposición? Porque estos “dueños” ni siquiera tenían títulos, se agarraron de un territorio.
–En el caso de los quilmes, calculo que hasta hace cuarenta años era como yo describo. Ahí la comunidad se organiza, ven que no podían seguir viviendo así. Eso es lo que me dicen mis mayores. Trabajaban todo el día, todos los días y cada vez estaban peor. Buscaban abogados que los ayudaran, pero no fue fácil, el cambio fue paulatino. Hubo pueblitos donde se organizaron y no dejaron pasar más al terrateniente. De a poco. Primero, sacándolos con hondas cuando venía el “terrateniente” con el juez de paz y la policía, tenían la autoridad de su lado. Cuando algunas familias se resistían, fueron desalojadas o, como decía una tía, “tirados al río”, un río seco. Pero volvían. Yo calculo que todavía hasta cinco años atrás algunos seguían pagando arriendos a estos explotadores. En la actualidad no conozco ningún caso.
–Su gente debe haber sido muy trabajadora porque pese a esa semiesclavitud usted me comentó que “aquí nadie se murió de hambre”.
–Además vivíamos, nuestra comunidad, en terrenos donde escaseaba el agua, el valle Calchaquí es semiárido, llueve poco, una vez al año. Sin embargo la gente donde puede siembra, distribuyen el agua, para los animales y para la gente.
–Usted está ahora en el Inadi (Instituto Nacional contra la Discriminación). Ingresó aquí durante gestión de María José Lubertino, cuando ella era presidenta del ente. ¿Me explica cómo llegó aquí?
–En el 2006 tuve una invitación para asistir a una charla en la que se impulsaba la eliminación del 12 de octubre como Día de la Raza. Entre los que me habían invitado estaba María José Lubertino, que hizo que el Instituto tomara mayor visibilidad en ese momento. Hasta ese entonces se seguía celebrando en los colegios el Día de la Raza, a los chicos les enseñaban lo maravilloso que había sido el descubrimiento de Colón, y esa posición ideológica opuesta me interesó y fui a una reunión de organizaciones de la sociedad civil que venía a cumplir con un plan contra la discriminación originado por Néstor Kirchner en el 2005.
–Recuerdo que ya España en 1992, para los 500 años, comenzó a usar la frase “el encuentro de dos mundos” o algo así en vez del “descubrimiento” de América... Se dieron cuenta de que eso debía superarse.
–Yo me acerqué a ese foro cuando estaba un licenciado en filosofía, Flavio Rapisardi, coordinando los foros de la sociedad civil con gente de todos lados. Había afrodescendientes, migrantes, personas con discapacidades, de todos los grupos “vulnerables”. Me interesó mucho y de ahí no me pude despegar. Hicimos un encuentro nacional para abril de 2008, cuando convocamos a referentes de comunidades indígenas de todo el país. Creo que para mí era la primera vez que asistía a un encuentro de tantas comunidades indígenas, casi cien personas. Estábamos asesorados por el doctor Eulogio Frites, abogado kolla, mi maestro en derecho indígena. Me daba nombres de gente que había que localizar. Costaba trabajo. Queríamos hacer un relevamiento de la situación de las comunidades en todo el país. Esa gente de las comunidades le presentó a la presidenta del Inadi la propuesta de contratarme, porque era abogada, porque era su referente, porque no eran entendidos por los no indígenas. A la semana siguiente me contrataron. A partir de ahí cada año, los 12 de octubre, nos reuníamos para pedir que se quitara el nombre de “día de la raza” que afortunadamente la presidenta Cristina de Kirchner lo concretó por decreto en 2010. No se pudo hacer por un proyecto de ley. Ahora se llama Día del Respeto a la Diversidad Cultural. No fue nuestra propuesta, pero es un cambio, es un avance. También dio lugar a revisar los textos escolares. Lo que se le enseñaba a los chicos en las escuelas era que los pueblos originarios vivían, existieron, pero ya no quedaba ninguno.
–Usted se ha calificado como admiradora, creo, de la persona y el trabajo de María José Lubertino. Sería interesante saber por qué.
–Parecía ser alguien que no era de este tiempo. Tenía una visión de futuro, que las cosas no debían dejarse como estaban y que había mucho que cambiar. Se involucraba mucho y era muy activa. Va al frente. Lubertino me abrió la cabeza en muchos temas. En Tucumán fue personalmente a involucrarse para evitar un desalojo de una comunidad en Tafí, escaló los cerros, para encontrarlos... Eso me llevó a trabajar para el Estado, cosa que era un poco tabú para nuestros pueblos. Estaba muy mal visto trabajar en el Estado y para la comunidad. Parecía contradictorio. Sin embargo, yo tuve libertad para proponer, para hacer. Desde el Estado se podía generar cosas beneficiosas para nuestro pueblo.
–Usted se encontró con mucha gente que no comprendía las circunstancias de las comunidades. Muchas veces sobran las buenas intenciones, pero muchas veces no las acompañan el conocimiento cabal y real, para lograr las acciones requeridas.
–No conocen la realidad de los pueblos, ni se dan cuenta de que son/somos diferentes. La imagen en la ciudad era la del indígena que venía disfrazado dando lástima, muriéndose de hambre, que no sabe hablar castellano. No se dan cuenta de que en la Argentina hay más de treinta pueblos, con sus propios idiomas, su cultura, su territorio, diferentes entre ellos. Tampoco se conocía la existencia del derecho indígena, reconocido por la Constitución nacional. El derecho indígena es comunitario, no individual.
–También se desconocen las condiciones en las que viven algunas comunidades.
–Por ejemplo, se decidía hacer una conferencia o aceptar una invitación para concurrir a alguna consulta, y me decían que yo reuniera a un representante de cada comunidad. No estaban aquí a la vuelta de la esquina. Tengo que avisarle a alguien para que avise al otro que está en tal lado para que le lleve el mensaje que puede tardar una semana y comunicarme con la persona que yo quisiera que viaje a Buenos Aires. Necesita su tiempo, que es muy diferente. En los cerros no hay comunicación, no hay teléfonos y se manejan con una radio. Acá me dicen “mandale un mail” o “mandales un mensajito”. No es que la gente no tiene teléfono, es que no tiene señal. Hay lugares que se pueden contactar, pero en otros casos la gente tiene sus animales, tiene que ver con quien los deja. A mí me pasó una vez con una coplera, una mujer o un hombre que canta coplas, lo tradicional nuestro para lo que usan un instrumento que se llama una caja. Y yo quería que estuviera una coplera, Irma Villanueva, de Catamarca, para mí la mejor. Ella cría cabras en el cerro y no había forma de comunicarse. Tenía que avisarles como a cinco personas para que le llegue el mensaje. Había que tramitarlo como un mes antes, porque ella tenía que ver con quién dejaba las cabras... todo eso. Por más buena intención que se tenga, un programa para hacer algo sólo se puede aplicar en algunos lugares, en otros no. Hay que hablar con la gente, ver el lugar, que los acuerdos surjan a partir de una propuesta en diálogo. Si uno va con algo armado y quiere implementarlo, por ahí a la gente no le encaja o rechaza y es tiempo y recursos perdidos. El sólo hecho de poder reunirnos ahora es nuevo y algo significativo que hemos logrado.
–En alguna parte de nuestro largo diálogo hablamos de cómo viaja usted a las comunidades.
–Para llegar a ver a mi mamá (risas) tengo que ir de Buenos Aires a Tucumán. De la terminal sale un solo micro que va al Valle Calchaquí. Tengo que combinar con el que llega de Buenos Aires. Tomar uno que llegue a Cafayate, Salta. Ese micro tarda unas cinco o seis horas y me deja en la Ruta 40. Mi pueblo está a siete kilómetros en subida. No hay micro. Tengo que avisar a mi mamá que alguien me busque, con caballo; hace poco un primo compró una camioneta, viejita, pero anda. O una moto de algún primo. Y si no camino las dos o tres horas hasta arriba. Talapazo, mi pueblo, es una comunidad accesible. Otras, como Chaquivil, en Tafí Viejo, hay que ir hasta Tucumán, de ahí un micro hasta Raco o a Siambon. De ahí a caballo a Chaquivil todo el día. Cuando uno llega no puede caminar por una semana. Si yo tuviera que decir cuál es mi objetivo en la vida, es que mi pueblo recupere la dignidad, que mi pueblo pueda levantar la cabeza, tiene el derecho de ser libre para decidir su propio destino. Si hemos resistido más de quinientos años es porque somos inteligentes, sabios y estrategas.
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