Lun 24.12.2012

DIALOGOS  › EZRA SUSSER, UNO DE LOS FUNDADORES DE LA EPIDEMIOLOGíA PSIQUIáTRICA

Epidemias de locura

Profesor de psiquiatría en la Universidad de Columbia y presidente de la Asociación de Psicopatología de Estados Unidos, Susser desarrolló una investigación que muestra que la psicosis puede ser transitoria y vincularse con factores sociales. Hizo trabajos en diversos países en desarrollo y ahora planea llevar adelante una experiencia en el Borda.

› Por Pedro Lipcovich

En una de sus investigaciones usted encontró, en los países menos desarrollados, una mayor incidencia de “desórdenes psicóticos agudos transitorios”, ¿en qué consisten estos desórdenes?

–Se presentan delirios u otros síntomas psicóticos pero con la particularidad de que generalmente son recuperables. Hemos constatado que pueden durar hasta tres o cuatro meses, a veces hay un segundo episodio pero luego, a diferencia de lo que sucede en la esquizofrenia clásica, se recuperan por completo. En India visité unos quince pacientes que diez años atrás habían pasado por esa condición: todos continuaban totalmente recuperados.

–En cuanto a la diferencia según el grado de desarrollo del lugar...

–Había estudios pero no muy firmes, anecdóticos, que sugerían esa diferencia entre los países industrializados y países de Africa o Asia. Thomas Adeoye Lambo, que fue pionero en psiquiatría comunitaria en Nigeria y después llegó a dirigir la OMS, había hecho esa observación, pero no había pruebas. En fin, encontramos que la incidencia de este tipo de psicosis es diez veces mayor en estos países.

–¿A qué puede deberse esta diferencia?

–Tenemos varias hipótesis pero en realidad no sabemos. Es algo que no se limita a una cultura en particular, comprende cientos de culturas. Entonces, al igual que muchos problemas de salud, debe tener que ver con el perfil socioeconómico en sentido amplio. Una hipótesis más específica se refiere a que muchas de estas personas, poco antes del episodio de psicosis, habían tenido fiebre alta: entonces, puede ser consecuencia de infecciones, más frecuentes en esos países. Otra hipótesis tiene que ver con el hecho de que estas psicosis transitorias son más frecuentes en mujeres. En muchas culturas, la mujer cuando contrae matrimonio tiene que irse de la casa de su familia para ir a vivir con la familia del marido; encontramos muchos casos en los que el período psicótico agudo había seguido a un episodio relacionado con esto o con el nacimiento de una beba que la familia del marido rechazaba por ser mujer.

–En todo caso, la investigación muestra que la psicosis puede ser transitoria y vincularse con factores sociales.

–Probablemente sea una combinación de factores, pero en realidad todavía no lo entendemos, así como tampoco entendemos del todo la causa de la esquizofrenia.

–Otro trabajo que usted desarrolló, en esta línea de la psiquiatría comunitaria, fue con personas en situación de calle con trastornos psicóticos.

–Sí, fue al principio de mi carrera. El trabajo con los homeless se planteó cuando yo hacía la residencia en el sector de emergencias de un hospital psiquiátrico: veíamos muchas personas que no tenían hogar, llegaban de las calles. Era en la década de 1980, y era algo que no había sucedido en el pasado. Mis docentes y supervisores se interesaron mucho en el tema y me dieron muchas posibilidades para investigarlo. Entonces yo decidí, por mi parte, comenzar un entrenamiento avanzado en epidemiología. Y así establecimos el primer programa para atender a las personas con trastornos mentales en los shelters, los albergues para gente sin hogar; también trabajé en la calle misma, pero lo más importante fue ese programa en los albergues; mucho de lo que estoy haciendo ahora tuvo su origen entonces.

–¿Cómo fue el programa para gente en situación de calle?

–Ellos no querían ver al psiquiatra; de todas las personas al que menos querían ver era al psiquiatra. Entonces, se trataba de encontrar maneras de relacionarse. Y de un modo u otro logramos establecer relación con casi todas las personas con trastornos mentales en los albergues. Recuerdo un grupo grande de mujeres, que venían de dormir en estaciones de ómnibus: ellas no querían un psiquiatra y yo efectivamente decidí no entrar como un psiquiatra, a sentarme ante un escritorio y esperar. La actividad más popular en el hotel era el juego de bingo: la mayoría de las mujeres participaban y todas se interesaban. Bueno, durante seis semanas yo fui la persona que dirigió el juego de bingo allí. Pero yo no tenía ninguna experiencia con el bingo. Entonces a ellas les dio pena, ese hombre que no sabía. Fui aprendiendo, y sirvió para establecer una relación con ellas en un clima que no les resultaba amenazante. Después de esas seis semanas, empezaron a consultarme como psiquiatra.

–¿A partir de ese trabajo usted desarrolló el esquema de “intervención en tiempo crítico”?

–Sucedió que, en principio, pareció que teníamos éxito en relacionarnos con estas personas, sacarlas de los albergues y encontrarles un lugar para vivir. Tardamos entre seis meses y un año y cuando terminamos hicimos una fiesta para celebrarlo, pensábamos que ya todo sería mejor. Pero, seis meses después, la mayoría había vuelto a los albergues. Por una parte, no hay que olvidar que, para la persona que vive en situaciones tan desesperadas, la ilusión es llegar a vivir una vida diferente en un lugar agradable, pero los departamentos donde pudieron instalarse eran a menudo sucios, con pocos servicios. Las personas se sentían aisladas; al fin y al cabo en el albergue siempre tenían gente alrededor y contaban con los servicios que nosotros les proveíamos, pero cuando enfrentaban la realidad de los lugares donde la sociedad les permitía vivir, era un golpe. Pero también sucedía que ellos no habían logrado conectarse con la comunidad y con los servicios de salud mental. A partir de esto, desarrollamos el esquema de intervención en tiempo crítico.

–¿Cómo plantearon esa reconexión con la comunidad y con el sistema de salud?

–Empezamos por acompañar a los pacientes: investigamos qué pasaba en las casas, en el entorno, con los amigos, la familia. Y decidimos hacer una intervención muy focalizada. La estructura de servicios en salud mental existía, también había otros servicios en la comunidad, pero estos pacientes no podían acceder. Supongamos que un paciente tiene una primera entrevista en un centro de salud mental pero no llega a tiempo, tal vez porque no está del todo convencido: con estos pacientes, los centros de salud mental tienden a considerar su ausencia como un beneficio, porque no tienen que hacerse cargo de atender a esa persona tan difícil. Entonces, nuestra intervención consiste en establecer relación con el centro de salud mental y con el paciente: por ejemplo, acompañar al paciente para que llegue a la primera entrevista. El objetivo es conectar al paciente con el centro de salud, de modo que, si él no va a una cita, porque “Yo sé que debería ir, pero hoy no...”, el profesional que lo atiende se pregunta: “Caramba, ¿dónde está John...?”: ellos ya tienen una relación, pertenecen el uno al otro, ésa es la meta. Logrado esto, se les puede transferir a ellos, pacientes y centro de salud, la responsabilidad.

–¿Cuánto dura la “intervención en tiempo crítico”?

–Está organizada para terminar en nueve meses. Como digo, no queríamos reemplazar el sistema: sólo hacer que funcionara. Los primeros tres meses sirven para entender la situación y establecer conexiones. También se trabaja con la familia del paciente, con los amigos. En los siguientes tres meses, nos retiramos un poquito y vemos qué pasa: las cosas en la vida nunca funcionan como estaban planeadas y los segundos tres meses son para modificar el plan, hacerlo más efectivo. Los últimos tres meses son, digamos, de despedida: finalmente, la responsabilidad de recuperarse queda a cargo del paciente y de todos aquellos que se han dispuesto a ayudarlo.

–Y la experiencia ha resultado positiva...

–Nuestra cuestión central no era si iban a mejorar en los nueve meses, sino si el efecto iba a persistir. Entonces, hicimos seguimientos durante 18 meses más y constatamos que sí, los efectos positivos persistían: muy pocos volvían a la situación de calle, a los albergues. A partir de eso, aplicamos también este esquema de intervención en personas que salían de internaciones en salud mental, o en personas con trastornos mentales que habían estado en la cárcel. Y, con el proyecto RedeAméricas, desde hace cinco años trabajamos en América latina, en colaboración con agentes locales. En Río de Janeiro, la intervención se centra en el momento en que la persona empieza a atenderse en el centro de salud mental. Reconocer que uno tiene una enfermedad mental como la esquizofrenia es una experiencia muy shockeante; la persona se pregunta qué va a pasar con su vida, de quién va a depender, esas cosas. Trabajamos por supuesto con el centro de salud mental, la comunidad y la familia. Y, tanto en Río de Janeiro como en Santiago de Chile, en la intervención trabajan pares de los pacientes.

–¿Quiénes son esos “pares” de los pacientes?

–Son personas que a su vez tienen trastornos de salud mental, a quienes se capacita para que acompañen la inclusión en la comunidad de otros pacientes que están en un momento agudo. Esto es de mucha ayuda para el acompañado y también para la recuperación del que acompaña. Y los pares son remunerados en el mismo nivel que los demás trabajadores. Ellos, en un sentido importante, son expertos en la materia y, como modelo para los pacientes, es importante que los vean hacer un trabajo con remuneración. Cada uno de estos pares trabaja en equipo con otro trabajador; son equipos de dos, que tienen que conocerse y también conocer al paciente, a la familia y a las personas que, en el centro de salud mental, están designadas para ayudar a ese paciente. Ese es el primer paso.

–¿El otro trabajador en equipo con el par es un profesional de la salud?

–No, no. No habría bastantes profesionales. Son personas que pueden tener hecha la escuela secundaria, gente del barrio, líderes comunitarios; ellos pueden vincular al paciente con el centro de cultura barrial, con el lugar donde se hace música. Y pueden entrar en los vecindarios. En Río, no es fácil entrar en favelas, en comunidades marginales. Estas personas pueden hacerlo mucho mejor que los psiquiatras. Y, cada semana, ese equipo de dos se encuentra con un psiquiatra o un psicólogo para hablar sobre los casos y decidir qué hacer. No están funcionando solos.

–¿Hay un proyecto para la Argentina?

–Sí. Se plantearon tres posibles lugares: Buenos Aires, Neuquén, Córdoba. Finalmente decidimos que el hospital Borda, en la ciudad de Buenos Aires, es el lugar donde el trabajo va a tener más impacto y donde hay aguda necesidad de una intervención de este tipo. Estamos evaluando la manera de hacerlo. Es posible que la intervención se dirija en este caso a personas que salen del hospital. Cada país, cada lugar, es diferente y se trata de aplicar los mismos principios adaptándolos a las particularidades locales. (El trabajo podría empezar en 2014.)

–Usted también desarrolló trabajos sobre la relación entre la aparición de esquizofrenia y exposiciones prenatales, como la malnutrición materna.

–Estudiamos distintas exposiciones prenatales. Fue muy interesante la investigación en Holanda, referida a embarazadas que habían sufrido desnutrición grave en 1944, cuando la ocupación alemana restringió las raciones. Identificamos un período de tres meses, con relación, no al nacimiento del bebé sino a su concepción: un mes antes y dos meses después de la concepción es el período crítico, donde se manifiesta la correlación entre el hambre de la madre y la esquizofrenia del hijo. También estudiamos datos de hambrunas en distintos lugares de China y corroboramos esta relación. Distintos estudios relacionan sucesos en el embarazo con la esquizofrenia, con el autismo y con la demora en el desarrollo del lenguaje. Por lo demás, una misma mutación genética puede tener cualquiera de esas tres consecuencias; hay indicios de que una disrupción en el desarrollo cerebral se puede manifestar de varias maneras, aunque todavía no entendemos por qué en una persona se manifiesta como autismo y en otra como esquizofrenia.

–Hábleme de su investigación sobre la alta incidencia de psicosis en migrantes.

–Un estudio en Holanda pudo establecer a qué edad es más fuerte el vínculo entre migración y esquizofrenia. Yo creía que sería en la adolescencia, período de la vida muy turbulento como para cambiar de país, pero no fue ése el resultado: los inmigrantes que llegaron muy temprano, entre el nacimiento y los cinco años de edad, muestran mucho más riesgo de desarrollar esquizofrenia. Además, la segunda generación de migrantes, ya nacida en Holanda, también tiene alto riesgo de esquizofrenia.

–¿Por qué la segunda generación?

–Empecemos por señalar que no todos los inmigrantes tienen ese alto riesgo: no les pasa a los que llegan de Alemania o de Estados Unidos. En Holanda, los que tienen más riesgo son los marroquíes; se trata de la minoría más discriminada y estigmatizada. En cuanto a la segunda generación, comparamos el riesgo para hijos de inmigrantes en vecindarios relativamente pobres pero con muchos inmigrantes, y en vecindarios más ricos pero con pocos inmigrantes, es decir, pocos que compartieran su misma cultura: acá es donde se registró el mayor riesgo. Es difícil encontrarle a esto una explicación que no sea social, que no proceda de la interacción entre el individuo y la gente del vecindario.

–Cuéntenos del trabajo que hizo con personas con VIH.

–Advertimos que las personas con enfermedades mentales tenían un alto riesgo de VIH. Entonces desarrollamos una intervención que se llama “Sexo, juegos y videos”. Lo probamos en un albergue donde había solamente hombres. Primero tuvimos que averiguar de qué manera tenían sexo: por ejemplo, buscando trabajadoras sexuales en el parque. En nuestra intervención, procuramos que hablaran de sus experiencias y que pensaran formas más seguras de hacerlo. Por ejemplo, se practica con un preservativo y una banana; hacemos videos y organizamos juegos en los que hay que poner correctamente el preservativo, y hay un ganador. Todo esto sirve para captar la atención, lo cual es muy difícil en gente con esquizofrenia.

–¿Desde cuándo existe la noción de epidemiología psiquiátrica?

–La epidemiología en general tiene una larga historia desde el siglo XIX. Hay centenares de libros de epidemiología, decenas de libros de epidemiología del cáncer, pero sólo uno de epidemiología psiquiátrica, el nuestro, de 2006 (Psychiatric Epidemiology: Searching for the Causes of Mental Disorders, que escribió junto con otros tres autores).

–¿En qué se centran sus proyectos actuales?

–Estamos trabajando en Africa para hacer el primer estudio de la incidencia de psicosis en ese continente. Esto implica una labor intercultural: allí la gente consulta primero a sus sanadores tradicionales y entonces tenemos que establecer colaboración con ellos, que tienen una perspectiva diferente sobre la salud mental. Ya estamos trabajando con ellos y con los jefes tradicionales, en un área rural de Sudáfrica, poniendo las bases para hacer el primer estudio.

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