DIALOGOS › JEFFREY WEEKS, HISTORIADOR Y SOCIóLOGO DE LA SEXUALIDAD, CATEDRáTICO DE LA UNIVERSIDAD SOUTH BANK DE LONDRES
En esta entrevista efectuada en México, Jeffrey Weeks, formado en el radical movimiento de liberación homosexual inglés, señala que es imposible escindir lo biológico de lo mental y de lo social, pero que la identidad es una construcción social.
› Por Alejandro Brito *
–Hablando de sexualidad, ¿dónde termina la biología y dónde comienza la cultura?
–Es muy difícil marcar una línea. Obviamente, en cierto nivel, la sexualidad es biológica, pero también es mental. Y como lo he defendido por largo tiempo, es también social. Estos tres aspectos están inextricablemente vinculados entre sí. No se pueden disociar. Lo biológico sólo se vuelve algo operativo en la sociedad a partir de la interpretación social. No hay una interacción inmediata, automática, entre lo biológico y lo social. Le ofrezco un ejemplo, el de la homosexualidad. ¿Se trata de algo congénito, heredado o genético? Yo creo que es un poco las tres cosas, pero también es algo social. Lo que importa no es saber qué origina ciertas emociones, sentimientos o deseos, sino qué significados tienen esos deseos en la sociedad. Y lo que he señalado desde hace tiempo es que la identidad es una construcción social. Eso no quiere decir que la sociedad inventa esos sentimientos, lo interesante es ver cómo los interpretamos y como los posicionamos nosotros en nuestra relación con los demás. Eso es un fenómeno social. Eso es lo que quiero decir con la construcción de la homosexualidad. No es que ésta sea inventada, sino que son las ideas que tenemos sobre ella las que, en realidad, son inventadas.
–Usted afirma que vivimos en un mundo de incertidumbres. ¿Cómo se vive la sexualidad en esa era de incertidumbres?
–Vivimos en un mundo incierto donde las cosas cambian con tanta velocidad que sería inaudito que no sintiéramos esa incertidumbre. Y en ese mundo tan cambiante algunas de las viejas certidumbres como la fe religiosa, el papel de la iglesia o el papel de la familia tradicional, se debilitan continuamente. Algunos lo viven con mayor rapidez que otros, pero se trata de un proceso global. La incertidumbre parece ser el concepto dominante en nuestro tiempo. Todos tenemos que negociar esa incertidumbre de mil maneras. Y muchos lo hacemos con la ayuda de ideas y conceptos nuevos. Pero cuando eres una persona joven ya no tienes un esquema, un guión preestablecido, que pueda guiarte, que puedas seguir. Esos guiones parecen ya no existir. Cuando yo era muy joven, hace unos cincuenta años, había un guión: los chicos debían crecer, hacer deportes, ser masculinos, casarse, tener hijos. Había, en aquel entonces, tabúes acerca del sexo fuera del matrimonio. Hoy han desaparecido. ¿Cómo procedemos entonces con las nuevas incertidumbres? Algunas personas eligen, por ejemplo, la fe y se vuelven más religiosos, incluso fundamentalistas. Todos tenemos que negociar y administrar esos dilemas, y muchos pueden hacerlo, pero hay también gente que no puede negociar, que son las víctimas de esa incertidumbre por no tener las capacidades para lidiar con ella o que temen por las consecuencias de tener que hacerlo. Hay también otros factores de incertidumbre social que preocupan a los gobiernos: el número de embarazos en la adolescencia, de casos de infecciones sexualmente transmisibles, o crisis como la del sida que generan ansiedad, temores como los de los años ochenta de que a todos nos mataría la plaga. Y hay momentos en los que el pánico se apodera de todo, y en esos momentos todo puede salir mal, los gobiernos pueden actuar de un modo que en principio parece sensato pero que luego tienen consecuencias no previstas. Los gobiernos deben entonces actuar con cuidado sobre los riesgos que existen en nuestra cultura. Un ejemplo clásico en Gran Bretaña es el de la ansiedad relacionada con el abuso infantil. Hace veinte o treinta años era un tema totalmente ignorado. Había gente famosa que no era castigada por ese tipo de abuso. Pero hoy la sospecha está en todos lados y es más difícil actuar de modo racional. Algo característico de un período de incertidumbre es que entramos en pánico y nos volvemos temerosos, y llegamos a un estado anímico en el que ya es difícil tener políticas racionales.
–¿De qué manera están influyendo en nuestra vida sexual Internet y las redes sociales?
–Creo que estamos sólo al inicio de cambios extraordinarios en lo que se refiere a Internet. Llevamos en él apenas veinte años, lo cual es nada en el abanico de la Historia. Pero los efectos son ya notables: el ligue por Internet, por ejemplo es algo masivo. Está cambiando la forma en que nos conocemos, se alienta además la proliferación de identidades. Es más fácil salir del closet como gay cuando lo haces de manera anónima, y expresas mejor tus fantasías cuando lo haces desde el anonimato en línea. Se cambia la naturaleza de la interacción social. Hay lados positivos en ello, y también negativos. Sabemos que hay una fácil explotación y abuso sexual en línea. Tu verdadera identidad, lo que en realidad eres, no está necesariamente ahí. También tiene el Internet enormes posibilidades comerciales. Lo que no se cambia es la naturaleza de la interacción sexual. Alienta la masturbación, puedes tener fantasías sexuales en línea, pero si quieres enamorarte, establecerte con alguien, tienes por fuerza que encontrarte con esa persona. Lo que ofrece es maneras nuevas de encontrar a alguien. No cambia la esencia de la intimidad. Debes entonces establecer la distinción entre lo que puede hacer y lo que no puede hacer.
–Usted afirma que vivimos una gran transición en términos de sexualidad. ¿Qué es lo que la caracteriza?
–Trato de juntar todos los elementos de esa idea en un solo concepto, que no es el de una revolución sexual. Trato de distanciarme de esa idea. La gente habla de esa revolución de los años sesenta, pero mirando atrás, hacia esa década, en tanto sociólogo e historiador, esa gran revolución no cambió en realidad la vida de mucha gente. Cambió la vida de una élite. Pudo haber cambiado los términos de un discurso, pero la vida de la mayoría de las personas transcurrió tal como había sido antes. Más que ver en la revolución sexual un gran bing-bang de los sesenta con diversas repercusiones en el mundo entero, lo que yo veo es un proceso continuo, una larga revolución inconclusa. La llamo una gran transición histórica, un intento por colocar las cosas en un marco histórico más amplio. Se habla de la transición demográfica en los siglos XVIII y XIX en Europa, donde con la industrialización pasamos gradualmente de un matrimonio temprano, con modelo de familia numerosa, con el aumento de población, a otro modelo, en el siglo XX, donde, con la disminución del índice de nacimientos, las familias se vuelven más pequeñas. Y así llegamos hasta la situación actual europea donde vamos hacia un declive poblacional. Y eso es la transición demográfica. Yo quería entonces un concepto similar para hablar de los cambios en las actitudes sexuales y las actitudes con respecto a la intimidad desde los años 50. Y de las principales características como el derrumbe de los valores tradicionales, el afianzamiento del individualismo, una confianza cada vez mayor en la moralidad personal, y las series de separaciones, como las llamo, entre la heterosexualidad y el matrimonio.
–El ejemplo clásico es el surgimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo.
–Hace 30 años eso habría sido inconcebible. Hay muchas cosas en conjunto: el surgimiento de una actitud más abierta hacia la homosexualidad, el cuestionamiento del género tradicional con la emergencia de voces transgénero. Y tal vez lo más importante de todo, el cambio en la situación de las mujeres, lo que no quiere decir que sea el fin de la opresión femenina, pero las mujeres ya no la toleran. Ahora la desafían. Hay así toda una serie de cambios que intento reunir en el concepto de la gran transición. Y eso significa transitar de una cultura basada en la tradición hacia otra en la que hay mayor individualidad, mayores opciones. Para ponerlo de manera más llana, ya no asumimos que todo mundo es heterosexual y se va a casar y a tener hijos en un ciclo muy claro. Hablamos más ahora en términos de la complejidad en la vida de las personas. La gente en efecto forma parejas y se casa y tiene hijos, pero luego se separan y se vuelven a casar, y hay ahora dos familias, y se vuelven a casar, y podrían ser ya tres o cuatro familias. Todo es ahora negociable. Y todos sus hijos no tendrán que volverse necesariamente heterosexuales, sino que podrían algunos ser gays o lesbianas, incluso transgéneros. Y todo eso ha sucedido de manera increíblemente rápida en términos históricos. Nos encaminamos hacia la aceptación de esa complejidad y de esa variedad de la vida íntima.
–¿Es por eso que hoy hablamos de diversidad sexual en lugar de homosexualidad?
–En efecto son dos cosas separadas. Lo que el discurso de la diversidad intenta hacer es reconocer que tenemos que trascender la división binaria entre homosexualidad y heterosexualidad. Mucha gente no es ni lo uno ni lo otro. Pueden moverse entre varios modos de vida, un hombre puede relacionarse con otro hombre, con un adolescente, o con una mujer. Puede redescubrir en la edad madura su propia homosexualidad, o puede hacer todas estas cosas de modo intercambiable. Algunas personas no consiguen acomodarse en la división binaria entre hombres y mujeres, y tenemos así la emergencia de las categorías transgénero. Esto siempre ha sido así. La historia está llena de ejemplos parecidos. Pero en el pasado –en los últimos doscientos años– hemos tratado de aglutinarlo todo con esta idea de que existe esa división binaria, donde una forma es natural y la otra es antinatural. Y es como una relación jerárquica. Ahora existen miles de voces nuevas que dicen, ¿qué hay de malo con mi sexualidad, con mis opciones de género?, y por ello no puedes ya dar por sentado la naturalidad de esas categorías.
–Usted participó en el movimiento de liberación gay de los setenta, cuando la idea del matrimonio estaba contrapuesta a las reivindicaciones libertarias del momento.
–El movimiento de liberación homosexual fue algo que en los setenta abrió para mí enormes posibilidades que desafiaban el sistema de creencias y prejuicios en el que crecí. Como muchas otras personas de mi generación, creí necesario desafiar a las instituciones tradicionales, entre ellas la más importante, el matrimonio, que era la que nos excluía, la que nos negaba, y que de hecho nos transformaba en ciudadanos de segunda clase. Por ello muchas feministas y muchos liberacionistas gay éramos, al respecto, muy críticos. Las cosas han cambiado mucho. Sigo respetando a la gente que no desea seguir las reglas institucionales, pero hay mucha gente que ha tenido problemas para validar su propia sexualidad, sus relaciones. La crisis del sida jugó un papel muy importante. Hubo decenas de miles de casos de personas que morían de sida y a cuyos amantes se les negaba todo reconocimiento, ya fuera dentro del hospital o después del sepelio. Eso dramatizó la ausencia de legitimación social. Y también está el caso de la falta de reconocimiento de derechos parentales, no sólo en el caso de madres lesbianas que veían negados sus derechos, sino también en el de muchos gays que deseaban ser padres. Todo eso acrecentó la necesidad de legitimar las relaciones y confluyó en la primera campaña por el matrimonio igualitario. Debo confesar que a mí me tomó por sorpresa la rapidez del movimiento a favor de dicho matrimonio. Yo era muy escéptico acerca de su pertinencia, y también de su posibilidad. En el proyecto sobre intimidades entre personas del mismo sexo que realicé hace veinte años entrevisté a muchas personas, entre las cuales algunos defendían el derecho a casarse como algo que contribuía a la igualdad, mientras la mayoría lo criticaban como algo que copiaba a las instituciones heterosexuales. El cambio ha sido enorme en estos últimos veinte años.
Mucha gente puede decidir no casarse o estar en uniones civiles, pero aceptan la necesidad de tener un reconocimiento total de ese derecho. Por eso es importante para la gente, les ofrece reconocimiento social. No crea, pero sí valida, lo que muchas parejas han venido conquistando con el tiempo, el derecho a formar relaciones sólidas, largas y estables. Eso es muy importante para quienes quieren hacerlo. No diría, sin embargo, que todo mundo debe hacerlo, o que se trata de la nueva normatividad. Es sólo una opción entre otras en un universo pluralista.
–¿Acaso es la crisis de la institución matrimonial la que está posibilitando el matrimonio entre personas del mismo sexo?
–En la medida en que el matrimonio tradicional heterosexual se está volviendo menos normativo e inevitable, es cada vez menos un problema para los gobiernos y la sociedad en general el reconocer el matrimonio igualitario. El matrimonio heterosexual no es ya la entrada necesaria a la vida adulta, como tradicionalmente sucedía. Ahora es una opción entre otras en el mundo heterosexual. Añadirle entonces el matrimonio homosexual no es un salto conceptual enorme. El matrimonio tiene que ver hoy más con el reconocimiento social y la validación que con situaciones institucionales. Es interesante ver que los países más católicos han sido los más lentos en adoptar esta situación. La tendencia era más favorable en países protestantes, donde durante siglos se han promovido nociones de tolerancia y convivialidad. Pero el cambio reciente más significativo se produce cuando la Irlanda católica vota mayoritariamente a favor del matrimonio igualitario. O cuando la Suprema Corte en Estados Unidos reconoce ese matrimonio. Eso subraya el hecho de que las fuerzas tradicionales del orden social y la moralidad tradicional, como las iglesias, se han debilitado bajo el impacto del cambio social. Y en el contexto de los escándalos de la iglesia católica, se da el caso de que Irlanda, considerado el país más católico de Europa, desobedece en un referéndum a la jerarquía y vota por el matrimonio igualitario. Quiero añadir que al mismo tiempo vemos el surgimiento de nuevos movimientos religiosos fundamentalistas, de cierto absolutismo. La religión no está muriendo, sino por el contrario, en muchos lados se está expandiendo aceleradamente. Vemos un cambio de la vieja tradición, altamente jerarquizada, de la iglesia católica, hacia algo más personal y más evangélico, con un acceso directo a Dios, lo cual, de una manera extraña, es una imagen espejo de este nuevo individualismo del que hablo, que en el fondo es el deseo de la gente secular de buscar su propia salvación al tratar de crearse una nueva vida.
–Frente a una crisis del sida que está lejos de resolverse, ¿cómo se explica la renuencia de algunos a practicar el sexo seguro y abandonarse a prácticas de riesgo?
–Me parece algo desconcertante. Creo que en el caso del bareback (sexo a pelo) hay varios aspectos que se deben considerar. En una primera generación hay por supuesto cierto cansancio con el deber de la cautela, la negativa a pasarse la vida entera siendo cauteloso. Es algo que personalmente no apruebo, pero que puedo comprender. También está el hecho de que el sexo seguro no significa necesariamente no correr ningún riesgo, sino controlar el riesgo. Se trata de calcular qué es verdaderamente riesgoso y qué no lo es. Y eso hace que alguna gente haga cosas arriesgadas. Pero algo importante es la transgresión, el deseo de los liberacionistas gay de ser transgresores. Hay un elemento fuerte en la comunidad queer que cree en la importancia de seguir siendo transgresores. Y se trata de una forma de transgresión que pone vidas en riesgo. Algunas personas creen que el riesgo es importante y que es lo que hace que la vida valga la pena. Pero lo que importa entender es que no se trata sólo de que la gente pueda ser estúpida (aunque puede darse el caso), sino que es algo que es parte de una compleja red de emociones y de identidades que cambian y del deseo de seguir desafiando al orden tradicional.
–Y frente a esa situación, ¿qué tan efectivas son las estrategias profilácticas en curso, como el tomar tratamiento para evitar infectarse en relaciones de riesgo?
–Existen, por supuesto, y lo notable es el auge de un repertorio de ayudas sexuales, como el viagra. La medicina interviene en la sexualidad no sólo para prevenir, sino también para procurar más placer. En este contexto cultural, no basta con decirle a la gente que no debe hacer ciertas cosas, sino en brindarles una mayor flexibilidad en sus prácticas. Esas medidas profilácticas no deben verse como salvaciones, pues aunque haya ahora tratamientos que pueden prevenir la reproducción del VIH, no quiere decir que prevengan la reproducción de otras infecciones de transmisión sexual, por lo que pueden disminuirse un conjunto de riesgos aumentando otros al mismo tiempo.
* De La Jornada, de México. Especial para Página/12.
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