DIALOGOS › SERGIO RAMIREZ, EL ESCRITOR QUE FORMO PARTE DEL FRENTE SANDINISTA QUE DERROCO A SOMOZA
Sergio Ramírez, miembro del movimiento sandinista que derrocó a Somoza, vicepresidente de Nicaragua en 1985, autor de novelas y cuentos que le valieron varios premios, habla de su último libro, Mil y una muertes, así como de los cambios sufridos por algunos héroes del pasado compartido.
› Por María Esther Gilio
–Hay una pregunta que le hace la periodista Lourdes Durán en Mallorca, que usted transcribe en el libro del que vamos a hablar, Mil y una muertes. La pregunta dice “¿Cómo hace un escritor para ocuparse de una próxima novela antes de rematar la que tiene entre manos?”. Yo le repito esa pregunta que en su libro no responde. Y al mismo tiempo me pregunto si tal situación es real.
–Sí, claro. Eso ocurre porque a medida que se escribe un libro hay otros que vienen formándose en la mente. Y, tal vez, se suma a esto una ansiedad, aún mayor, que es la de escribir todos los libros al mismo tiempo.
–Cosa que ni Dios podría. Me resulta extraña esa idea. Recuerdo a Silvina Ocampo diciendo: “Me cuesta desprenderme del libro. Está allí, terminado, y lo retengo un poco más. Un poco más”. Uno se pregunta si te pasa con otras cosas.
–Tal vez me ha pasado con la revolución. Uno querría que todas las cosas ocurrieran de una sola vez. Transformar al país de una sola vez. Pero en esto de los libros, se dan las dos cosas. La ansiedad por acabarlo y la tristeza de despedirse.
–¿En qué momento ocurre eso? ¿Cuando ve al libro, ya con sus tapas, saliendo hacia las librerías?
–No, uno se despide cuando junta todas las hojas, lo envuelve, se lo mete bajo el brazo y sale para la editorial. Ahí terminó todo.
–No vuelve a leerlo.
–No, difícilmente. Me da horror asomarme a un libro que tenga errores que son ya irreversibles.
–¿Le ha pasado?
–Sí, encontrarme, de pronto, con cosas que no querría haber puesto ahí. Pero ahí están. Sé que me ha pasado.
–Hoy no se habla ya del compromiso del escritor. Pero sí, creo que se puede preguntar sobre el papel del escritor en la sociedad contemporánea. Escribir es dar una visión del mundo y ésta puede ser comprometida o cómplice.
–Sí, eso es así. Y hay casos en que esto es aún más claro. Cuando se trata de alguien que viene de una revolución.
–De ahí viene usted.
–Sí, de ahí. ¿Cómo, entonces podría olvidar que tengo un compromiso? Y en esto del compromiso yo prefiero recurrir a Voltaire, quien estaba permanentemente defendiendo situaciones injustas. Más de 80 mil cartas escribió movido por el deseo de justicia. Ahora, él decía que eso lo hacía como ciudadano, no como escritor. Y bueno, yo creo que si un escritor tiene algún peso en la sociedad debe usarlo. Claro que en época de Voltaire el escritor podía hablar de todo, su peso era ecuménico. Hoy ya no. Hay lo que llaman nichos. Horrible palabra.
–¿Temas?
–Sí, derechos humanos, ecología, globalización.
–Si uno examina por encima su vida, ésta aparece dividida entre la política y la literatura. Cuéntenos de sus estados de ánimo en una y otra actividad.
–Bueno, en la política ya no estoy. Pero cuando estuve me tragó como escritor.
–Piensa que son oficios incompatibles.
–Sí, sí, en principio lo son. Cuando estaba dedicado a la revolución no tenía ni tiempo ni ánimo para ninguna otra cosa. Y fueron 10 años. Cinco para derrocar a Somoza y cinco tratando de rearmarlo todo. En esos años olvídelo, es imposible la literatura.
–Está claro que en momentos así la literatura no existe. ¿Y cuando fue vicepresidente?
–Cuando fui electo vicepresidente pensé que tenía ya diez años sin escribir, a los que debía añadir los seis de la vicepresidencia... Es evidente que si no escribía ahora se terminaba el escritor, pensé, tengo que escribir como sea. Y me busqué horas. Me levantaba a las cinco y escribía hasta las 8, todos los días. Así terminé aquella novela, Castigo divino, que vine a presentar en Montevideo. En cuanto a su pregunta diré que me siento más confortable ahora, con la escritura.
–Y no con la política. Todo aquel esfuerzo. La revolución está un poco en ruinas. ¿Usted qué dice?
–Digo que sí y que uno tiene que vivir con esa espina.
–Una espina más dolorosa porque el daño no viene de afuera, como vino alguna vez.
–Sí, claro. Pero el pasado no se puede corregir. Hice lo que creí en ese momento que era mi deber, mi obligación. Lo hice a fondo, con una gran sinceridad. Yo creo que la revolución se desgastó. No como movimiento popular.
–Se desgastaron sus dirigentes.
–Sí, yo creo que los dirigentes no merecían esa revolución.
–Tal vez no hay que hablar de desgastarse, es más sincero decir corromperse: ¿Qué pasa con Ortega?
–Ortega es hoy un bandido más. Es como Arnoldo Alemán, tienen sometido al país a sus caprichos. Otros se han enriquecido mucho.
–¿Quién, por ejemplo? ¿Borge?
–Sí, Borge, Arce. Ellos tienen negocios que consideran legítimos.
–¿Por qué legítimos?
–Porque son grandes empresarios.
–¿Pero el dinero de dónde salió?
–Ah, bueno, ahí está la pregunta. Ninguno de nosotros tenía bienes de fortuna cuando llegamos.
–¿Se puede decir que el Frente Sandinista ha sido tomado por la corrupción?
–Pues sí, claro. Manejan los jueces. La Justicia está completamente en manos de Daniel Ortega.
–Cardenal, por supuesto, está afuera de todo esto.
–Cardenal muy bien, siempre muy firme en sus principios. El está afuera.
–En cuanto a Ortega tenemos, todavía, el escándalo familiar.
–Sí, claro, pero los jueces lo han protegido, lo liberaron inmediatamente.
–Ortega tiene en todo esto a Arnoldo Alemán de socio.
–Sí, entre los dos aumentaron los miembros de la Suprema Corte de Justicia de siete a diecisiete.
–Usted está hoy fuera de todo eso.
–Afuera... En un sentido sí, pero yo hablo, escribo, denuncio.
–Volvamos a algo que a pesar del título es menos triste: su libro Mil y una muertes. Usted sabe que leyéndolo recordé la frase de un Premio Nobel de Puerto España: “Es el deseo del lenguaje, rodear con sus brazos el mundo amado”.
–Eso lo dijo Derek Walcott. ¿Y por qué la lectura de mi libro le recuerda esas palabras?
–Claro que por el lenguaje. Ese lenguaje que nos permite asomarnos a la felicidad de quien está escribiendo. Dígame cómo se sentía mientras escribía.
–Es verdad que disfruté mucho escribiendo este libro. Hubo sí un gran placer que tiene que ver con el lenguaje. Yo sé que uno puede tener las mejores ideas, pero que nada valdrían si no encuentra la manera eficaz de plasmarlas.
–Ante las cosas bien escritas se tiene siempre la sensación de que se escriben al correr. Después una se entera de que no es así.
–Tampoco es así esta vez. Hago hasta ocho borradores.. la computadora facilita mucho el trabajo. Pero la verdadera corrección se produce cuando, después de imprimir, se corrige a mano.
–Una vez escrito el poema se guarda en un cajón y se saca nueve días después, decía Borges. Llamaba “el novenario” a estos días de reposo.
–Creo que sin corrección no hay escritura. Kafka decía que el arte de escribir es el arte de corregir. Cuando llego a esta última corrección yo digo que le quito las vendas a la momia.
–¿Por qué las vendas?
–Por una razón, porque uno se enamora de lo que ha escrito, se entusiasma. Pero después que lo ha metido en la gaveta, después que se ha enfriado uno lo ve y... muchas veces se pregunta ¿cómo pude escribir esto?
Sergio Ramirez ríe mucho. Durante casi toda la entrevista ríe con ganas. Sus carcajadas acompañan la mayor parte de la entrevista. Cuando le pregunto –fuera del grabador– si esa costumbre de pensar en el próximo libro cuando aún no terminó con el anterior le pasa con otras cosas de su vida, con las mujeres, por ejemplo, responde con una risa explosiva que demora en desaparecer. Le pregunto entonces si no cree que algo que nos diferencia de ellos es la alegría. El, sin dejar de reír, dice que tal vez.
–Volviendo a esa mezcla de verdad y fantasía que es su libro, uno quiere saber, por ejemplo, si Castellón, el fotógrafo es real, si existió.
–No, no existió.
–Usted lo creó, entonces, seguramente, a partir de su particular relación con la fotografía.
–Sí, creo que sí. En la primera novela que yo escribí, cuando tenía 25 años, Tiempo de fulgor mostraba ya una gran fascinación por la fotografía. Puse en ese libro un epígrafe de un poema de Ernesto Cardenal que dice “Dónde estarán riendo ahora esos rostros, si todavía se ríen”.
–Usted, cuando presenta a Castellón en el libro, dice haberlo conocido por una foto tomada por él en un ghetto polaco. En el suelo están muertos la hija de Castellón y su yerno. El hijo de ambos, un niño de 7 u 8 años, está de pie con los brazos levantados y la estrella amarilla sobre el pecho. ¿Esa foto existió? Pienso en la que recorrió el mundo, con el niño a la derecha, los brazos en alto y el rostro tembloroso.
–Sí, seguramente la vi alguna vez y ésa fue la idea gráfica que me quedó.
–A partir de la cual usted plantea una disyuntiva terrible. Frente a su hija y yerno asesinados y su nieto aterrado, el fotógrafo enfría sus sentimientos y recoge en una foto el testimonio. ¿En esa situación usted habría tomado la foto?
–No... no sé... no, pienso que no. Pero esa disyuntiva...
–Dispara mil asociaciones. Yo recordé Detrás de un vidrio oscuro, en que Bergman describe a un hombre anotando los cambios que se producen en su hija tomada por la locura.
–Sí, la situación es semejante, en las dos está el infinito dolor y la necesidad de registrarlo, de dar testimonio. Aunque también podemos pensar que el dolor no existió.
–Hay otra cosa en su libro que resulta curiosa al lector. Su desconfianza frente a los momentos en que la sociedad levanta a sus héroes. Frente a los bustos de piedra o bronce usted se pregunta cómo es por dentro, quién es en verdad.
–Eso empezó pasándome, y me pasa mucho todavía, con Rubén Darío. Siendo yo niño mi madre me recitaba las poesías de Darío, las aprendía en la escuela, luego tenía que recitarlas. Darío siempre estaba en el aire. Y desde niño me empecé a preguntar quién era. Quién es, me decía. Las biografías de Darío siempre son muy inocentes. Pero uno va entrando en su vida y empieza a ver los dramas internos.
–Era alcohólico.
–Sí, su madre lo abandonó a los dos años y nunca conoció a su padre. Lo crió una tía abuela. El creció como un niño tímido, inseguro. Cosas que trataba de contradecir con el alcohol. Lo que él llamaba “paraísos artificiales”. El estaba consciente de su alcoholismo pero, al mismo tiempo era un gran trabajador. Vivía de lo que escribía en La Nación. Y cuando se sentaba a escribir era muy riguroso.
–¿El diario argentino?
–Sí, él vivió en Buenos Aires diez años, luego Mitre lo nombró corresponsal en España. La Nación era entonces el diario más importante de la lengua española. El fue a cubrir la derrota de España frente a Estados Unidos en la guerra de Cuba. Hay un libro de él, muy bello, que se llama España Contemporánea, que reúne sus crónicas de entonces.
–El primer capítulo de su libro lleva la firma de Rubén Darío y no sé pero su lenguaje permite pensar que sí es de Darío, ¿es?
–No..., es mío –dice riendo como suele.
–Pero usted es un mentiroso. Lo hace todo para que el lector se confunda.
–Sí, pero tuve que leerlo muchísimo antes de conseguir meterme en su estilo modernista y lograr confundir al lector.
–¿También son falsas las fotos de Darío. Por ejemplo esa en que está vestido con hábito de cartujo y tiene a Vargas Vila y otros de pie atrás?
–No, esas fotos de Darío no mienten. Son fotos reales. La mayoría de las fotos del libro las conseguí en el Mercado de la Lagunilla en México. Pasé días buscando, allí, en esos álbumes que las familias han vendido.
–Fotos de personas cualesquiera.
–Sí, cualesquiera, pero que se parecieran a mis personajes. Estos ya estaban escritos. Lo curioso es que esa búsqueda de las fotos se transformó, para mí, en parte de la escritura. Porque al encontrar que esta foto podía haber sido la de mi personaje completaba lo que ya había escrito.
–¿Sus personajes cambiaron algo a partir de las fotos?
–No, porque mi libro, que ya estaba publicado en México salió sin fotos. La idea de las fotos, que acepté de inmediato, fue de la editora española. Algunas de las fotos ya las tenía.
–En su libro está –entre tantas cosas– su admiración, tan común a los escritores, por Gustave Flaubert y también está su dureza por mostrarlo tal como lo ve.
–Sí, trato de llegar al fondo de lo que realmente era. Un hombre bastante pusilánime, que además tenía una teoría sobre la neutralidad del arte con respecto a la vida. El artista nunca debía entrometerse con la vida.
–Con eso de la neutralidad, tal vez, quería decir que el artista debe aislarse, no tener mujer, no tener hijos.
–Bueno, no los tuvo. Pero cuando él habla de neutralidad frente a la vida alude a que no debe ser factor de cambios. Sin embargo él, sabiendo que tenía sífilis, intentó acostarse, en Alejandría, con una prostituta que se niega y lo curioso es que con un gran desenfado él lo cuenta.
–Hay otro personaje que seguramente también es real, me refiero al Archiduque Luis Salvador. Un individuo muy extraño, bisexual, rodeado por una corte, sobre todo de mujeres, que lo sigue por el mundo y vive a sus expensas. En la foto que hay de él con su grupo uno puede detenerse largo rato a mirar las caras.
–Es que él recogía gente estrambótica. Era de la familia de los Habsburgo, un rebelde frente a la corte, un hombre que quería hacer sus cosas por sí mismo. Por eso era extravagante. Era, además, un gran científico, que escribió un libro importantísimo sobre la flor de las Baleares. Era filólogo.
–No sé cómo hizo pero consiguió meter en ese libro, sin volverlo pesado, muchas de sus obsesiones.
–Sí, muchas, pero ¿en cuál piensa?
–En el canal que cortando en dos a Nicaragua comunicaría el Atlántico con el Pacífico, ¿no es también una obsesión suya?
–El canal ha sido uno de los grandes mitos en Nicaragua. Los conquistadores llegaron a Nicaragua buscando lo que llamaban “El Estrecho Dudoso”, que conectaba a los dos océanos. Cuando Colón –en su cuarto viaje– pasa frente a la desembocadura del río San Juan, en la costa de Nicaragua, no ve que lo que busca está ahí, entre la bruma.
–¿El lugar es angosto como para permitir un canal?
–Cuatrocientos kilómetros. El doble que Panamá. Esta idea del canal va a desvelar a los conquistadores, a los colonizadores. Y después a los ingleses y a los norteamericanos. Y sigue siendo una idea recurrente: el verdadero progreso del país no se va a conseguir sino cuando se abra este canal. Es como un sueño de civilización. Los próceres liberales vieron desde la oscuridad de las provincias el sueño de civilización a través del canal. Mientras para los ingleses y los franceses Nicaragua no existía.
–Lo que para ustedes era el futuro...
–Para ellos era nada. Nosotros no existíamos. Nosotros no teníamos derecho a existir.
–¿Habrá cambiado eso? No digo sólo para ustedes, sino para todos nosotros.
–Sí, más que nunca, más que nunca. Aunque creo que si ellos pudieran acabar con nuestras soberanías lo harían sin temblar.
–¿Cómo sería, entonces, el mundo?
–Dividido en territorios de producción. Aquí las telas, aquí las plantaciones, aquí los chips de las computadoras.
–¿Y ellos dónde?
–Pues dónde, en el lugar de los dueños del universo, viviendo la vida de dueños, ¿qué más?
–Usted en un momento dice: “Nuestra cultura no termina de consolidarse”. No sé si se refería a Centroamérica o a toda Latinoamérica.
–Yo creo que en el pasado teníamos patrones muy distintos en las diversas zonas. Teníamos Centroamérica, el Caribe, el Río de la Plata, Chile. Desde Centroamérica veíamos el Cono Sur como el lugar de la educación, del desarrollo, del civismo. Y de pronto cosas que sólo ocurrían en Centroamérica empezaron a ocurrir acá. Y así una bailarina de cabaret, cuyo consejero es un brujo asesino, fue presidenta de Argentina. Y luego Uruguay, ¿quién podía imaginar una dictadura en Uruguay?, un país donde mientras nosotros teníamos a Somoza, tenía presidencias pluripersonales con presidentes que rotaban. Así nos encontramos con cosas que eran difíciles de imaginar. Que a este tipo que es enemigo del régimen –para disimular– pedimos al país de al lado que nos lo maten. Porque el país de al lado es nuestro socio en esto de matar, porque se había formado una red criminal entre los Estados. Y así mandan, de un país a otro, a una joven de 18 años, embarazada, para que luego de parir se robe su hijo y se la mate –dijo, y esta vez la risa estaba lejos, muy lejos de su rostro.
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