Lun 29.01.2007

DIALOGOS  › ZADIE SMITH, LA JOVEN ESCRITORA BRITANICA QUE CONQUISTO LA ESCENA LITERARIA MUNDIAL

“La política es para mí la peor forma de comunicación”

Nació en la Inglaterra de Margaret Thatcher, creció con la de Tony Blair y se convirtió en escritora generacional de moda con su primera novela, Dientes blancos. Provocadora, lectora empedernida, poco amante de la política y las entrevistas, acaba de escribir su tercer libro, Sobre la belleza.

› Por Juan Cruz *

–Dijo usted que a los 14 años ya se puede decir quién va a ser uno. ¿Me puede contar cómo era a los 14 años?

–Muy académica. Bailaba mucho, iba continuamente a clases de baile y tocaba varios instrumentos musicales. Era muy buena estudiante y supongo que aquella vida era agradable.

–Y alrededor, ¿cómo era la vida?

–Me resulta difícil describirme a mí misma... Mi padre era mucho mayor que los padres de mis compañeros. Quizá por eso estaba interesada en las mismas cosas que la generación precedente: las películas antiguas, la música de los años treinta y cuarenta, los musicales, Humphrey Bogart...

–¿Y qué la hizo escritora?

–Siempre fui una lectora empedernida, que es realmente la razón por la cual todos empezamos a escribir. No es muy original, pero es la verdad. He leído desde que tenía tres años, y siempre he querido escribir. Quería un trabajo que me permitiera leer y escribir. Era mi obsesión. Y lo conseguí.

–¿Qué la influyó desde pequeñita, qué leía?

–Ahora estoy leyendo las entrevistas a escritores que ha publicado The Paris Review... Ahí aparecen Truman Capote, Jorge Luis Borges, Ernest Hemingway, Dorothy Parker y todos esos autores maravillosos. Y en todos encuentro algo que evoca mi propia formación: lo que más te puede influir es lo que lees cuando tienes entre 10 y 14 años. Nabokov decía lo mismo. Y es verdad. Debes tener la esperanza de que lo que caiga en tus manos a esa edad sea lo correcto, lo que te forme un criterio a la hora de seguir leyendo, y eventualmente de escribir, si ése es tu camino. Esa es la razón por la que ahora me siento más del lado de Jane Austen que de Lawrence Sterne, porque entonces leía a Austen. Mucho de lo que leí en esa época se me antoja ahora extraordinariamente significativo. Y con las entrevistas de The Paris Review te das cuenta de que los escritores se dividen, en general, en apolíneos y dionisíacos. Yo me considero más del lado de Apolo. Lo que leí a esa edad contribuyó a formarme. Y ahora intento acercarme a otras obras; intento recordar que debo conocer a ciertos escritores, como Hemingway. Nunca leí a Hemingway.

–¿Y la lectura afecta a su estilo, a su obra? ¿Afecta más a la literatura o a la vida?

–A medida que te haces mayor, te das cuenta de que los libros de ahora no son tan significativos como aquellos que leíste de joven. Es prácticamente imposible que un libro ahora pueda llegar a transformar mi escritura. Leer es muy parecido a hacer dieta. Hay ciertas obras que no resultan beneficiosas, según la dieta en la que estés. A mí, por ejemplo, no me va bien leer mucho a Nabokov: afecta a mi prosa. Una mala influencia. E intento leer aquello que sea una buena influencia. Cada escritor sabe qué es lo que le conviene en cada momento, y un libro te lleva a otro. De momento, quisiera leer a muchos: de Dorothy Parker, Saul Bellow o William Maxwell..., a todos esos que en su momento no creí importantes. Las cosas cambian. Y hoy no tengo la más mínima necesidad de leer otra novela inglesa del siglo XIX. ¡Es más, si nunca leo otra, no me perderé nada!

–Cuando se sentó a escribir su primer libro, ¿quería cambiar su vida o la literatura?

–Cuando tienes 19 años, la edad que yo tenía cuando escribí Dientes blancos, lo que quieres es impresionar a la gente. No es una buena razón para escribir una novela, pero supongo que es lo que quería hacer. Escribir una novela es el resultado de haber pasado quince años leyendo. Por eso las primeras obras son tan derivativas, tan agradables. Cuando leo una primera novela de alguien, parece que se produce una explosión, como si el autor apareciera con un enorme tambor e hiciera ¡tachán! Aunque a veces resultan horribles.

–Escribió usted con entusiasmo de la felicidad extrema que supone terminar un libro... Le debe suceder...

–Sí, ésa es una de las razones principales por las que la gente sigue escribiendo libros: por el entusiasmo de terminarlos. La felicidad de finalizar un libro es increíble. A mí no me gusta mucho hablar con escritores. Hay escritores obsesivos, inaguantables, siempre hablan de lo mismo. Pero cuando me encuentro con algunos les hago esta pregunta: qué sienten cuando acaban. David Mitchell, cuyo último libro es Black swan green, me dijo que lo tiene todo planificado. ¡Tiene planificados sus próximos ocho libros! Cuando acaba uno, sólo pasa una tarde antes de comenzar el siguiente. ¡Algo muy obsesivo! En casos normales, esta felicidad no dura mucho, y hay que volver a sentarse a escribir.

–¿Qué ocurre cuando escribe?

–Arrancar para mí consiste en empezar, parar y volver a empezar. Es más una cuestión de ir afianzando el tono. Tengo una novela en mente que quiero escribir, y quiero abordarla de una manera muy clara: es quizá algo que tiene que ver con la edad, y no es que yo sea muy mayor. De pronto, todas las florituras han pasado a resultarme irrelevantes. Quiero decir las cosas como las siento. Sin darle tanta importancia a las metáforas o a los adjetivos. Eso ahora ya no tiene sentido para mí.

–¿Qué metáforas le rondan ahora?

–Justo ahora estaba leyendo una entrevista a Jorge Luis Borges, y él decía que cuando era joven le obsesionaba buscar metáforas inusuales; pero, a medida que se fue haciendo mayor, se dio cuenta de que las únicas metáforas válidas eran las del estilo de “la vida es como un camino” o “la muerte es como el sueño” o “la vida es sueño”... Esas son las metáforas que resultan significativas. Resuenan. Lo demás es intentar conjugar dos cosas que son totalmente diferentes. Esto resulta entretenido para el cerebro, pero dura lo que dura. Algunas metáforas no significan gran cosa porque sus palabras nunca deberían juntarse. Y creo que Borges tiene razón. El lenguaje extravagante me provoca una sonrisa. Me gusta leerlo, y de hecho hay algunos pasajes brillantes de Nabokov que me alucinan... Sus metáforas son extraordinarias, pero después de un rato empiezo a notar un cierto estreñimiento visual o mental... A medida que te vas haciendo mayor cambias. No quiero decir que te vayas haciendo minimalista a medida que te haces mayor... Yo jamás podría ser minimalista. Pero sí es cierto que te preocupa más el decir lo que necesitas decir de la manera más clara posible. Eso es lo que se convierte en imprescindible.

–Antes le pregunté cómo era a los 14 años. Porque dijo que cualquiera que no puede explicar su obra a un niño es un charlatán.

–Ahora no creo que eso sea totalmente cierto. La complejidad es importante. Siempre debería haber algo de misterio en tu trabajo. Me asombra cómo algunos escritores llegan a las presentaciones de sus libros y los sacan de las cajas cual modelos de avión prefabricados. ¡Como si en ellos no hubiera misterios! Encuentro que cuanto más escribes, más te das cuenta del misterio de escribir. Aunque sea algo freudiano o subconsciente, siempre hay algo que no controlas, que simplemente ocurre. Cuantos más autores conoces, más sabes diferenciar al escritor y al que no lo es. Sólo hay que fijarse. Ni siquiera tienes que hablar con ellos para darte cuenta. Salta a la vista. A los de verdad no les gusta mucho entrar en detalle sobre su obra.

–“No tengo la voluntad necesaria para ser una gran escritora. Uno ha de elegir y yo he elegido vivir.” Lo dijo usted.

–¡Todas esas citas que vuelven para atormentarme...! Es una idea muy del siglo XX, y muy masculina, la de tener que trabajar y que tu familia y tu mujer se vayan al garete mientras tú te sientas y escribes esos libros maravillosos... ¡Pero los libros de los hombres que han hecho eso ni siquiera son buenos! Es posible vivir la vida y ser escritor. Cada vez hay más que viven una vida real, y no parece que su obra sufra mucho. ¡Al contrario, sus libros son aquellos que apetece leer! De más joven, yo tenía una noción errónea sobre la genialidad. Cuando hablo con Martin Amis o con Craig Raine, escritores que considero muy buenos, observo que tienen una noción muy anticuada sobre el ranking de autores. Te dirán: Joyce entra en el primero y Greene pertenece a la segunda clase. ¡Es una aberración! Hay cantidad de libros pequeños, de autores desconocidos, que son interesantes, pero son considerados de segunda. ¡No lo son! Edith Warton no es de segunda. Eso son tonterías, ¡es algo propio de machitos! Yo ya no me creo que esto sea una carrera de caballos.

–Jovencísima y con mucho éxito. ¿Cómo cree que le ha afectado?

–La gente habla de esto como si fuera algo inusual. Pero lo que resulta difícil es encontrar a algún escritor inglés que no haya escrito su primera novela a los 20 años. La gente tiene la memoria muy corta... ¡Ocurre casi con cualquier escritor de mi generación, y de la anterior! Ian McEwan fue el que más tardó en escribir su primera novela, ¡y la hizo a los 27! El resto eran muy jóvenes cuando empezaron. Lo mío no es atípico. Casi todos los escritores del mundo comienzan a escribir muy jóvenes. Leen y leen, y un buen día empiezan a escribir. Lo que puede resultar extraño es el éxito que obtengan de público. Pero aun así, la mayoría de escritores ingleses empezó a vivir de lo que creaban desde temprana edad. Lo de escribir me lo tomo muy en serio. El dinero ayuda, pero no hace que el libro sea bueno; las buenas críticas no hacen que un libro sea bueno. Y las ventas tampoco lo convierten en bueno. Está bien toda la atención que le han prestado; pero cuando yo haya muerto, Dientes blancos seguirá siendo el libro que es.

–Le abrió la puerta a la celebridad...

–Lo único que agradezco de esto es que me permitió conocer a tantos escritores grandes que significaban tanto para mí. ¡Podía estar sentada con ellos, tomando el té, hablando de lo que me interesaba! Esto es lo mejor del éxito que me proporcionó ese libro. El resto... lo tiraría por la borda.

–Ahora que ha conocido a tantos, ¿no le parece que a veces los escritores no son tan buenos como los libros que escriben?

–No, nunca lo he sentido. Te puede ocurrir cuando tienes que entrevistarlos: suelen ser un poco recalcitrantes... Pero eso no pasa cuando un escritor conoce a otro y hay interés por ambas partes. Las mejores tardes que he pasado en mi vida han tenido lugar en compañía de escritores.

–Lee entrevistas con escritores en The Paris Review. Es como entrar en su cocina.

–Lo que me asombra de ellas, y sobre todo en comparación con las entrevistas que se hacen en el Reino Unido, es que éstas son combativas, procuran descubrir este lado oculto y misterioso del escritor, lo que en él hay de oscuro... Lo que ocurre en The Paris Review es que los propios autores son invitados a corregir las entrevistas. Normalmente el entrevistador se cree una especie de psicólogo que va a desenterrar algo... Pero cuando le concedes al escritor el poder de preparar su propia entrevista, el resultado puede ser muy revelador. Los entrevistadores de ahora parece que quieren ir a pillar al escritor. Pero en éstas de The Paris Review, en las que el escritor puede revisar, editar y cambiar cosas, se abre la posibilidad de que tú conozcas más de cerca al personaje que en una entrevista normal. Esto lo encuentro fascinante. Hemingway, por su manera de editar y preparar sus entrevistas, se revela como una persona repulsiva. ¡Se ve que siempre quería aparecer como el hombre fuerte y macho...! En cambio, Borges resulta una delicia de persona. En Inglaterra me niego a que me entrevisten. Si me diesen la oportunidad lo haría a través de e-mail. Porque soy escritora, no oradora. Y los periodistas obtendrían mucho más si me permitiesen tiempo para pensar las respuestas.

–Tras entrevistar a Eminem, usted afirmó que jamás entrevistaría a otra persona...

–Era difícil hacer una entrevista así. No por él, que es muy buena persona, sino por la tontería que surge alrededor de alguien famoso. Pensaba que era un genio y quería hablar de su trabajo. No estaba allí para atacarlo o sacarlo de quicio. Sólo me interesaba su obra, no su vida personal. Cuando comencé la entrevista, él se mostraba muy tímido, pero cuando se dio cuenta de que no le iba a preguntar nada personal, se relajó. Acostumbrado a que los periodistas entrasen a matar, estaba allí como petrificado. Cuando les aseguras que lo que les ocurre en su vida te da igual y lo que quieres saber son cosas acerca de su obra, este tipo de famosos se relajan y encima son capaces de brindarte algún detalle personal... Esa idea de que la entrevista sea un juego, una especie de caza de la intimidad de la gente, no la entiendo...

–Tal vez sea la parte banal del periodismo: gente que no quiere saber cómo es la gente, sino qué lleva puesto...

–Sí, exacto. La mayoría de entrevistas que me hacen empiezan con una descripción de mi vestimenta. Es deprimente. Intento no prestarle mucha atención. A mí lo que me interesa de los artistas es su arte. Lo demás me da igual. Cuando era joven y leía a los escritores ingleses, no recuerdo haber pensado en cómo eran físicamente. De hecho, no tenía ni idea de cómo eran. Es irrelevante. Ahora parece que eso es lo que más le interesa a la gente.

–Dijo usted algo sobre la necesidad de los libros –de sus propios libros– que recuerda lo que dijo Juan Rulfo sobre Pedro Páramo: buscó un libro así en su biblioteca y no lo encontró, así que lo escribió...

–Es cierto, ocurre. Nos pasa a todos. Vamos a las librerías tras algo que no logramos encontrar. Y acabas escribiendo el libro que necesitas. Pero una vez que lo has escrito, dejas de necesitarlo. Y es duro. Los escritores veteranos suelen decir que entre sus libros siempre hay alguno que les gusta, que pueden releer. Pero a mí nunca me ha pasado. Recientemente hice algo que nunca hago, leerme otra vez. Leí The autograph man (su segundo libro) y tuve la sensación de que había sido escrito por otra persona.

–¿Qué impulso hubo antes de Dientes blancos?

–Me pasé toda la adolescencia enamorada de alguien que no me quería. Se trata de una experiencia común entre escritores jóvenes. Tener un objeto de deseo representa un buen motor para escribir, o para empezar a escribir. Ese fue el impulso.

–Ese libro se convirtió en best seller, se tradujo a muchos idiomas. ¿No le resultó extraño tanto éxito para una chica tan joven?

–Sí, fue increíble. Se puso de moda. Y cuando algo está de moda, todo el mundo lo lee. Fue muy importante para mí. Ahora que han pasado 10 años puedo mirar hacia atrás y disfrutar recordando ciertos momentos, pero entonces lo pasé fatal; recuerdo que intentaba no darle importancia. Me resultaba extraño que de pronto todas esas personas supieran algo de mí. Hoy, sin embargo, me resulta gracioso pensar que en Finlandia me leen... Lo más divertido es hablar con gente que te cuenta que lo ha leído con 14 años... Esto continuará ocurriendo, y las diferencias de edad serán cada vez mayores. Sé que enseñan mi libro en los colegios, obligatoriamente. No estoy de acuerdo con esa obligatoriedad, pero, en fin, lo estudian con otros libros; pero ya el hecho de que te estudien produce una sensación extraña.

–¿Sintió miedo a la hora de abordar otro libro, después del éxito de ése?

–Eso del síndrome de la segunda novela forma parte de las tonterías mediáticas. Soy escritora y no voy a parar de escribir. Escribiré libros buenos o malos, pero continuaré haciéndolo. Prefiero pensar a largo plazo. No es lo mismo escribir un libro pasable que ser un mal escritor. Los malos escritores lo son el martes, el jueves y el miércoles que viene. Pero los buenos, a veces también escriben libros malos. Eso ocurre, es normal. Saul Bellow es un escritor increíble, pero tiene cuatro libros que personalmente considero terribles. Son muy, muy malos. Así es la vida.

–¿Qué es un buen escritor?

–Es difícil de definir. Lo sabes cuando lo lees. Muchas veces se hace obvio en el primer párrafo... Ahí ya sabes que el autor no te va hacer sentir abochornada, que no es ningún tonto, o demasiado pretencioso... Es algo obvio. Aunque el libro no sea de tu estilo, no importa. Hay muchos escritores que no son de mi estilo, pero eso no los convierte en malos. Ballard es un buen ejemplo. A mí no me interesa personalmente, pero es extraordinario...

–En Sobre la belleza decidió enfrentar dos mundos, dos familias, una inglesa y otra norteamericana. Escribió sobre ellas porque quería saber quiénes eran. ¿Conclusiones?

–No sé si las he sacado. Pero haber vivido en Estados Unidos, en 2003, tuvo su efecto sobre mí. Es un país binario, lleno de debate político. Si hay algo que no soporto es precisamente el debate político. Lo encuentro vergonzoso. No puedo verlo en televisión, no puedo leerlo en los periódicos. La gente que habla de política en los bares me resulta muy desagradable. Así que escribir las escenas políticas del libro fue algo extremadamente difícil, porque la política es para mí la peor forma de comunicación. Me hace sentir náuseas. Escribir esas escenas fue una tortura.

–Hay mucho humor en el libro. ¿Se divierte escribiendo?

–¡Espero que mis libros nunca pierdan gracia! A mí lo que me gusta de verdad son los cómicos; me gusta conocer a escritores, pero lo que me encanta es conocer a los cómicos. Y, fíjate, cuando los conoces te das cuenta de que odian a su público, están llenos de desprecio... Cuanto más intelectual sea el cómico, menos chistes cuenta, hasta que el chiste desaparece totalmente y se dedican a atacar al público, como en el caso de Jenny Bruce. No quiero convertirme en alguien como Bruce, pero me gustaría encontrar formas de hacer reír a la gente que no sean tan facilonas. Y espero que en Sobre la belleza el humor nazca de otro lugar que no sea el más fácil o el más ingenioso.

–Pertenece a una generación de británicos que nacieron con Margaret Thatcher y vivieron con Tony Blair. ¿Cómo ve ahora el mundo alrededor?

–Como la gente de mi generación, no estoy interesada en la política, sino en la metafísica. No leo periódicos. Odio todo eso, se lo dejo a mi marido... No es que no me interese el mundo, es que aprendo más leyendo otras cosas. Lo único sobre política lo leo en The New Yorker, que tiene más información sobre la guerra de Irak que la necesaria. De todos modos, no me formo una opinión de algo por un artículo. ¡A veces con Schopenhauer comprendo mejor el mundo! Siento desesperanza, como todos, pero este tipo de apocalipsis que vemos hoy ocurre en cada década, y no hay que darle importancia. A veces pienso que lo que ocurre en Irak es minúsculo al lado de lo que ocurre en Groenlandia. Me sorprendo pensando más sobre los bloques de hielo que se derriten que sobre la guerra. Porque esto es lo que realmente está pasando.

–Mientras hablamos hay escritores como usted que están perseguidos, que no pueden decir sus opiniones...

–Sí, hay escritores en todo el mundo que viven bajo la censura, y yo tengo la suerte de no ser uno, de manera que la pregunta siempre es la misma: ya que tienes la libertad de hacerlo, ¿por qué no escribes sobre política? Es una trampa. Mientras Nabokov escribía Lolita, sus colegas en Rusia se jugaban la vida, y aun así prefirió escribir esa novela. Lolita le ha enseñado más al mundo sobre la libertad que lo que Pasternak pudo hacer en toda su existencia. Mereció la pena. Nabokov simboliza la libertad, y seguirá haciéndolo. No importa cuánto te presione la gente; de un modo u otro, cualquier persona siempre podrá escribir lo que quiera. No digo que no se escriba sobre política; hay gente que sí debería hacerlo. Pero los que no lo sientan como algo natural, no deberían hacerlo.

–La belleza, el asunto de su último libro. ¿Qué es para usted la belleza?

–Es una colección infinita de cosas. Para mí empieza por las caras de las personas. Soy muy afortunada en este sentido. Descubro la belleza al ver a dos personas hablando por la calle, en una piedra, en un árbol, en algún chiste... En la oportunidad de sentarse y leer cualquier cosa. Todo eso es belleza. Por eso no entiendo a la gente que se deprime teniendo tantas cosas bellas alrededor. Me siento feliz y siempre lo he sido. Puedo ser melancólica o sentirme triste, pero no soy capaz de deprimirme. Encuentro muy difícil sentirme miserable durante mucho tiempo. Sin ser religiosa, tengo una especie de sentido del éxtasis religioso. Siempre he sentido alegría. Soy así.

* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.

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