ECONOMíA › DEBATE SOBRE EL KEYNESIANISMO
› Por Héctor Valle *
La historia siempre se repite. Cuando las crisis se agravan y el sistema parece al borde de la muerte, los mismos que ayer impusieron –muchas veces a la fuerza– el libre mercado y las desregulaciones reclaman que el Estado venga en su ayuda. En tal sentido, la reciente intervención de la FED para salvar a los grandes especuladores del Bear Stearns los obligó a contrariar sus propias normas reguladoras para financiar el salvataje por parte de la JP Morgan-Chase, constituye apenas una evidencia más acerca de cómo reacciona el sistema cuando enfrenta una crisis. Una vez que las intervenciones del Estado –cada vez más onerosas y frecuentes– permiten superar el trance y la economía va recuperando su nivel de actividad, casi de inmediato vuelven los reclamos contra la intromisión estatal, centrados en las consecuencias inflacionarias del nivel del gasto público, las subas salariales y el manejo del tipo de cambio como estímulo a la economía interna. Parece ser que en la Argentina estamos volviendo poco a poco, una vez más, a esta situación. Ahora bien, resulta que al reclamo de los dignatarios tradicionales de la ortodoxia se han sumado algunos colegas alineados en la corriente keynesiana. Logran el consabido eco mediático, dado que le suman legitimidad a la movida a favor de bajar el gasto público, postergar los ajustes salariales y, de paso, cuestionar las retenciones.
Como es sabido el keynesianismo nunca fue bien visto por algunos sectores de poder en la Argentina. De hecho, virtualmente estuvo proscripto durante los noventa. En todo caso, lo consideran un “mal necesario” al cual se apela cuando el capitalismo entra en crisis. No les falta razón, toda vez que para Keynes la preocupación principal pasaba por salvar al capitalismo “industrial”, que “dirigido inteligentemente puede resultar probablemente más eficaz que todos los sistemas alternativos”.
(Laissez-faire and Communism, New Republic, 1926). Coherentemente, consideraba como inevitables los colapsos que provocaba la especulación financiera y juzgaba como agravantes del mismo, una vez instalada la depresión, las recomendaciones de la ortodoxia que denominaba “el criterio de la Tesorería”, siempre favorables al ajuste fiscal y el patrón oro.
Lord Keynes no sólo era un intelectual de prestigio, hombre público, operador bursátil y amante de las bellas artes. Tenía un compromiso ideológico muy explícito: “Si he de defender intereses parciales, defenderé los míos ... la lucha de clases me encontrará del lado de la burguesía educada” (Essays in persuasión, New York, Harcoutrt, Brace and Co., 1932) y ello no puede ser ignorado. Políticamente, en su época, no sólo militó en el Partido Liberal, sino que tuvo polémicas célebres tanto con los conservadores como con los laboristas, por entonces menos descafeinados que en la actualidad. En materia de su choque con el partido laborista, Keynes llevó a cabo sus ofensivas a partir de una vigorosa oposición a las ideas socialistas en general y calificando a El Capital como “un manual de economía anticuado que yo sé que no sólo es científicamente erróneo sino que además carece de interés y no tiene aplicación al mundo moderno” (Laissez-faire and Comunism).
Sin embargo, lo cierto es que, como señala Dillar (La teoría económica de JM Keynes, Aguilar Madrid, 1962), la clase obrera británica, allá por los años ’30 y ’40, nunca recibió con mucho entusiasmo las ideas de Keynes. Ello se debió en particular a: 1) su propuesta a favor de postergar hasta la posguerra el ajuste de los salarios devengados durante el conflicto. Esta iniciativa recibió el despectivo nombre de “pastel del cielo” (The Keynes Plan, its dangers to worker, Londres Faerligh Press, 1940) por parte de los sindicatos; 2) el hecho de que, pese a criticar las reducciones en los salarios nominales, advertía que, en la medición de los mismos, debiera incluirse su componente indirecto cuantificado en términos de los bienes libres que les proporcionaba el Estado a los trabajadores.
En realidad, Keynes no ponía objeciones “teóricas” a las reducciones en los salarios nominales. Su actitud era extremadamente realista ya que, en tanto cuestión de política práctica, consideraba que era imposible asegurar el éxito de esa medida sin que diera lugar a huelgas y/o aumentos en el desempleo, cuyo resultado se volvería en contra de la actividad empresaria. En efecto, como resultado no deseado resultaría afectada tanto la continuidad de la producción industrial como debilitada la propensión al consumo de la masa laboral.
La preocupación principal de Lord Keynes era salvar al capitalismo industrial, dándole prioridad a la problemática de corto plazo en una economía madura (decadente, en el caso de la Inglaterra post victoriana). Por lo que al largo plazo se trataba, Keynes consideraba que debía dirigirse la mirada a la obra de Gesell más bien que a la de Marx (por quien, sin embargo, manifestaba un gran respeto intelectual) para encontrar la solución definitiva del problema económico.
En este punto, me pregunto si la discusión que puede generarse a partir de los muy valiosos aportes de Kicillof, Rapoport y Zaiat, debe distraerse en un debate acerca de quién es más keynesiano por estas tierras, sino constituirse en un disparador acerca del cómo seguir en el marco de una concepción actualizada del desarrollo para la Argentina y luego de haber ejercitado exitosamente durante cinco años políticas de clara inspiración keynesiana.
En tal sentido, tengo serias dudas de que encontremos en la teoría keynesiana argumentos suficientes para construir una opción de largo plazo, donde se compatibilicen tasas elevadas de crecimiento con una mejora persistente en la distribución del ingreso. Mi pesimismo al respecto se basa, entre otras cosas, en que el contexto internacional es distinto al de la Inglaterra de entreguerras (ha desaparecido la Unión Soviética, un punto a favor de Keynes), la economía argentina se encuentra lejos de haber agotado sus potencialidades, carece de una burguesía industrial como era por entonces todavía la británica y, principalmente, porque el largo plazo jamás constituyó una obsesión para Keynes, mientras que para nosotros sí lo es y no debemos eludirla.
* Titular de FIDE.
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