ECONOMíA › SEGURIDAD SOCIAL
Desde 2003 se tomaron medidas para favorecer la situación de los sectores más postergados. Sin embargo, las especialistas opinan que es necesario doblar la apuesta y poner en marcha una estrategia de intervención estatal integral.
Producción: Tomás Lukin
Por Laura Golbert *
La recuperación de la Argentina luego de la crisis de 2001 fue sorprendentemente rápida. Dos años más tarde, no sólo se había logrado apaciguar el conflicto social y retomar el funcionamiento de las instituciones políticas, sino que la actividad económica experimentaba una acelerada recuperación. Parecía que había llegado el momento de poner en marcha una estrategia de intervención social que lograra restañar las heridas dejadas por los muchos años de privaciones económicas: la pobreza, el desempleo, la marginalidad no aparecieron con la crisis de 2001, sino que son cuestiones de vieja data.
El gobierno de Néstor Kirchner tomó algunas medidas tendientes a favorecer la situación de los sectores más postergados. Se destacan en este sentido las acciones orientadas a aumentar la cobertura de la seguridad social: amplias moratorias, que permitieron la incorporación de más de un millón de personas al sistema; incrementos en los haberes jubilatorios y en las asignaciones familiares, elevación de los montos mínimos y máximos del seguro de desempleo. Se reactivaron las negociaciones colectivas, se mejoraron los salarios, se aumentó el salario mínimo y se dispusieron medidas para promover el empleo registrado. Se incrementó el gasto en la provisión de agua potable y alcantarillado y también en la construcción de viviendas. En 2005, el Ministerio de Salud de la Nación puso en marcha el Plan Nacer, que tiene como finalidad contribuir a la reducción de la mortalidad materno infantil.
Sin embargo, en la atención a las personas en situación de pobreza e indigencia no hubo avances significativos. El programa para los Jefes y Jefas de Hogar desocupados, que demostró ser eficiente para reducir la indigencia, dejó de tener el lugar central que ocupaba en el momento del estallido de la crisis. Su heredero fue el Plan Familias por la Inclusión Social, destinado a los beneficiarios del viejo Plan Jefes, considerado como vulnerable. Este plan no logró instalarse con la celeridad con la que lo hizo el Jefes. Mientras que este último se distribuyó en pocos meses entre dos millones de hogares, el Familias, en los cuatro años que lleva de funcionamiento, no alcanzó al medio millón de personas. Los otros dos planes que hoy maneja el ministerio también datan de 2003. El de Seguridad Alimentaria, “El hambre más urgente”, dirigido a familias de bajos ingresos y con vulnerabilidad nutricional, es un plan netamente asistencialista. El de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la obra”, que brinda apoyo económico y financiero y asistencia técnica a emprendimientos productivos, tiene una baja cobertura y no se conoce una evaluación sobre su impacto en los hogares de bajos ingresos.
A estos programas se suman otros gestionados desde las provincias o los municipios. Como en el caso de las acciones implementadas desde la Nación, la mayoría de estos programas tienen una limitada cobertura, escaso presupuesto y brindan prestaciones de baja calidad. Con intervenciones de este tipo no nos debe asombrar que la desigualdad, la pobreza y la marginalidad sigan siendo rasgos salientes del mapa social argentino. Si se quiere cambiar esta fisonomía, el camino que se debe transitar es otro: elaborar una estrategia integral de intervención social que dé cuenta de la compleja cuestión social que hoy enfrenta la Argentina. Para diseñarla y ponerla en marcha se deben cumplir, al menos, tres condiciones. La primera es una condición técnica: solucionar la situación del Indec. Para elaborar un plan estratégico es necesario partir de un diagnóstico que detecte los problemas y determine su dimensión. El Gobierno tiene que estar dispuesto, por lo tanto, a promover los cambios necesarios para que ese organismo elabore datos de calidad y confiables.
La segunda condición es económica. El Gobierno debe estar dispuesto a asignar recursos suficientes y a distribuirlos en las distintas provincias y municipios del país de manera que todas las jurisdicciones –y no sólo las más ricas, ni las que cuenten con el favor oficial– dispongan de los recursos necesarios para la ejecución del plan estratégico.
La tercera condición es de naturaleza política. El gobierno nacional, como sucedió en su momento con el programa Jefes y Jefas, debe convocar a los partidos políticos, a funcionarios públicos y a las organizaciones sociales para el diseño de este plan estratégico. Ningún actor político o social, incluyendo el Estado nacional, tiene los recursos ni las capacidades para encarar la tarea de reducir la desigualdad y la pobreza de manera solitaria.
* Investigadora del Cedes.
Por Claudia Danani *
La seguridad social es un capítulo principal de la acción estatal. Representa nada menos que la parte de la política social que presta protecciones con dos rasgos: organizadas alrededor de riesgos en aspectos importantes de la vida personal y social, originados en las formas colectivas de organización y por los que por tanto la sociedad es responsable; y, más importante, quizá, tienen el sentido de derechos.
En la Argentina, la seguridad social estuvo muy “atada” al empleo. Así, los cuatro sistemas incluidos (previsional, de obras sociales, de accidentes laborales y de asignaciones familiares) nacieron dirigidos a los asalariados formales, lo que dio lugar a desigual extensión y calidad de protección, según la situación laboral. Ante las regresivas transformaciones en el empleo, en los últimos años en todo el mundo se cuestionan los modelos que depositan el derecho a la protección en el trabajo asalariado en lugar de dirigirlo a los ciudadanos.
Por su centralidad en la vida de personas y familias, el sistema previsional y el de obras sociales son ejes de observación privilegiados de la orientación de las políticas de seguridad social. Dado que en este mismo diario, pocos días atrás, una columna de Roberto Gargarella y Rubén Lo Vuolo analizó cambios y perspectivas en el sistema previsional, es oportuno avanzar en lo que hace a las obras sociales. En esta área lo que se conoce como “libre afiliación” del menemismo dejó un sistema que funciona como seguro privado, con aportes de titularidad individual, de bajísima capacidad redistributiva y solidaria. A eso se suma que invocando precisamente la solidaridad las dirigencias gremiales impidieron la apertura total, es decir, la competencia con la medicina prepaga. Pero como el carácter personal del aporte posibilita la migración de afiliados, es un secreto a voces que las mismas dirigencias hacen contratos (de dudosa legalidad) con las empresas, para así retener a los afiliados de mayores ingresos y aportes, ofreciendo planes diferenciales. Así rompen con la tradición de prestaciones mínimamente igualitarias.
El resultado es un sistema cuyos habitantes son: empresas que no compiten por calidad y precios, sino por alcanzar esos contratos (cuya existencia la Superintendencia de Servicios de Salud niega) y que ni siquiera asumen riesgos, pues los absorben las obras sociales; un sindicalismo oficial que no impulsa una atención más amplia y solidaria (no cuestiona la individualización del aporte, por caso), sino mayor influencia propia; instituciones públicas de salud que en lugar de ser garantes de derechos sociales tienden a convertirse en seguro de segundo piso cuando obras sociales y medicina prepaga no cumplen; y un Estado con baja capacidad de imponer reglas y controlar su cumplimiento.
A diferencia de lo ocurrido con el sistema previsional, en estos años no hubo políticas que refutaran los fundamentos de la herencia menemista. Dos medidas fueron en dirección correcta: una diferenciación de cápitas, que disminuye algo la selección adversa, y un mayor financiamiento del Fondo de Redistribución. Pero por su modestia ninguna de las dos modifica la estructura ni la lógica de organización, lo que requeriría erradicar la titularidad personal del aporte, sea directamente o por mecanismos de compensación más profundos, que por supuesto afectarían a los afiliados de mayores aportes.
En cambio, vemos resurgir el intento de poner barreras a los afiliados para la elección de entidad, “atándolos” a una obra social. El argumento es conocido: reforzar la solidaridad, apoyando a las instituciones gremiales que están en aprietos por aquellas condiciones de competencia que, al fin, son las de mercado. Además de que es difícil aceptar que el sindicalismo oficial sea garante de solidaridad, esa medida sería un grave error, lo contrario de lo necesario: las autoridades deben poner en caja las prácticas empresarias y sindicales, más que las de las personas, que eligen entre instituciones “realmente existentes”. Mejoremos esas instituciones, en lugar de condenar a las personas a soportarlas. La propuesta suena más a salvataje de organizaciones y dirigencias que a mejora de la atención con criterios progresistas. He aquí un sistema que, por su desigualdad y regresividad, debería ser incluido en las actuales preocupaciones por la igualdad y la distribución. Hay en él mucho por hacer, a fin de iniciar el largo pero imprescindible camino a una seguridad social con criterios de universalismo.
* Universidad de General Sarmiento.
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