ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
Durante algunas semanas los índices de acciones de las principales plazas bursátiles del mundo tuvieron un recorrido positivo. También registraron un sendero de subas papeles de deuda corporativos y soberanos. Los bancos líderes del sistema financiero global dejaron de asustar con quiebras que provocarían pánico entre los ahorristas, aunque esa cobertura de seguridad fue aportada por la inestimable ayuda del sector público. El Citi fue salvado de la bancarrota por la banca central estadounidense (FED) y la segunda entidad alemana, el Commerzbank, tuvo que entregar el 25 por ciento de su capital al Estado a cambio de un auxilio que le permitiera evitar la ruina. Este escenario de supuesto control, sin variables financieras subiendo y bajando en forma alocada, inhibiendo el titular sobre el día “negro” de las bolsas, ha generado un extraño consenso entre ciertos economistas. Con una seguridad asombrosa han decretado que lo peor de la crisis ya ha pasado. Esa afirmación realizada por especialistas locales y del exterior es una interesante manifestación acerca de cómo el discurso dominante aborda los problemas económicos. Esa presumida reflexión la realizan en función de la situación de las finanzas con escasa o nula consideración sobre la economía productiva. Puede ser que el Dow Jones haya alcanzado su piso en los 8500 puntos o que la Reserva Federal vaya a seguir bombeando todos los recursos necesarios para asistir a los bancos en problemas o que las cotizaciones de los bonos ya hayan alcanzado sus mínimos. Pero que esa red de protección financiera derive en la sentencia respecto de que lo peor ya pasó revela la todavía omnipresente lógica financiera que domina el análisis económico. Esto se produce en momentos en que la potencia económica mundial informa que el año pasado se perdieron 2,6 millones de puestos de trabajo, elevando la tasa de desempleo al 7,2 por ciento, el porcentaje más alto desde 1993. En la economía real, lo peor de la crisis todavía sigue estando latente.
La recesión que corre como las agujas del reloj desde Estados Unidos pasando por Europa y Asia presenta un fuerte desafío para las economías latinoamericanas en este año que comienza. El enorme objetivo será detener esas manecillas para que no se acerquen a esta región. La semana pasada México anunció un paquete millonario de estímulo para evitar el impacto de la menor demanda de Estados Unidos, mercado al que destina casi el 80 por ciento de sus exportaciones. Brasil también ha implementado diversas medidas para fortalecer su situación con una intervención activa de Lula da Silva para mejorar las expectativas de los agentes económicos, estimando que el país crecerá el 3 por ciento en 2009. En tanto, Argentina, la otra economía de envergadura de la región aunque varios escalones por debajo de México y Brasil, también ha implementado varias iniciativas en el último mes del año pasado. Esas medidas han tenido como objetivo primordial contrarrestar la fuerte corriente negativa que estaba afectando las decisiones de consumo. No han implicado una erogación relevante por parte del fisco como factor dinamizador de la demanda. En cambio, el ambicioso plan de obras públicas es una faceta relevante de un programa de contingencia para amortiguar los impactos de la crisis internacional. Se presenta necesario para la actual fase de la crisis global, pero resulta insuficiente teniendo en cuenta el desarrollo que está teniendo en los países centrales y la sobrerreación local por parte de multinacionales, como las automotrices, o de grandes grupos económicos, como Techint.
La amenaza, en algunos casos, y la cesantía directa en varios otros son el principal escenario de conflicto de este año. No es el fantasma del default, con el que amenazaron los economistas de la city con su nula rigurosidad, ni el riesgo de una caída abrupta del superávit comercial o incluso su desaparición, como pronostican esos especialistas en el error, ni el derrumbe de los commodities, que se desmiente con el alza de la soja hasta casi 390 dólares en el cierre del viernes último. El mercado laboral, el formal y en especial el informal, será el más sensible en los próximos meses y, en consecuencia, las perspectivas que se ofrecerán para los ingresos de los sectores más vulnerables. Por caso, Paraná Metal, la fábrica metalúrgica de Villa Constitución, que provee de autopartes a las automotrices nacionales y del exterior, empleaba a 1300 trabajadores, quienes desde el 15 de diciembre están suspendidos “preventivamente” por la empresa, ante la caída de la demanda por la crisis mundial, sin cobrar sus salarios y con el fantasma del despido rondando sus cabezas.
El Ministerio de Trabajo interviene con las herramientas que tiene a mano, como la conciliación obligatoria o el mecanismo legal del procedimiento preventivo de crisis. Sin embargo, ante una crisis global y frente a la natural reacción empresaria de comenzar por cortar por lo más delgado –la plantilla de personal–, la política económica se enfrenta a una prueba que excede la imprescindible y activa participación de la cartera laboral. Se trata de constituir un programa integral para abordar en forma simultánea varios frentes, siendo una faceta relevante disciplinar al sector privado que por instinto de supervivencia profundiza la crisis. El Estado debe asumir un papel de centralidad para sostener el funcionamiento virtuoso de la economía, así como también asumir el control de variables claves para evitar el desborde. Si se deposita en los agentes privados la capacidad para eludir la crisis, tendrá el mismo resultado que tratar de convencer a ahorristas de que no retiren sus depósitos en medio de una corrida. Por eso mismo la estrategia de subsidios al capital, que la suspensión de las inversiones de Siderar por parte de Techint puede ser una manera de reclamar fondos públicos, puede formar parte de un programa de contingencia pero no constituir la política central. Más contundente para enfrentar una crisis es el direccionamiento del gasto público a obras y a redistribuir ingresos a favor de los sectores de más bajos ingresos. Esto implica un Estado en expansión en el ámbito económico actuando sobre la demanda efectiva con mayor contenido social, política que tendrá la probable respuesta reaccionaria del poder económico pero que resulta fundamental enfrentarla para evitar costos mayores para los estratos más débiles de la población.
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