ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Una estrategia por encargo
› Por Julio Nudler
Algo de irónico tiene que la Argentina, que al día de hoy no sabe con seguridad si podrá escapar de un default con los organismos multilaterales, se haya lanzado a redefinir absolutamente su economía y diseñar programas de mediano y largo plazo... con financiación del Banco Interamericano de Desarrollo. Y, de paso, contrayendo la consiguiente deuda adicional para pagar contratos especiales con un generoso número de expertos. Parte del dinero permitirá que, en el marco de un muy ambicioso proyecto que empezó a negociarse en tiempos de José Luis Machinea, este martes se celebre un seminario internacional en el hotel Sheraton (¿no podrían haber elegido el salón de actos del Banco Nación, o ello habría sido mal visto por el FMI por potenciar a la banca estatal?) para tratar el siguiente programa: “Componentes macroeconómicos, sectoriales y microeconómicos para una estrategia nacional de desarrollo. Lineamientos para fortalecer las fuentes de crecimiento económico”. Además de expositores como Luis Pagani (presidente de Arcor y de la Asociación de Empresarios Argentinos) y Roberto Rocca (Techint), el cierre estará a cargo de Enrique Iglesias (BID) y Roberto Lavagna.
Como presentación de los trabajos, que teóricamente debieron haber comenzado en julio y culminarán en marzo, se describe en un par de folios “el contexto actual de insolvencia fiscal, fragilidad externa, anemia productiva, ausencia de inversión y niveles insostenibles e inaceptables de desempleo”. Acerca de cómo se llegó a esto, pareciera que toda la culpa la tuvieron factores externos, o exógenos, por los llamados “shocks negativos” sufridos simultáneamente a partir de 1998: la crisis rusa, la devaluación y flotación del real brasileño, la caída en los precios mundiales de los exportables argentinos, la fortaleza del dólar y, eso sí, la absorción del crédito interno por parte del Estado, desplazando al sector privado. No hay juicio alguno respecto de la convertibilidad en sí misma ni se menciona la deuda externa ni el modo como se hicieron las privatizaciones. La cosa se cayó, y acá estamos.
De todas formas, no fue ese breve texto el que generó algunas trascendidas fricciones entre los nuevos responsables del área de Política Económica del Ministerio de Economía, con Oscar Tangelson a la cabeza, y la oficina local de la Cepal, que lleva la coordinación del proyecto según acuerdo sellado en tiempos de Jorge Remes Lenicov y Jorge Todesca. Al parecer, la gente actual de Economía criticó, en general, el perfil demasiado uniforme de los expositores elegidos para ciertos talleres sectoriales y “la exclusión de unos cuantos economistas que debieron haber participado”. El desacuerdo se zanjó, en principio, con la inserción de comentaristas, que puedan discutir las ideas expuestas. Ese papel le fue encomendado, por ejemplo, a Daniel Novak en el taller de Macroeconomía, donde entre otros expondrá el ex viceministro Todesca sobre financiamiento.
El proyecto prevé que para fines del verano se reúnan aquí expertos y consultores internacionales para una revisión final y crítica de los diagnósticos. La idea es que el régimen económico argentino colapsó y el país debe “rediseñar prácticamente desde la nada las reglas centrales del juego económico en sus aspectos cambiario-monetarios, fiscales y financieros”. Lo raro es que semejante tarea pueda emprenderse con independencia de cualquier parámetro político. La estabilización dentro de la crisis, que se vive desde hace cuatro meses largos, con eje en la quietud del dólar y la desaceleración inflacionaria, pone aún más de relieve el descomunal problema político de la Argentina.
A éste se lo puede ver reflejado en un parámetro tan simple como el enorme premio que cualquier inversor en pesos exige por aventurarse en plazos localmente considerados como largos. Aunque por supuesto resalte la persistente y veloz reducción de tasas en las subastas de Letras del Banco Central, la distancia proporcional entre puntas se agranda en lugar de achicarse. En la licitación de anteayer, quienes se arriesgaron al término máximo de 182 días invirtieron a cambio de una tasa del 62,9 por ciento anual, 11,4 veces la pagada por el BCRA (5,5 por ciento) a los colocadores a 14 días.
Este perfil temporal de las tasas expresa la sensación de calma chicha que hay en la economía. Más que las propias incertidumbres económicas (tarifas, deuda externa, conflictos sociales latentes y otras), pesa la absoluta falta de visibilidad política. Pero la desconfianza en cualquier promesa de pago o de renta a plazos que superen unas pocas semanas implica el imposible retorno de la inversión, por más oportunidades que hayan creado los nuevos precios relativos. En estos términos, ni la reactivación se consolida, ni puede asomar el crecimiento. Leídas al revés, las elevadas tasas de interés a plazos de unos pocos meses traducen el escaso valor actual que se asigna al futuro, percepción enemiga de cualquier proceso inversor.
El sosiego relativo de la economía, estancada en la depresión, se explica en parte porque quedaron atrás los meses más febriles del revoleo patrimonial, en el contexto de la intensa fuga de capitales que precedió y sucedió al derrumbe de la convertibilidad. El dólar recogió entonces el impacto del sálvese quien pueda, enviando oleadas de inflación hacia el interior de la economía, con el consiguiente derrumbe en la demanda de los sectores pauperizados. El estallido fue así amainando, mientras el Gobierno evitaba que el río de lava se llevara consigo a la política fiscal y monetaria, y además ajustaba los mecanismos del control de cambios para retener en la economía el superávit comercial (que vino promediando este año casi 1400 millones de dólares mensuales).
La rienda corta frustró todos los pronósticos de hiperinflación, al costo de desatender servicios básicos del Estado (que, claro está, tampoco hubieran podido prestarse en condiciones hiperinflacionarias). En la cuenta del sector público se cargaron además, como deudas documentadas o a documentar, los costos de haber rescatado a toda clase de deudores. Esos pasivos se agolpan en un porvenir que no aparece iluminado por ningún rumbo previsible, y que ojalá quiera responder a los diseños consistentes que imagine un grupo de economistas, siempre que no se caiga la financiación del BID.