Mar 14.04.2009

ECONOMíA  › OPINIóN

Utopía del caos

› Por Eric Calcagno *

Según el diccionario, utopía es el “plan, proyecto, doctrina o sistema halagüeño pero irrealizable”. En una definición menos fría y quizá más operativa, es conocido el concepto de Galeano, para quien la utopía es como el horizonte que marca el rumbo: nunca se llega pero sirve para caminar.

Estamos acostumbrados a las utopías positivas. Raymond Trousson señala en Historia de la literatura utópica, viaje a países inexistentes, publicado en español por Editorial Península en 1995, que existieron 212 utopías desde 1516 hasta 1971, donde siempre se imaginó una sociedad ideal en un mundo remoto. Moro y su Utopía, Bacon y la Nueva Atlantis, Harrington y la Mancomunidad de Oceana inauguran así un género político literario donde la abstracción permite esbozar críticas a la realidad y lanzar líneas de acción, a la vez que asegurar, a veces, la supervivencia del autor cuando los tiempos son violentos. Lo cual no es poco.

El siglo XX completa el ciclo utópico al integrar el lado oscuro: también existen utopías pesimistas. Sobresalen así 1984 de Orwell, Farenheit 451 de Bradbury, Un mundo feliz de Huxley y la película Brazil de Terry Gilliam. Pero estos autores alertan sobre futuros posibles donde la sociedad cae bajo el peso de la burocracia totalitaria o el desmedido afán de consumo, siempre en esquemas culturicidas (digresión: ha fallecido Peña Lillo, cuyos libros fueron quemados apenas ayer, como los de Spivacow).

Bien parece que enfrentamos hoy en Argentina una nueva utopía, aún no formalizada, pero cuya operatividad se observa claramente en el mundo político y constituye el eje de la oposición al gobierno nacional. Es la utopía del caos.

Tiene una realidad, representada por la patronal-rural, que ha soslayado las definiciones de fondo en términos de representatividad y alcance político, a través de la identificación de las entidades con el campo, y del campo con la Patria. Brillante operación simbólica, en la que muchos medios no han estado ausentes. Actúan así sobre un viejo fondo conceptual (“el trabajo de la tierra brinda los alimentos”), muchas veces conservador (“la tierra no miente”) y antipolítico (“quieren sacarle al que trabaja de sol a sol”), corporizado en figuras aceptables para el consumo medio, que es amplificado por los medios de comunicación dominantes.

Tiene una apariencia, que es gran parte de la oposición partidaria, cuando presta el Congreso y se presta a sí misma a representar la corriente ideológica paleoconservadora en estas latitudes; muchos no lo piensan, pero lo aprovechan cuando auguran Cubas y Venezuelas en Argentina. Para el debate, existen mejores argumentos que la irrealidad, pero son de índole política. Nada bueno se hizo nunca sobre el miedo.

Tiene un funcionamiento, que es la articulación de modo ideal o real las quejas formales de los sectores medios-altos urbanos reacios al peronismo; los sectores minoritarios pero activos que se han perjudicado con la política de Derechos Humanos; el sector financiero más especulativo, un poco local y mucho transnacionalizado (como las empresas dueñas de AFJP), y todos aquellos beneficiados por el “orden” diseñado en 1976 y la “prosperidad” modelo años noventa.

Esta utopía también tiene defectos insalvables. Atribuir la paternidad de la recuperación económica al sector agrario, además de contrafáctico, supone ignorar el aporte decisivo de la industria como sector, la inversión pública y la reinversión de utilidades del empresariado como motor y la necesidad de mantener la actividad, defender el empleo y sostener la distribución del ingreso como política. La aparición en el Congreso de la dirigencia rural junto con la mayoría de la oposición marca una nueva separación entre la economía, cuyo eje propuesto es agroexportador, y la política, que recompone y relanza los sectores que compusieron la Alianza. De tal modo, la economía es cedida a la patronal-rural y el gobierno queda reservado para los partidos de la oposición. La separación de la economía y de la política es productora de caos, como lo vimos en el 2001.

Es paradójico que los logros obtenidos por la instrumentación del modelo productivo desde mayo de 2003 queden en un lejano segundo plano, aunque los protagonistas de la protesta rural se hayan contado entre los principales beneficiarios de la política macroeconómica (sostenimiento del tipo de cambio competitivo, aumento del mercado interno, refinanciación de las deudas, para no hablar de subsidios, como el gasoil).

Pero tiene un límite: no alcanza para todos. Los supuestos de esta utopía (un mundo sin retenciones, podría llamarse, o el libre cambio en un solo país) implican regresar a una dinámica económica anterior a 1945, con las formas de relacionamiento social y de representación políticas de ese momento: “Los argentinos somos inmigrantes europeos que queremos el progreso y el bienestar”, se dijo por allí.

Negra utopía, por cierto, que propone un horizonte de fuego para caminar (“vamos a incendiar el país”). ¿Si en vez de una construcción política –con sus virtudes y sus límites– que permita alcanzar la modernidad en la Argentina –proyecto más que utopía, queremos creer– nos encontramos con el llano en llamas? Así, la utopía analizada exige altos niveles de violencia real y simbólica para funcionar. Fue necesario el golpe de 1976 y la represión para desindustrializar la Argentina y, de paso, embrutecerla un poco. Somos cuarenta millones... ¿qué va a ser de los que no viven de la exportación de granos o no obedecen los mandatos rurales? ¿Es el exilio el camino para los diputados que piensen distinto? “Un caos no puede tener la ocasión de ninguna acción y, por lo tanto, de ningún pensamiento”, señala Bachelard. Pensar y actuar pueden ser, entonces, las pistas posibles para evitar la utopía del caos.

* Senador de la Nación por la provincia de Buenos Aires.

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