ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
En el actual terreno de la disputa política-económica resulta habitual que situaciones particulares sean presentadas a la sociedad como de interés general. Un grupo empresario sostiene que en el país no hay seguridad jurídica porque una medida del poder político lo ha perjudicado. A la vez, en algunas ocasiones, el Gobierno transitó ese mismo camino cuando en tono absoluto hizo referencia a comportamientos “egoístas” de industriales o de empresarios del sector agropecuario. También organizaciones sociales tienen comportamientos similares. Pero la realidad es un poco más compleja que la simplificación mediática o la de la tribuna. No es sencillo eludir esas generalizaciones debido a que la comprensión de ciertas dinámicas económicas requiere de un esfuerzo mayor que la inmediatez exigida por los tiempos modernos. Además, los factores de poder van definiendo el consenso acerca de lo que está bien y lo que está mal para una sociedad, lo que termina agudizando la distorsión de cuáles son los profundos intereses de las mayorías. Por eso resulta sorprendente que muchos integrantes de sectores medios y de los postergados adopten ideas y reclamos del poder económico como si fueran propios, pero tiene su explicación en ese proceso de construcción del sentido común. Esta peculiar conducta social ha sido, entre otros, uno de los grandes logros del neoliberalismo.
La difusión de las ideas liberales a escala mundial es un destacado fenómeno de las últimas décadas. El análisis superficial concluye que esta etapa histórica es consecuencia de la imposición de ciertas políticas económicas por parte de la banca internacional o de organismos financieros como el Fondo Monetario y el Banco Mundial. La cuestión es un poco más compleja, debido a la intervención de diferentes actores sociales y políticos que fueron moldeando un sentido común neoliberal. Esa producción se fortalece en varios circuitos de comunicación (think tanks y medios periodísticos, entre los más destacados) que apuntan a la formación de opinión pública a escalas lo más amplias posibles.
En el documento “Think tanks, fundaciones y profesionales en la promoción de ideas (neo)liberales en América latina”, el doctor en Ciencias Sociales Daniel Mato explica que “la legitimación social que las ideas (neo)liberales han alcanzado en ciertos circuitos no procede sólo del trabajo de las redes transnacionales, sin que está asociado también a algunas significativas experiencias políticas y económicas ocurridas en las últimas décadas”. Menciona que esas políticas no sólo fueron aplicadas a la fuerza, como en el Chile de Pinochet, o engañando a la población con promesas electorales que sugerían otro tipo de medidas para luego aplicar las del ajuste (Menem-Cavallo). Por diferentes fuerzas convergentes, esas ideas ya son parte del sentido común de importantes grupos de la población y, en algunos casos, de mayorías electorales. Así esas concepciones no sólo capturaron a ciertos partidos políticos, cámaras empresariales y otros factores de poder, sino que se extendieron a gran parte de la sociedad.
Esa influencia ha alcanzado una asombrosa penetración hasta en sectores sociales insospechados de caer en esa trampa. Este insólito comportamiento se revela, por ejemplo, en la utilización de la palabra “clientelismo”, concepto nacido de las usinas del pensamiento conservador. Esas usinas, que van orientando el lenguaje y el debate de políticas en el espacio público, han tenido un indudable triunfo cultural cuando organizaciones sociales, críticas del neoliberalismo, levantan banderas con consignas referidas a combatir el “clientelismo”. Esa definición es precisamente el caballito de batalla del establishment para cuestionar al Estado cuando instrumenta políticas públicas para acercar recursos a los sectores populares. Esto no significa que no se deba cuestionar su distribución para mejorar el alcance de los planes, pero poco aporta en la necesaria construcción colectiva de otro sentido común la repetición de ideas que encierran prejuicios de grupos reaccionarios. Estos no consideran la existencia de “clientelismo” cuando fondos públicos se aplican a satisfacer demandas de sectores medios de la sociedad o a financiar promociones industriales. Esas relaciones “clientelares” reciben la aprobación generalizada, reacción que no se reitera cuando se trata de medidas que implican el giro de dinero hacia los pobres. La palabra “clientelismo” en boca de dirigentes sociales o de políticos del arco del progresismo provoca un fabuloso éxtasis en voceros mediáticos de la corriente conservadora, que saben cómo ocuparse en forma activa y persistente en la formación de la opinión pública.
El investigador venezolano Mato explica en su investigación que “en estos tiempos de globalización los procesos de producción social de representaciones de ideas social y/o políticamente significativas, sean las (neo)liberales u otras, son procesos de construcción de ‘sentido’, de creación y circulación de significados, de prácticas de resignificación, en las que participan actores nacionales y transnacionales”. Por ese motivo, resulta relevante no ser ingenuos y estar atentos, porque de esa manera en cuestiones del área económica y social se construye “hegemonía” en torno de la defensa de intereses de una minoría poderosa, a través de su “naturalización” en la sociedad por la producción de cierto “sentido común”, que el establishment lleva a cabo en forma paciente y perseverante.
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