ECONOMíA › PANORAMA ECONóMICO
› Por Alfredo Zaiat
En una crisis global de proporciones que provoca un derrumbe del intercambio de bienes internacional, el efecto negativo es inmediato sobre el nivel de actividad doméstico, debido a la merma del comercio exterior. Ese canal de trasmisión de la crisis tiene mayor o menor intensidad según el grado de apertura externa. Del mismo modo que depende del nivel de integración a las finanzas globales el golpe que recibe la economía por shocks especulativos. Se sabe cómo actuó cada uno de esos dos canales de trasmisión de la crisis en la economía argentina a partir de la debacle global de 2008, con la caída del Muro de Wall Street. El primero tuvo muchísima más relevancia que el otro, debido a la desconexión forzada por el default y la posterior renegociación con fuerte quita de la deuda en cesación de pago. De acuerdo con los antecedentes de décadas pasadas, hoy se presentaría el escenario propicio para que el extraordinario enfrentamiento político mediático termine influyendo en la evolución de la economía local. Es lo que parece que intentan integrantes destacados de las cámaras empresarias más poderosas (UIA y AEA). Pero no les resulta tan sencillo porque el canal de transmisión de tensiones políticas a la economía no tiene un impacto previsible e ineludible. Pese a que lo ensayan con denuedo pronosticadores de la city con diplomas de licenciados en Economía y sectores empresarios especializados en fugar capitales, con bien dispuestas fuerzas políticas para la claque, el crecimiento acelerado de la economía no sufre alteraciones. En otros momentos históricos, peleas políticas, negociaciones con el FMI, batallas con grupos empresarios (por ejemplo, con el conglomerado Yabrán) o incertidumbres electorales provocaban corridas cambiarias, alza de las tasas de interés para retener depósitos que huían por temor, caída de las cotizaciones de acciones y títulos públicos. La evolución del dólar durante los ’80, del índice bursátil en los ’90 y del indicador riesgo país a fines del siglo pasado actuaban de termómetro del clima político, empresario y económico. Hoy esas referencias financieras tienen muy escasa influencia en la definición de la tendencia de la economía. Esta saludable respuesta constituye un notable avance que permite observar con menos vertiginosidad y más fidelidad a los actores en disputa, al quedar parcialmente neutralizada la angustia social por el miedo a eventuales temblores provocados por la puja política mediática.
Economistas del establishment enojados con el actual rumbo político-económico han intentado, y lo siguen haciendo, establecer escenarios futuros inquietantes. A medida que sus pronósticos no se cumplen van corriendo el horizonte de sus predicciones. Así lo hacen una y otra vez en un penoso espectáculo que no queda expuesto en ridículo solamente por la impunidad del poder. Frente a tantos fallidos, ahora dicen que las peleas por Papel Prensa y Fibertel ensombrecerán el segundo semestre del año, que el 2011 será mediocre y que la situación empeorará en 2012 por el imprescindible ajuste que promueven. Esa evaluación tiene la misma rigurosidad de pasadas estimaciones, que colisionaron contra fríos números de la realidad. Ese desparpajo analítico requiere un necesario regreso a las fuentes y a uno de los economistas más brillantes el siglo XX, John Kenneth Galbraith. En su última obra, La economía del fraude inocente, su legado teórico e intelectual de 120 páginas, afirma que “en el mundo de la economía y, especialmente, en el de las finanzas, la predicción de lo desconocido e incognoscible constituye una labor muy estimada y, con frecuencia, bien recompensada. Además puede ser la base de una carrera lucrativa. Es de aquí de donde proceden las opiniones supuestamente bien informadas sobre las perspectivas de la economía en general y de las empresas en particular. Los hombres y mujeres que se dedican a esta actividad creen poseer el conocimiento de lo desconocido, y quienes los escuchan confían en que es así. La idea es que tal conocimiento es el resultado de la investigación. Sin embargo, como lo que sus clientes quieren oír es una predicción de la que puedan aprovecharse y obtener algún rendimiento, la esperanza y la necesidad ocultan el hecho de que tal predicción es imposible”. Galbraith explica las razones de la supervivencia de esos gurúes pese a las equivocaciones. “El error compartido goza además de una buena protección. Ya no se trata de una cuestión personal. El mundo financiero sostiene a una comunidad grande, activa y bien remunerada, fundada en una ignorancia ineludible pero aparentemente sofisticada.” Para agregar que “es importante insistir en este punto: dada la influencia impredecible pero inevitable de la economía en su conjunto, es claro que quienes pretenden describir el futuro desempeño financiero de una industria o empresa no lo conocen en realidad; trátese de empleados o de analistas independientes, no saben de qué están hablando y, por lo general, no saben que no saben”.
Galbraith realizó un aporte excepcional al crear el concepto “La sabiduría convencional”, al que define como el conjunto de las creencias aprobadas socialmente, las cuales al ser confrontadas con la realidad se observa que no tienen una correspondencia y que sólo se sustentan a fuerza de su imposición social, política y económica. En base a ese concepto se entiende el razonamiento de toda su crítica a la teoría económica dominante, a la manera en que se enseña, así como el origen de las concepciones que se reproducen empobreciendo a muchos países. Además de aportar a la confusión general para beneficiar a grupos económicos poderosos, a los que Galbraith incorporó en la categoría “corporaciones”.
Rescatar ese concepto es muy oportuno en estos momentos de marcada tensión por el enfrentamiento de un grupo económico cuyo principal negocio son los medios de comunicación y el Gobierno. Una de las líneas sobresaliente del trabajo de Galbraith se refiere a la intervención de las corporaciones en la economía y a su vínculo con el poder político, hasta buscar su subordinación. En su última obra reafirma su tradicional crítica a la supremacía y dominio de los grupos empresarios, a los cuales define como “las grandes corporaciones, las que dominan y manipulan al mercado y a los Estados”. De acuerdo con su análisis, las corporaciones no están al servicio del mercado ni del consumidor, sino que se organizan y manipulan para crecer más y más, persiguiendo objetivos propios de desarrollo. “Objetivos plutocráticos y políticos aunque lo político no es esencial, sino sólo una forma de intervenir y dominar el mercado”, advierte. Ese comportamiento de esa clase de empresas sólo se hace visible en los grandes escándalos. Estos fueron, en los últimos años en Estados Unidos, Enron, Worldcom, Arthur Andersen, Lehman Brothers, AIG. Como si hubiera sido escrito para interpretar estos agitados días de la realidad argentina, esos escándalos, aseguró Galbraith, “desgarran la niebla que cubre la cúpula del poder y permite observar sus entrañas a los mortales”.
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