ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
”Como Jamie (Galbraith), yo también creo que la macroeconomía ortodoxa está acabada; lo que pasa es que no todos los zombies que la practican reconocen que están muertos.”
L. Randall Wray, profesor de Economía de la Universidad de Missouri-Kansas City, conferencia dictada en el simposio de la Allied Social Sciencie Associations, organizado por la American Economic Association, Denver, enero 2011.
Los inocultables inconvenientes que comenzó a enfrentar el Gobierno en materia económica tienen en el área fiscal un frente complejo. No sólo por mayores tensiones en las cuentas públicas, sino porque el análisis dominante está moldeado por ideas ortodoxas sobre el manejo de las finanzas del Estado. En esa concepción existe una suerte de mundo óptimo de cuentas en equilibrio o, mejor aún, en superávit. Ese resultado es un fin en sí mismo, sin importar cómo se obtiene o cuál es el impacto en la economía. Por ese motivo el ajuste es la vía reiterada en los insistentes consejos de economistas y analistas enrolados en la corriente de pensamiento de la ortodoxia, aunque también están acompañados de algunos heterodoxos. Evalúan la situación fiscal separada del resto de variables macroeconómicas claves. Para ellos es lo mismo si el mayor gasto público, que erosiona la solidez de las cuentas, se debe a crecientes pagos de deuda, como en los noventa, o tiene su origen en fondos orientados a obra pública, subsidiar actividades generadoras de puestos de trabajo o a fortalecer la asistencia social. No les interesa el destino de esos recursos, que obviamente tienen efectos diferentes en las bases del crecimiento del Producto. Sólo se ocupan de si pueden generar déficit fiscal. Esa obstinada fijación en las cuentas públicas, que irradia un escenario de incertidumbre convocando el fantasma de peligros inminentes, requiere de fuertes antídotos para no caer en las trampas del fanatismo fiscal de los zombies.
Las cuentas públicas no se analizan por separado del esquema de la política económica general y su patrón de funcionamiento, puesto que se trata de esferas conectadas. La consistencia de la política fiscal sólo puede juzgarse en el contexto de un determinado régimen económico, que incluye los objetivos globales de la política pública. Evaluar en términos puntuales el saldo de las cuentas públicas, como es usual en el análisis convencional, no permite saber cuál es el grado de solvencia fiscal. Es clave identificar entonces los mecanismos que vinculan las diferentes esferas de la macroeconomía para lograr una caracterización precisa de los determinantes de la trayectoria del sistema fiscal.
El marco conceptual lo brinda el colombiano Pascual Amézquita Zárate en la investigación El déficit fiscal y desarrollo económico al afirmar que “un paradigma del modelo económico predominante es que el déficit fiscal ha de evitarse pues acarrea efectos nefastos. Pero hay evidencia que muestra cómo desde principios del siglo XX se aplicó la palanca del déficit fiscal para impulsar el desarrollo económico. ¿Por qué se renunció a un modelo que permitió el crecimiento vertiginoso de economías de mercado como Estados Unidos, Alemania o Japón? ¿A quién beneficia el modelo del equilibrio fiscal?”. Amézquita Zárate concluye que el gasto público y el déficit no son un obstáculo para el desarrollo, sino una palanca del mismo, que la única restricción importante es que la expansión no tenga como destino la esfera financiera, o sea la especulación o para cubrir quebrantos de bancos, como han hecho Estados Unidos y Europa, sino que se irradie al sector real de la economía.
En términos prácticos, esa concepción enfrenta en la economía argentina algunas limitaciones, por la preeminencia del discurso fiscal ortodoxo y por la existencia de estrechos márgenes de financiamiento. En perspectiva histórica, la situación fiscal, excluyendo los aportes de otras fuentes (Anses, adelantos y ganancias del BCRA), no es inquietante. Pero persisten márgenes rígidos para el despliegue de la política fiscal, que el kirchnerismo ha forzado, por ejemplo con el pago de deuda con reservas. Una de esas restricciones está marcada por la experiencia de los ’80, cuando el creciente déficit fiscal originado por la carga de la deuda y subsidios a grandes empresas fue monetizado, cuyo desenlace fue un descalabro económico. La otra, en los noventa, cuando el previsible desequilibrio fiscal de un esquema de convertibilidad fue financiado con más deuda y liquidación de activos públicos con las privatizaciones. Esto derivó en un fuerte aumento de los pasivos estatales hasta niveles insostenibles que terminó en default. La cesación de pagos cerró el acceso al mercado voluntario de crédito a tasas adecuadas.
De esa forma quedaron restringidas dos vías tradicionales de financiamiento de la economía. Con muy poco margen para emitir con el objetivo de cubrir las cuentas fiscales, aunque el desequilibrio sea poco relevante, como hacen gran parte de las economías en el mundo. Y sin posibilidad de colocar deuda en el mercado para cubrir vencimientos o financiar desequilibrios de las cuentas por el prolongado castigo del mundo financiero por la declaración de un inmenso default.
El superávit fiscal fue entonces la variable de sustentación económica y política de los primeros años del kirchnerismo. Ese excedente permitió asegurar el pago de la deuda con independencia del humor de los mercados financieros. Los superávit gemelos (fiscal y comercial) aseguraron un marco sólido para hacer frente a los vencimientos externos: el Gobierno disponía de los pesos del saldo fiscal para comprar los dólares (en el mercado o al Banco Central) provenientes del intercambio comercial, y con ellos pagar la deuda.
El propio desarrollo de la dinámica económica exigió dar más respuestas fiscales a crecientes demandas. Una vía para eludir restricciones y ampliar el margen fiscal fue pagar deuda con reservas. Al mismo tiempo el superávit se fue reduciendo, aún más en la fase recesiva del ciclo durante 2009, como estrategia para evitar un retroceso más intenso del nivel de actividad y sus consiguientes costos sociales. Este año se presenta con una situación similar, partiendo de un frente fiscal menos holgado.
No es usual que las economías mantengan superávit de las cuentas públicas por mucho tiempo. En el caso argentino fue inédito por sus antecedentes. El repentino saldo fiscal positivo se convirtió rápidamente en un fetiche. Por eso resulta importante precisar las fuentes de ese superávit, para relativizar las voces que reclaman su inmediata recuperación, puesto que su origen estuvo asociado a tres fenómenos vinculados con la megadevaluación de 2002. Primero, el aumento de los ingresos del Estado por la recuperación de la economía y reintroducción de las retenciones a las exportaciones agropecuarias beneficiadas por un tipo de cambio real muy alto. Segundo, el ajuste inicial del gasto público. Por último, la menor incidencia de los pagos de los servicios de la deuda por el default y posterior reestructuración de los pasivos externos.
Desde una perspectiva histórica, tanto la economía local como las cuentas del Estado han logrado resistir con una mayor solidez que en el pasado el impacto negativo de la crisis internacional. Un aspecto crucial en el frente fiscal es evitar hoy a los zombies de la ortodoxia, que atemorizan con el efecto inflacionario de la expansión del gasto público. Ni en años anteriores ni en éste, el fiscal fue motor de la inflación.
Las fuentes de los recursos para financiar las cuentas públicas necesariamente adquieren mayor complejidad. Por eso las tensiones que surgen en el frente impositivo. Algunos fanáticos fiscalistas sugieren, sin decirlo abiertamente, recuperar el superávit con la vía rápida de la devaluación, como en el 2002, que implicaría elevados costos sociales y laborales. Otro camino es conseguir mayor eficiencia en la recaudación, la eliminación de privilegios tributarios, como la exención de Ganancias a la renta financiera y a los ingresos de los jueces, y sostener el marco general del crecimiento económico. A la vez, consolidar el patrón de expansión del gasto público, que ha implicado una erosión progresiva del superávit fiscal, enfatizando el sesgo anticíclico orientada hacia el beneficio social evitando el despilfarro o la inversión improductiva. De ese modo, la economía se capitalizará resguardando el círculo virtuoso de aumento del Producto, más recaudación y más gasto, eludiendo el ajuste que ofrecen los zombies.
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