ECONOMíA › OPINION
› Por Alfredo Zaiat
“Desaceleración económica/Dato negativo por segundo mes consecutivo. Admitió el Indec una fuerte caída de la industria en mayo.” Fue la volanta y el título del artículo publicado en La Nación el 23 de junio de 2012. El archivo de los diarios del primer semestre del año pasado muestra noticias económicas de ese tipo en una secuencia sin interrupciones, reflejando la brusca desaceleración de la actividad económica. La campaña agrícola había sido también negativa por el impacto de la sequía. En mayo de ese año, la producción industrial había bajado 4,6 por ciento en relación con el mismo mes de 2011, año de intenso crecimiento. Esa fuerte caída fue porque la comparación interanual fue contra una base alta. Lo mismo está sucediendo ahora con casi todos los indicadores económicos, pero en sentido opuesto. La comparación interanual de la recuperación ahora es en relación con una base baja y, por ese motivo, las variaciones son a tasas chinas. Esas estadísticas y las del año pasado son proporcionadas por el Indec, y si son “verdaderas” cuando bajan, tal como se puede leer con el peculiar “admitió” en cientos de crónicas periodísticas del año pasado, no se transforman en “mentiras” cuando suben. A partir de la crisis del Indec, cada uno es libre de brindar su voto de fe a diferentes altares de las estadísticas, pero no es muy prolijo acomodarlo según el signo de las cifras.
La incredulidad de analistas y grandes medios por la información que indicó que la actividad económica registró un aumento interanual del 7 por ciento en abril y del 4,1 por ciento, comparando todo el primer cuatrimestre con igual período de 2012, según el Indec, expresa la frustración de que la realidad no se acomoda a sus deseos. Uno de sus exponentes fue Juan Llach, colaborador estrecho de Domingo Felipe Cavallo en los noventa y ministro de Educación de la Alianza, en un artículo publicado en El Cronista el miércoles pasado (“El nuevo relato del Indec: el PIB creciendo 3% en 2013”). Como se mencionó, esas cifras responden a variaciones estadísticas respecto de unos muy malos meses de la economía. El actual comportamiento de la economía no es un tren a toda velocidad, como puede hacer suponer esos porcentajes al alza. La actividad dejó de caer y ha comenzado una leve recuperación a nivel global, con movimientos heterogéneos en la industria, destacándose la intensidad de algunos bloques, como el automotor y la construcción, sumados a una mejor cosecha agrícola.
El dato relevante de la evolución de los indicadores de la actividad económica no es la magnitud de las variaciones, sino que no ha habido la recesión y/o estancamiento que desde hace más de un año han estado pronosticando los hombres de negocios dedicados a la comercialización de información económica. En contraste, el modelo brasileño propuesto como sendero a imitar acumula dos años de mediocres desempeños y no logra aumentos significativos de los principales indicadores en éste, pese a comparaciones interanuales de bases bajas, lo que refleja el estancamiento de su economía. La Argentina, en cambio, sí ha podido recuperarse. La diferencia es porque Brasil insiste en aplicar una política fiscal y monetaria contractiva.
La desilusión que padece la secta de la ortodoxia por el repunte de la economía la disfrazan cuestionando al Indec, recurso habitual facilitado por el Gobierno por su forma de abordar los cambios en el sistema nacional de estadísticas públicas. De esa forma, eluden el debate sobre los motores de crecimiento de la economía argentina. Estos son alimentados a contramano de los postulados del ajuste a la demanda agregada (consumo, inversión, gasto público y el saldo comercial –exportaciones menos importaciones–), receta que con mensajes más sutiles también proponen miembros considerados heterodoxos.
El otro aspecto notable se encuentra en que quienes cuestionan las cifras del Indec tienen record de fallidos estrujando números. Varios de ellos lanzados a la arena política y otros recluidos en claustros universitarios privados. Entre tantas declaraciones convocando a la crisis la más desopilante fue la del candidato abandonado Roberto Lavagna, que en declaraciones a radio Mitre afirmó hace apenas dos meses que la economía argentina “ya está en semi recesión”. Como se sabe, la mujer no puede estar semiembarazada. Una economía está o no está en recesión. Y las últimas cifras reflejan que no hubo y no hay recesión, aunque sí hubo una brusca caída del Producto Bruto Interno el año pasado.
Este diario publicó anteayer un preciso análisis de Federico Kucher sobre las claves para entender la mejora del indicador de actividad económica, mencionando los siguientes factores: el impulso dado por la favorable cosecha y el aumento de las exportaciones del campo, el mayor dinamismo de la industria automotriz y también de sus exportaciones a Brasil, el repunte de la construcción por obra pública (infraestructura) y privada (residencial y programa Procrear), el alza de la inversión privada (alimentada por las líneas crediticias ordenadas por el Banco Central) y la solidez del consumo debido a la estabilidad del empleo y el salario.
La economía no ingresó en una etapa recesiva pese al contexto internacional adverso (pobre comportamiento de la economía brasileña), factores locales (sequía) y medidas de administración del comercio exterior (control de importaciones) y de la cuenta capital (freno a la fuga de capitales). Para contrarrestar los efectos negativos, a partir del segundo semestre empezaron a aplicarse medidas fiscales y monetarias anticíclicas, expansivas. La posterior incredulidad por la evolución de las variables económicas de los transeúntes de la vereda de la ortodoxia se origina en que hacen pronósticos pensando que la gestión económica debería seguir sus lineamientos. Como no es así, la descalifican, y así siguen jugando a los autitos chocadores con la realidad. La sorpresa que muestran ante la recuperación tiene la misma dimensión de la pereza que exhiben para estudiar la dinámica de la economía local, condicionados por sus anteojeras ideológicas.
La propuesta que siempre tienen a mano para enfrentar contextos desfavorables es el ajuste por el lado de la demanda, ya sea reduciendo el gasto público, aplicando una política monetaria contractiva y limitando la política de ingresos vía reducción del salario en términos reales. Ante cada acontecimiento que en los últimos años ha puesto en tensión la economía la invitación fue a instrumentar esas medidas. La promesa es que de esa forma se pueden resolver situaciones críticas descansando en la supuesta reacción positiva de la inversión privada, resumida en los gaseosos conceptos “confianza” y “seguridad jurídica”. No es necesario hacer el esfuerzo de leer un texto de historia reciente sobre la década del noventa para saber que el saldo de esa estrategia es agudizar la crisis. Es suficiente observar la actual experiencia europea de ajuste recesivo denominado plan de austeridad.
En estos años, la gestión económica desafió los mandatos de la ortodoxia ante cada circunstancia que la puso en complicaciones. Lo hizo con las retenciones, desplazando al FMI como auditor de la economía, con el fin de las AFJP, utilizando reservas para pagar deuda, modificando la Carta Orgánica del Banco Central, estatizando YPF, sosteniendo el dinamismo de la negociación salarial en paritarias, ampliando la cobertura previsional y aumentando las jubilaciones, defendiendo una política fiscal y monetaria expansiva, profundizando la administración del comercio exterior y avanzando en la necesaria regulación de la cuenta capital (control cambiario). Esta última iniciativa fue la que provocó más irritación porque pone en cuestionamiento una injusticia que se había naturalizado: que las reservas están para financiar la fuga de capitales.
La ruptura de ese injusto en términos sociales circuito de abastecimiento de dólares para una minoría intensa con elevada capacidad de ahorro es vivido como una tortura financiera. De ahí la denominación mediática de un nuevo régimen cambiario que, obviamente, ha tenido costos económicos y políticos. Lo que no se menciona es que las reservas son de toda la sociedad; no de una minoría privilegiada y, a veces, hasta economistas de la heterodoxia quedan capturados de la utilización de palabras con significados más profundos que una simple definición periodística, revelando un cepo conceptual sobre el sentido que tiene desafiar el desenlace histórico de la restricción externa. Una de las formas elegidas, además de cerrar el grifo de las reservas para la fuga de capitales, es el blanqueo de capitales. El Cedin, que mañana comienza a circular en el mercado, tiene la pretensión de ordenar el mercado cambiario y sumar reservas al Banco Central. No es lo último que queda en el arcón de las herramientas de política económica para alejar el fantasma de la restricción externa.
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