ECONOMíA
› PANORAMA ECONOMICO
Luces prendidas
› Por Alfredo Zaiat
Una de las normas básicas que los gurúes del management moderno difunden como verdad revelada a los hombres de negocios que deciden en las grandes compañías se refiere a la imprescindible capacidad que deben tener para adaptarse a los cambios. La habilidad para leer el proceso político, económico y social donde desarrollan su actividad se convierte en una de las armas fundamentales para ganar, pontifican esos especialistas de organización y gestión de empresas. Un dedo levantado de Kirchner en la mesa servida por la dama de la TV, Mirtha Legrand, sirvió para disciplinar a los banqueros que jugaron en las elecciones a favor de Menem, quedando el tema de las compensaciones y otros reclamos en discretas negociaciones y fuera de la agenda pública. Un mensaje del Presidente por cadena nacional abortó la rebeldía dolarizadora de una Corte desprestigiada que todavía pensaba que tenía poder, y desde entonces uno a uno van cayendo los miembros de la denominada mayoría automática. La indiferencia de los primeros meses de la Casa Rosada a las voces conservadoras del establishment terminó por alinearlos, lo que derivó en el archivo de las críticas despectivas sobre la ausencia de plan económico. Se sabe, según revelan esos expertos del management, que algunos ejecutivos son más rápidos que otros para entender que van mutando los gustos y humores de las sociedades. Y todo hace concluir que las privatizadas todavía no se dieron cuenta de que ha terminado la década del ‘90. Insisten con comportamientos que están fuera de época, como la estrategia de presión de la francesa EDF (Edenor) de invitar a un contingente de diez periodistas a pasear por París para cerrar el tour con un reportaje al número dos de la compañía, Gerard Creuzet, en tono de apriete al Gobierno por las tarifas.
La actitud de la mayoría de las privatizadas sigue siendo parecida a la de nuevos ricos, categoría que bien les cabe por las ganancias extraordinarias obtenidas en la década pasada. Postura que en estos momentos colisiona en un país que registra la mitad de la población en la pobreza. Ahora no hay una sociedad que, alentada por Doña Rosa, reclama la provisión de servicios públicos en manos privadas, sino una que pide un poco de paz para sus escuálidos bolsillos.
Les guste o no, las privatizadas, como los bancos y la Corte, hijos dilectos del menemismo, se han convertido en símbolos de la crisis incubada por años durante la fantasía de la convertibilidad. Si el FMI, sindicalistas y la corporación política han reacomodado sus discursos, tarde o temprano los actuales dueños de las privatizadas o aquellos que los reemplacen sabrán encajar en los nuevos tiempos. Proceso de adaptación que no será una misión altruista, como no lo es la de banqueros y grandes empresarios, sino que se trata simplemente de una cuestión de negocios debido a que Argentina sigue siendo una fuente de rentas elevadas.
En ese tránsito del poder económico de colocarse en el lugar adecuado para recibir la brisa de los renovados vientos políticos, el Gobierno corre el riesgo de abusar de una estrategia que, dado que la emplea con asiduidad y con éxito, parece que le fascina. Golpear fuerte sobre la mesa, arrinconar a quien considera su enemigo, emprender una batalla mediática y, finalmente, sentarse a negociar. El peligro reside en que de tanto utilizar esa vía se convierta en poco efectiva o, en todo caso, previsible para el contrincante. Y más importante es que como en toda negociación algo se concede al final se produzca una corriente de desilusión en aquellos que se aferraron al discurso inicial de ruptura. También es cierto que, después de vivir un terremoto económico y social, las expectativas de la mayoría son bastante modestas. Y que en ciertas áreas, como la de avanzar sobre los juicios a los militares o la renovación de la Corte con Eugenio Zaffaroni, el Gobierno va más lejos que lo que la sociedad aspiraba.
Ahora bien, con las privatizadas (correo, aeropuertos, peaje, agua y eléctricas) no resulta muy claro cuál es la política que se quiere implementar. Esa nebulosa puede ser fruto de que un sector del Gobierno aspira a la estatización, otro a la relicitación para conseguir el desembarco de nuevos jugadores –con preferencia de nacionales y estadounidenses– y un tercero a renegociar los contratos con los actuales operadores. La ambigüedad no es buena consejera cuando en el medio están usuarios con poca paciencia, como lo demostraron los vecinos de Barrio Norte que recuperaron las cacerolas para protestar por un apagón el jueves pasado a la noche.
En el conflicto específico con las eléctricas, el terreno está dividido en el bando que habla obsesivamente de las tarifas y en el otro que pone el acento en las inversiones. Con el precio del servicio mucho se ha escrito y debatido. Pero no tanto con el dinero aportado por las compañías para ampliar y mejorar la prestación. Sólo se presentan cifras millonarias, proporcionadas por las propias empresas, que no tienen la verificación de los entes de control porque en algunos casos no ejercieron su tarea con idoneidad y en otros no estaba contemplado en los contratos mecanismos de seguimiento de las inversiones, como en las eléctricas.
Aquí van algunas líneas para relativizar la idea de que la sociedad no les reconoce a las privatizadas haber invertido montañas de dólares durante muchos años:
- En los últimos años de los ‘80 se produjo una profunda desinversión en las entonces empresas estatales.
- Esa política produjo un deterioro dramático en la calidad de los servicios prestados a la población.
- De ese modo, esa estrategia fue funcional para contar con el consentimiento para un acelerado y masivo plan de privatización.
- La simple rehabilitación y recomposición de niveles mínimos de los servicios fue el objetivo inicial.
- Según las estimaciones oficiales, las inversiones comprometidas en los contratos por las privatizadas se ubicarían, en 1994, en torno del 1 por ciento del PBI para decrecer, a partir de 1995, del 0,8 por ciento.
- Tales montos de inversión ascenderían a un promedio anual cercano a los 2600 millones de dólares en el trienio 1993-1995, nivel que representaría apenas las dos terceras partes de la formación de capital realizada por las empresas estatales, en promedio, durante el trienio 1980-1982, y al 55 por ciento de la correspondiente al período 1986-1988.
- En la segunda mitad de la década del ‘90, esos niveles de inversión, que como se mencionó fueron menores que los del decenio anterior, comenzaron a descender hasta umbrales extremos en el 2000.
En ese marco, además, las privatizadas tuvieron una actitud generalizada de realizar inversiones con importaciones sustitutivas de la producción doméstica. Política que derivó, además de transferencias de utilidades vía comprar intrafirmas, en el desmantelamiento y desaparición de una proporción elevada de tradicionales proveedores locales de esas empresas de servicios públicos.
En resumen, las privatizadas realizaron importantes inversiones al comienzo de su gestión para recuperar la descapitalización anterior debido a la ausencia del Estado en esa materia. Luego, recuperado el servicio, con tarifas elevadas registraron ganancias extraordinarias, distribuyendo la mayor parte entre los accionistas y poco y nada en inversiones de expansión. Carencia que ahora se padece, y que las compañías quieren financiar vía tarifas.
Ante tanta oscuridad hace falta un poco de luz en esa batalla mediática, juego de palabras obvio en estos días pero oportuno como las velas para el verano tórrido que se espera.