ECONOMíA › OPINION
› Por Claudio Scaletta
La realidad política local es en algunos puntos predecible. Puede intuirse, detalle más, detalle menos, cuál será la estrategia económica opositora frente a las elecciones presidenciales. La principal línea de acción será presionar al máximo sobre el dólar cueva; herramienta con potencial de desestabilización sobre las variables macroeconómicas, las que en el pasado fueron motivo de disgusto opositor: el apocalipsis previsto no llegó. Pero operar sobre la cotización del comercio ilegal de divisas no será tan fácil como en 2013 y comienzos de 2014. El actual gobierno suele aprender de sus errores. Hoy existe mucho más know how y, en particular, mayor sintonía entre Economía y el Banco Central. También se presume expectante a la nueva Agencia Federal de Inteligencia.
La segunda línea será intentar invalidar los logros oficiales en materia de crecimiento y mejoras en la distribución del ingreso. Aquí, el oficialismo recibirá un poco de su propia medicina. Con su contribución a la pérdida de credibilidad de las estadísticas públicas habilitó a la oposición para decir cualquier cosa. Esta semana se asistió al capítulo ya tradicional sobre el número de pobres. No es casual que se intente enfatizar sobre pobreza. Si quienes no están en condiciones de adquirir una canasta básica son más que, por ejemplo, en los ’90, ello significaría que la legitimación oficial de la inclusión bordearía el bluf.
No contar con estadísticas públicas incuestionables impide descartar de plano semejante absurdo. En contrapartida, existen múltiples indicadores indirectos. Uno muy potente es la evolución de los salarios. En un documento reciente del Cefid-Ar, el economista Fabián Amico estudió la serie de los salarios reales entre 1974 y 2013 y encontró que “la década 2004-2013 es el período más largo de la historia económica argentina” con “aumentos persistentes del salario real”, un dato con profundas consecuencias para la dinámica política.
Las mejoras se explican por dos factores principales, la baja constante del desempleo y el “profundo cambio político-institucional en las condiciones de negociación salarial”. Tras la crisis de 2002, la cobertura de los convenios colectivos alcanzaba a “menos del 40 por ciento de la población activa y menos del 65 por ciento del trabajo asalariado”. Después de 2003-2004 el proceso de formalización laboral se intensificó y, hacia 2006, el 83 por ciento de los trabajadores urbanos registrados privados negociaban bajo convenios colectivos. Ese año, destaca Amico, “se aprobaron 930 acuerdos colectivos entre sindicatos y empresarios, el número más alto de los diecisiete años previos”. Así, a la baja del desempleo por crecimiento económico, con el consecuente aumento del poder de negociación de los trabajadores, el Gobierno sumó la promoción explícita de la negociación colectiva por rama, mientras que la inflación estimulaba las negociaciones entre trabajadores y empresarios.
El aumento de la participación de los salarios en el ingreso fue persistente hasta 2007. Desde entonces, a pesar de algunas variaciones, la situación distributiva se estabilizó. En los últimos años, aún con tasas de crecimiento menores a las del auge 2003-2011, “la dinámica salarial sigue siendo vigorosa en un contexto institucional favorable y con la persistencia de relativamente bajos niveles de desempleo”. Dicho de otra manera, no hay nada en la evolución salarial que permita indicar el deterioro social que se quiere transmitir cuando se enfatizan niveles de pobreza que alcanzarían a cerca de un tercio de la población. Una percepción que se profundiza cuando se analizan otros indicadores complementarios, como la caída en los indicadores de Necesidades Básicas Insatisfechas, las transferencias sociales y la universalización de beneficios previsionales.
Luego vienen las consecuencias políticas de un período largo y sostenido de crecimiento de los salarios reales. La más evidente y estudiada, es el cambio de las relaciones de poder entre el capital y el trabajo. Los “problemas” asociados son conocidos: aumento de la puja salarial, inflación y demanda de contratendencia hacia el reacomodamiento vía ajuste recesivo para redisciplinar al trabajo.
La segunda consecuencia es el cambio cultural en lo que se consideran las necesidades básicas. Cuando la economía crece a tasas rápidas y relativamente persistentes resulta inevitable que toda una nueva gama de bienes se incorporen al patrón de consumo normal de los asalariados y, en consecuencia, que muchos de esos bienes devengan en parte de lo que los economistas clásicos denominaban la subsistencia de los trabajadores.
La última década fue precisamente una de esas fases de cambio del patrón normal de consumo, tanto por la persistencia de los aumentos como por su velocidad. En 2003-2013 el salario real creció a un ritmo del 4,6 por ciento anual, una expansión solo comparable con la etapa 1960-1974 cuando se alcanzó el 3,8 anual. A ello se suma que el salario real en 2015 es el más alto de los últimos 25 años. Su nuevo nivel es estructural porque supone una nueva referencia, internaliza los nuevos hábitos de consumo y fija un nuevo estándar social. En este sentido el kirchnerismo recupera lo mejor de la tradición peronista: “malacostumbrar” a los trabajadores.
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