Lunes, 25 de julio de 2016 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE EL IMPACTO QUE PROVOCó EL TARIFAZO DE LOS SERVICIOS PúBLICOS
El Gobierno decidió ajustar de golpe las tarifas de los servicios públicos sin medir correctamente las consecuencias que provocaría. Los especialistas cuestionan el camino elegido y advierten sobre el complejo escenario que se presenta ahora.
Por Javier Lewkowicz
Por Guillermo Rozenwurcel *
Para asegurar condiciones de sostenibilidad a la producción de energía, garantizar un abastecimiento acorde a las necesidades de la ciudadanía y de las actividades productivas, atraer nuevas inversiones al sector y cerrar el insólito déficit en la balanza comercial energética que se produjo durante las administraciones kirchneristas como resultado del atraso tarifario más prolongado y profundo de nuestra historia, existía consenso generalizado sobre la necesidad de una recomposición tarifaria de significativa magnitud. Pero para que esa recomposición permitiese la convergencia a tarifas adecuadas más allá del corto plazo, hacía falta que el diseño de la medida fuese viable en términos de economía política. Esto es, que la recomposición no contribuyese -más allá del impacto inicial- a avivar la dinámica inflacionaria y que resultase aceptable para, al menos, una proporción relevante de la sociedad.
Si se aceptan estas premisas, está claro que intentar resolver el problema en el corto plazo mediante un shock tarifario constituía una mala solución. Tanto para evitar un salto inflacionario como para permitir que los usuarios se ajustasen paulatinamente a la nueva realidad, lo adecuado era aplicar un programa gradual que, además, dejase en claro las reglas futuras de formación de los precios de la energía a largo plazo.
Se hizo exactamente lo contrario: se decidió un “mega” ajuste y, al mismo tiempo, todos quedamos a oscuras (valga la expresión) sobre los criterios que seguirían a futuro las correcciones de tarifas. La ausencia de una conducción unificada de la política macroeconómica facilitó la primacía de una mirada exclusivamente sectorial, dejando de lado la discusión sobre la necesidad de atenuar los efectos inflacionarios de la recomposición de tarifas que, se sabía, serían muy significativos.
Sin un encuadre de consistencia macroeconómica y de sintonía con las dificultades materiales de buena parte de la sociedad, el ajuste tarifario se orientó a cerrar la brecha cubierta por subsidios y recomponer la rentabilidad sectorial. Similar enfoque se observó en la fijación del precio del petróleo por encima del precio internacional a fin de subsidiar a los productores, política que es contradictoria con el objetivo de corregir precios relativos evitando el desborde de la inflación.
Además de la idea de atraer inversiones, la decisión estuvo influida por la intención de cortar subsidios rápidamente para atender las urgencias fiscales y la idea de que era preferible pagar los costos políticos del ajuste lo antes posible. Todo ello derivó en un shock tarifario que aceleró la inflación, ocasionó transferencias bruscas a las empresas proveedoras, tuvo un fuerte impacto adverso sobre usuarios residenciales (a pesar de la implementación de la tarifa social) y empresas, y terminó siendo rechazados por la sociedad. Va de suyo, además, que la incertidumbre creada por la reacción social y la consiguiente marcha atrás del gobierno aleja la llegada de las inversiones que se pretendía atraer.
Parece evidente que más temprano que tarde la estrategia de recomposición sectorial de precios relativos deberá ser revisada. En primer lugar, es preciso evitar la judicialización de los ajustes. Como cualquier otra política pública, la fijación de las tarifas públicas debe considerarse atribución del Poder Ejecutivo y, si se suscitan controversias, éstas deben debatirse y procesarse políticamente, fuera del ámbito de la Justicia. Por esta razón, aunque su resultado no sea vinculante, la revisión deberá comenzar por la realización de las audiencias públicas, que permitan la participación ciudadana, escuchar las opiniones de los diferentes sectores involucrados y, seguramente, aportar miradas relevantes para mejorar el diseño de los reajustes. Con ese mismo objetivo, será preciso generar y procesar toda la información necesaria para identificar la diversidad de situaciones que enfrentan las diferentes regiones y sectores sociales, contemplándolas en el nuevo sendero de ajuste.
Finalmente, es crucial que la nueva estrategia esté coordinada con el resto de la política económica y se aplique gradualmente, explicitando desde el comienzo cuál será la regla futura de determinación de las tarifas a largo plazo. Solo así se podrán compatibilizar la viabilidad política, la corrección del precio relativo de los servicios, el requerimiento de evitar nuevos saltos inflacionarios, y el objetivo de brindar señales creíbles para atraer las inversiones que el sector energético tanto necesita.
* Investigador Principal del Programa de Desarrollo Económico de Cippec.
Por Arturo Trinelli *
Uno de los pocos elementos en común que compartían los candidatos en campaña era el de reconsiderar el esquema de subsidios que heredaban de la gestión anterior. No solamente por los efectos sobre el déficit fiscal, sino también por sus impactos regresivos en materia distributiva y distorsivos sobre la demanda energética. A su vez, existía cierto consenso en que el déficit energético, con tendencia a la baja desde el 2012, explicaba buena parte de las limitaciones redistributivas del Gobierno saliente en su última etapa. En este contexto, no debe llamar la atención que el tema de las tarifas energéticas, y especialmente gasíferas, sea hoy un debate nacional.
Sin embargo, que ganara uno u otro candidato no fue indistinto. Seguramente, un Gobierno de origen peronista hubiese impreso mayor gradualismo a la quita. Pero el “dream team” macrista pretendió aplicar un aumento del 200 por ciento promedio en el segmento residencial respecto al cuadro tarifario anterior, con el absurdo de hacer recaer el mayor incremento a la región más fría del país en el otoño-invierno más frío de los últimos 40 años (593 por ciento), precisamente cuando el consumo llega a quintuplicar al del verano junto a un aumento del 697 por ciento promedio a los no residenciales, después de una devaluación del 60 por ciento en enero, con despidos masivos en el sector público y, en menor medida, en el privado. Los paliativos que se impulsaron para descomprimir la crisis política que afrontó el Gobierno tampoco resultan suficientes, especialmente sobre las facturas de gas, en donde el impacto sobre el ingreso de los hogares es muy significativo porque, a diferencia de las tarifas eléctricas, los montos de los que se partían eran mucho más abultados. La última “solución” de fijar un 400 por ciento de aumento como máximo en todas las facturas implica la incongruencia de que el residencial con más aumentos en los metros cúbicos utilizados sea el que resulta más premiado. Los efectos, pues, están a la vista: repudio generalizado al tarifazo, impugnación de la Justicia y abrupto fin de la “primavera” para la nueva gestión.
Solucionar el problema gasífero es sumamente relevante dado su peso en la matriz energética local. En 40 años, el gas pasó de explicar del 25 al 53 por ciento de la oferta primaria de energía. Si a eso le sumamos que Argentina es el país con mayor consumo de gas per cápita de Sudamérica, cualquier resolución que se tome en materia de tarifas gasíferas tiene un impacto inmediato en la estructura de costos de la empresas, pymes y grandes usuarios, y una indisimulable incidencia en los ingresos de los consumidores residenciales.
Es que, en efecto, desde un punto de vista sistémico el sector energético depende fuertemente del gas. Un 34 por ciento del volumen inyectado abastece a usinas termoeléctricas y la generación térmica explica más del 60 por ciento del sistema eléctrico. Los gobiernos kirchneristas desacoplaron los precios internos de los externos de la energía, con el objetivo de recomponer el tejido industrial y productivo perdido durante el ciclo neoliberal. Así, mediante la incorporación de millones de personas a las redes de gas y electricidad, el significativo aumento de la potencia eléctrica instalada y el aumento del salario real de los trabajadores, dispararon considerablemente el consumo de gas en el país, en un contexto de tarifas prácticamente congeladas. La caída de la producción condujo a la coyuntura actual: importaciones desde Bolivia y cargamentos de gas licuado que han generado desde el 2008 un déficit estructural en la balanza comercial energética. La expresión más contundente de esta trayectoria se explica por los volúmenes de regasificación del GNL que llegan a las terminales locales, pasando de ser un recurso de contingencia estacional (en 2008-2009 sólo se importaba en invierno) para ser desde febrero de 2010 una operatoria mensual.
Está claro entonces que el esfuerzo fiscal que suponía el sostenimiento del esquema de subsidios al gas demandaba una readecuación sobre las tarifas. Pero se imponía tender a un escenario de convergencia en el mediano plazo y no promover un deliberado ajuste en tarifas sobre varios servicios a la vez (gas, agua, luz, transporte) de inmediatas consecuencias en el salario real de los trabajadores, lo que no refleja ninguna planilla de Excel.
* Generación del Sur. Politólogo (UBA/Flacso).
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