Dom 13.03.2005

ECONOMíA  › LAS RAZONES DE LA OFENSIVA OFICIAL CONTRA SHELL

De cómo politizar la economía

Kirchner eligió ponerse a la cabeza de otro conflicto. Sus motivos, a quiénes interpela cuando convoca al boicot. La idea de un frente social que recorre al Gobierno. Qué piensa hacer el oficialismo con la preocupante inflación. Qué hará con los salarios. Broncas con la UIA, la CGT y, ya que estamos, Moyano. Una mirada sobre la participación.

opinion
Por Mario Wainfeld

El Presidente suele tener obsesiones informativas. Por ejemplo, conocer las reservas exactas que atesora el Banco Central es una tarea personalizada que ejercita a diario. Anteayer, su afán derivó a la cantidad de cabezas de ganado que entraban a los respectivos mercados. Cuando Néstor Kirchner supo, allá por el mediodía, que eran bastantes más que en jornadas previas, sonrió satisfecho ante Alberto Fernández. “Registraron el mensaje” interpretó. Y acompañó su conclusión con un gesto barrial bastante antiguo, tanto como la interjección “minga”. Juntó la yema de cuatro dedos de su mano derecha con las del pulgar, las unió y separó varias veces, para significar “se asustaron”. La embestida de Kirchner contra Shell interpela a muchos otros interlocutores. Los formadores de precios, las grandes empresas, las privatizadas, algunos conglomerados mediáticos (maquina el Presidente) “quieren detener el cambio”. Por ende, tienen que enterarse de que el Gobierno quiere defender sus logros. Y que está dispuesto a jugar fuerte. Tanto que Kirchner esta vez mezcló actitudes ya repetidas (la arenga en el Salón Blanco) con inusuales llamados a la participación popular. El Presidente tabula que el enemigo es muy poderoso y se propone enfrentarlo generando “conciencia nacional”.
Ningún cuadro de situación de Kirchner omite el peso que conservan, según él, las jornadas de diciembre de 2001. Kirchner cree en la pervivencia de la huella del movimiento “que se vayan todos”. Según su lectura, hubo allí una ruptura real con el pensamiento noventista, lo que los sociólogos llamarían un cambio de imaginario. También un rechazo muy fuerte a las formas convencionales de hacer política. Advierte, al fin, Kirchner que la protesta social, aunque incapaz de generar una alternativa, conserva un alto poder de fuego para sancionar gobiernos. Así las cosas, desde el germen de su gestión, se obcecó en buscar revalidación casi diaria, persuadido de que la legitimidad de origen no vale nada. La suya es una búsqueda de gobernabilidad “por izquierda”, ávida de escenarios de conflicto.
La bandera del boicot contra las empresas agiotistas tiene reminiscencias de pasados lejanos, acaso de medio siglo atrás. La visión “de causa nacional” que propone el Presidente es también tradicional. Kirchner no le hace asco a esas banderas clásicas o viejas (usted dirá, lector) que combina con contenidos bastante nuevos, como la procura de
equilibrios fiscales y hasta de superávit.
Las jornadas de 2001, evoca Kirchner ante cohabitantes del primer piso de la Casa Rosada, alumbraron la ilusión de una alianza social entre sectores medios y de trabajadores (“piquete y cacerola” a estar a las consignas de antaño). Una ilusión que el kirchnerismo anhela convertir en algo tangible.
Ese imaginario presidencial se emparenta más con el de la tradición nacional-popular local que con el chavismo, caracterizado por una tajante división clasista de la sociedad venezolana. Las encuestas que consulta el Gobierno reflejaron una adhesión masiva al boicot. Los mensajes del público a las radios porteñas prodigaron una sensación térmica similar.
La operación práctica del pensamiento presidencial es (¿cómo decirlo?) más prosaica que su enunciado. La clase media se expresa no cargando combustible en Shell y respondiendo a los sondeos. Los trabajadores son representados por movimientos de desocupados oficialistas. “Díganle a los muchachos que nada de bloqueo, ni piquete, ni agresiones. La Bandera, el Himno y vuelta a casa”, catequizó Kirchner a sus operadores que dialogan cotidianamente con Luis D’ Elía y Jorge Ceballos.
Roberto Lavagna, cuenta uno de sus colaboradores más leales, no comparte todo el esquema. La presencia piquetera lo preocupa, pues imagina una pésima repercusión “afuera”. “Afuera”, explica el hombre del ministro, no tiene por qué ser España o la adusta Alemania, también Chile o Brasil. Las agencias de noticias internacionales, arguye, no captarán la (para ellas demasiado sutil) diferencia entre un bloqueo, una agresión y una movida pacífica, himno patrio incluido. El ministro de Economía no recusa (como hizo la oposición en demasiado sólido bloque) el boicot presidencial. Mientras su relación con el Presidente atraviesa un buen momento, Lavagna reconoce que las catilinarias públicas de Kirchner tienen buena acogida popular. Ante oídos confidentes, Lavagna narra que, cuando volvió a su casa tras la presentación del resultado del canje, su propia esposa alabó los dardos personalizados que lanzó Kirchner contra economistas de derecha. Horas antes el ministro, la senadora Cristina Fernández y Alberto Fernández le habían sugerido a Kirchner que no incluyera esos párrafos en su discurso.
Con todas esas cartas puestas sobre la mesa, siendo la tarde del viernes el entusiasmo en la Rosada era tan ostensible como el solazo que hacía arder la Plaza de Mayo. Confrontar con una multinacional, alertar a otras, a otros formadores de precios, a otras empresas capaces de mover el amperímetro excita la libido oficial, máxime si las encuestas otorgan mayorías que trascienden el ochenta por ciento.

Compañera inflación

Kirchner colige que existe la intención política de desestabilizarlo y reacciona en su estilo, politizando la economía. La inflación preocupa al oficialismo porque puede desbaratar los efectos del crecimiento y privarlo de herramientas esenciales. El dólar rondando los tres pesos, que encanta a Kirchner, ya es difícil de sostener. Una inflación sostenida limitaría las herramientas de que dispone el Gobierno para mantener la actual paridad. Por lo pronto, angostaría su capacidad de emitir pesos para comprar dólares, de la que ahora hace prolijo uso.
La inflación, además, tiene un efecto letal en la sensibilidad de los ciudadanos de a pie. El componente psicológico del fenómeno económico es esencial, piensan en la Rosada. El jefe de Gabinete, Alberto Fernández, acuñó una imagen que revela lo que se piensa en Balcarce 50. Sugiere que una sociedad que padeció la inflación y luego la superó es como un alcohólico recuperado, siempre expuesto al riesgo de la tentación y la reiteración de conductas. Shell, entonces, sería como el psicópata que incita al ex alcohólico con una copa de fino licor.
Menos afecto a las parábolas, Lavagna distingue que algunos acicates a la inflación son (entre comillas que acentúa dibujándolas en el aire con sus dedos índice y mayor) “producto del éxito”. La carne, ejemplifica, sube porque aumentaron las exportaciones y el consumo interno.
Al ministro le preocupa más el ingrediente salarial de la inflación que advirtió, ya lo narró Página/12, en el aumento de precios al consumidor de febrero.
Lavagna sospecha que en marzo los gastos en educación harán dar otro respingo a los índices. De cara al futuro se preocupa por la resaca de los aumentos generalizados de salarios, que lo incordian bastante. Acepta, como una necesidad no demasiado entusiasmante, los del año pasado, acaso necesarios para levantar el piso y promover el círculo virtuoso del consumo. Pero reniega de toda repetición en los meses por venir. Por contra, Lavagna cree que la pirámide salarial se ha achatado en exceso, desalentando a los trabajadores más calificados.
En la Rosada y en Trabajo no se piensa muy diferente. El Presidente es muy bichoco para enunciar (y tener) política salarial, siendo mucho más proclive a la secuencia de medidas, al paso a paso. Pero todo indica que no habrá en el año decretos de aumentos generales. La intervención oficial directa en materia salarial tenderá a circunscribirse a elevar el mínimo vital y móvil. Así como la merma de la desocupación a un dígito es un objetivo anual cantado, lo será el de la elevación del mínimo a un nivel que, al menos, equipare la línea de pobreza.
Para eso hace falta que la inflación deje de corcovear. La mejora en la distribución del ingreso sigue siendo una bandera oficial, pero en estos días prima un dictat presidencial, “moderar las expectativas”. La puja distributiva es deseable, pero debe tener un cauce, anhela Kirchner. No son objetivos antagónicos, pero sí peliagudos para compatibilizar. La idea de algo similar a un pacto social ronda cabezas prominentes, pero es patente la falta de sujetos reales que la puedan plasmar.
Piénsese, sin ir más lejos en...

...las compañeras CGT y UIA

El diálogo entre la Confederación General del Trabajo (CGT) y la Unión Industrial Argentina (UIA) fastidia de lo lindo al Gobierno, por decirlo con un eufemismo. Lavagna lo considera ineficaz y hasta impresentable. “Celebran sus logros antes de reunirse, después no concretan nada”, se queja y los acusa de inflar expectativas sin aportar nada que no sean pedidos al Gobierno. Otras oficinas oficiales comparten, palabra más o menos, el diagnóstico de Economía.
Si las representaciones corporativas decepcionan al Gobierno, Hugo Moyano suele encolerizar a sus integrantes. “Es un Pac Man en busca de ampliar su sindicato”, describe un ministro de raigambre duhaldista, “quiere cambiarle el encuadramiento a todo lo que tenga ruedas, se va a quedar hasta con los ciclistas”, se pone hiperbólico. Otro ministro enfatiza el desdén del (primer) triunviro cegetista por la gobernabilidad. De cara al ambicionado confluir de clases medias y trabajadoras, los modales y la praxis de Moyano ponen los pelos de punta a más de un funcionario de postín.
A la pasada, en voz baja para no desatar la bronca presidencial, brotan críticas a Julio De Vido, acusado por varios de sus pares de ser un aliado, promotor y defensor incondicional de Moyano. La razón esencial de esa ligazón serían variadas urdimbres electorales que hilan en común el ministro de Planificación y el líder camionero.

Contradanza en Washington

Lavagna cumplió su promesa de reanudar las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional (FMI) no bien terminara el canje de deuda. En sus reuniones con Rodrigo Rato, según el relato del ministro a sus allegados, “cada uno dijo lo que tenía que decir”. El mandamás del Fondo pidió por los que se quedaron afuera (de la reestructuración, claro). Lavagna replicó que nada quedaba por hacer al respecto. Como en una contradanza cada paso estaba previsto, cada gesto planificado. Minga de la pasión del bolero o el frenesí del pogo.
El ministro fue raudo en viajar a Washington, pero hasta ahí llegó el apuro. La intención sigue siendo conseguir alguna refinanciación, sin pedir fondos frescos ni aceptar condicionalidades. Pero ha llegado el momento del freno, de tomarse todo el tiempo que haga falta.
Sin derrochar optimismo, ni pesimismo, ni ademanes Lavagna se permitió advertir dos datos favorables. Las gentes del FMI –mentó el ministro a su tropa esbozando una sonrisa burlona– empieza a reconocer el crecimiento de la economía argentina. Primero la negaron, conmemora, después la redujeron a un veranito, ahora empiezan a comprenderla.
El FMI, cronica el ministro, también reconoció la importante magnitud de la aceptación del canje.
Como fuera, primará el paso a paso. A paso lento.

Politizar, ideologizar

Un ansia perdura en Kirchner desde que llegó a la Rosada: ampliar los márgenes de la política. Esa rehabilitación incluye el regreso de la discusión ideológica. El Presidente, obstinado, designa enemigos, propone debates, encabeza cruzadas.
Mirado día a día, en sus modos de gestión, en sus confianzas, en la estructura de sus equipos, Kirchner no es un revolucionario sino a menudo un conservador. “No quiere que haya ningún quilombo, salvo los que él promueve todas las semanas”, pinta risueño uno de sus ministros, sabedor de que la paradoja es sólo aparente.
Para lograr tamaño portento, Kirchner trata de anticipar (en el tiempo) y superar (en magnitud) a las demandas sociales. “Es como un generoso caudillo o un patrón de estancia dadivoso –compara otro funcionario de alto rango–, le pregunta a su gente qué quiere. Al que pide 5, le da 6. Eso sí, nada de reclamos, poca sociedad civil activa, nada de articulaciones que compliquen la vida.” Este prisma puede usarse para interpretar tanto el aumento del sueldos mínimo (desbordando al propio Consejo del Salario), la apertura de la ESMA o de los archivos de la SIDE, el descuelgue del famoso cuadro de Videla. Se beneficia a quienes se considera aliados y se espera su aprobación.
A modo de mínima digresión, resaltemos que esa esperanza a menudo peca de lineal. Un ejemplo interesante es la frustración que viven muchos funcionarios respecto de los militantes y dirigentes de variadas organizaciones de derechos humanos. El Gobierno cuenta con su –de ordinario sorprendida– aprobación, pero ésta no se traduce en apoyos proselitistas que varios kirchneristas esperaban.Volvamos al nudo de este párrafo. Bien delegativo ha sido hasta ahora el mandato presidencial, sí que premiado con altos índices de aprobación. Un gobierno de opinión pública, que mide su piné todas las semanas, acaso con exceso de urgencia.
En esta ocasión, Kirchner, que por lo general busca sorpresa y luego aquiescencia, fue en pos de participación. El boicot requiere actividad ciudadana, que fue condignamente pedida. Se trata de toda una novedad que habilita un futuro abierto porque algunas instancias democráticas, una vez activadas, trascienden los designios de quien las promovió. Los juicios políticos a los integrantes de la Corte Suprema son un ejemplo aleccionador. El Gobierno promovió una cruzada de higiene institucional contra la mayoría automática menemista y luego quiso detener su ofensiva en las puertas del despacho de Antonio Boggiano. A esta altura ha asumido que no podrá lograrlo. En buena hora.
Sería un exceso augurar qué pasará con esta novedad, tanto en lo que concierne a su perduración como a su desenlace. Muchos actores tienen algo que hacer o qué decir respecto de promover cambios en las conductas de los consumidores. Las primeras respuestas del arco político han sido poco estimulantes. La oposición, hablamos de los partidos con representación parlamentaria, se ha apoltronado en el rol de comentarista de las acciones de gobierno.
Difícil de clasificar si se lo estudia sin prejuicios, Kirchner accedió a un logro básico en cualquier lid, incluida la política: desorientar a sus adversarios. Esto no le concede razón, ni garantiza que elija bien a sus enemigos ni que gane las batallas que propone. Pero le viene otorgando un envidiable protagonismo y una centralidad que no soporta abandonar ni adormecido en los laureles del canje.
La gobernabilidad que persigue el Presidente es novedosa y mestiza. Un ingrediente básico es la ya mencionada promoción de conflictos usualmente propuestos “por izquierda” en su retórica, en la elección del contendiente, en la apelación a los intereses populares. El otro es el afán, cada vez más ostensible, de que no haya olas en política. Oteando las elecciones de octubre, su traducción sería que el Gobierno tomaría entre calmado y satisfecho que todos los oficialismos locales ganaran. Jorge Sobisch es un incordio, pero en Neuquén no hay chances. Los radicales tienen buen trato con el Gobierno y es mejor que sigan así que generarles ruido con los compañeros que mascullan desde el llano. Por otra parte, si Kirchner hace campaña aunque la UCR conserve sus provincias, la ventaja peronista pinta para ser sideral.
En ese esquema, que nadie confesará, pero tiene una lógica arrasadora, hay dos excepciones bien complicadas. Hay dos territorios estratégicos, primordiales cuyos gobernantes, aliados del Gobierno, están muy débiles, no controlan el sistema político y tienen poco peso electoral. Son la provincia de Buenos Aires y la Capital de los argentinos.
Pero eso, como decía Ruyard Kipling (una pluma al servicio del imperialismo) es otra historia.

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