ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
Las reformas estructurales de los noventa han dejado una profunda huella provocando cambios que hoy se presentan improbables de alterar algunas de ellas. Por los cambios tecnológicos, la globalización de la información y la expansión de las multinacionales de las comunicaciones, el manejo privado de la telefonía ya está instalado como parte inseparable del funcionamiento de la economía. Lo mismo sucede con la apertura comercial que pasó a integrar el inventario, más allá de ciertas barreras puntuales para ciertos sectores o medidas de protección frente a la competencia externa desleal. Hasta la jubilación privada en el sistema previsional se ha convertido en un actor que vino para quedarse, incluso en el supuesto de una cada vez más lejana reforma integral del régimen. La década pasada ha dejado una herencia que sus descendientes han aceptado en gran parte, rechazando su origen y seleccionando activos al tirar por la borda algunos de ellos, que no fue –en cierta medida– poca cosa. Los ’90 han dejado su marca de agua. Con ese discurso fantasioso de mudarse al Primer Mundo o que se pasaría a integrar el lote de las diez economías más poderosas del planeta se mostraba a la sociedad un proyecto, una ilusión. Mientras la realidad iba por otro carril al acumular innumerables tensiones que hicieron eclosión en la crisis de 2001. Hoy, el escenario es el opuesto: no hay nubarrones en el horizonte económico pero no se explicitan los actuales cambios como reformas estructurales, lo que hace difícil su consolidación, como la de un modelo con tipo de cambio competitivo poco volátil, quedando la imagen en una exagerada obsesión por el día a día. La sociedad no recibe el mensaje de que existe un proyecto de bienestar de largo plazo con una economía que ha cambiado por factores externos e internos. Por lo tanto, no se adapta rápidamente a esas reglas de juego. El caso más emblemático de esa ausencia de sincronismo queda reflejado en que la Unión Industrial ha decidido la conformación de una conducción orientada a apoyar la política oficial. Recién después de casi cuatro años de una política neodesarrollista –con una introducción de una escandalosa pesificación asimétrica–, la industria saldrá a respaldar el modelo, cuando fue uno de los sectores más beneficiados con un crecimiento acelerado. No es miopía exclusiva de los industriales, sino que el fanatismo de controlar la caja diaria (recaudación, reservas, precios) inhibe la constitución de una idea de cuál es el proyecto. En fin, hacia dónde se quiere ir.
El mensaje del infierno y el purgatorio, pasaje de un estadio al otro que culminaría en la actual gestión, sólo consolida la percepción de lo precario, frágil. Se sabe que nada es para siempre, pero el actual sendero ya tiene un pasado respetable como para ignorar que se han producido algunos cambios más relevantes que mostrar números redondos record de reservas, que poco le transmite a la población salvo que hay muchos dólares en las arcas del Banco Central en un país con todavía muchas carencias. La ministra de Economía, Felisa Miceli, expuso, en forma muy tímida cuando difundió las últimas estadísticas de comercio exterior, algo más importante que simples números. Resaltó uno de los cambios estructurales más importante que puede mostrar el actual modelo económico, una marca de agua: la ausencia de la restricción externa.
Si se tiene en cuenta que ese cuello de botella –en el campo de las ideas de los estructuralistas– es la raíz de la volatilidad, el retraso relativo y el conflicto distributivo de la economía argentina durante la segunda mitad del siglo pasado, ese comentario en voz baja de la ministra merece algo más que el archivo. La restricción externa, que se manifestaba en ciclos de stop and go de la economía, consistía –en forma simplificada– en la carencia de divisas para sostener el crecimiento. El desarrollo de la industria, en la primera y segunda etapa de sustitución de importaciones, requería de dólares provenientes de la exportación de la producción agropecuaria. La industria, proveedora de empleo, consumía divisas para crecer creando las condiciones para una futura contracción económica por una crisis de balanza de pagos gatillada por un déficit del comercio exterior. Cuando estallaba se producía el ajuste del tipo de cambio real, con la consiguiente caída del salario real que generaba una muy fuerte tensión social. Esto último porque había bajo desempleo, un mercado laboral homogéneo y sindicatos fuertes. El tipo de cambio real que equilibraba el sector externo era inconsistente con el salario real que equilibraba el mercado de trabajo. Y esa situación agravada por la particularidad de que en la economía argentina la canasta de consumo masivo es la misma que la de exportación. En la década pasada, el ciclo de stop and go se hace más complejo con la liberalización financiera y mercados de capitales abiertos, puesto que la fase de expansión se financiaba, además de con dólares comerciales, con deuda externa. Así se pudo extender la agonía pero también la crisis fue más violenta y devastadora.
En un paper de Pablo Gerchunoff, presentado en la Universidad Nacional de General Sarmiento, Réquiem para el stop and go... ¿Réquiem para el stop and go?, se explica en forma muy didáctica ese proceso de la economía reciente y plantea con audacia “¿por qué proponemos que el ciclo de stop and go quizás haya quedado atrás?”. Ex integrante de sendos equipos económicos (el liderado por Sourrouille y el conducido por Machinea) y ahora convencido de que su tarea de historiador de la economía le brinda más satisfacciones, Gerchunoff arremete sobre ese interrogante afirmando que “el sector externo ya no es lo que era”. Destaca que, tomando en cuenta el valor, el volumen, el término del intercambio y el poder de compra de las exportaciones en una período de más de 120 años, “el desempeño de la última década y media es aún superior al que va desde el primer Roca hasta la Gran Guerra, esto es, superior a aquella etapa que la historiografía denomina Expansión Exportadora”. Esos cambios domésticos se desarrollan en un contexto internacional donde la demanda de materias primas está siendo impulsada por Asia, la región más dinámica del mundo. A la vez, esa parte del globo impulsa la caída de los precios de importación (bienes tecnológicos de punta) porque se producen con mano de obra barata.
Ese cambio estructural del comercio internacional –que favorece a la Argentina– se monta sobre la recuperación de la solvencia perdida a fines de los setenta. Gerchunoff destaca que “la reestructuración de la deuda, al ‘derrotar’ a los acreedores, resolvió el principal y más gravoso problema de stock”. Recuerda que en 1983 los intereses de la deuda pública y privada representaban el 70 por ciento las exportaciones y que en 2001 ese ratio era de 45 por ciento, para caer a 12 en 2004 y subir a 16,6 en 2005. “Para un hombre de mi generación, la sola sospecha de que los dólares disponibles pueden no ser una restricción al crecimiento revoluciona la mente”, se confesó Gerchunoff, mostrando que tan hondo han sido las heridas que le dejó su paso por la gestión pública en esos períodos. Este lúcido investigador apunta que a los cambios en el sector externo se le agrega que el conflicto distributivo tampoco es igual al que era décadas atrás. “La larga agonía de la Argentina peronista ha terminado; ya no hay, en términos sociales, una Argentina integrada y homogénea, con sindicatos fuertes”, explica, para añadir que dos cambios estructurales contribuyen a atemperar el conflicto distributivo: 1. La superposición entre canasta de consumo popular y canasta de exportaciones va perdiendo aquella nitidez que tenía entre los ’20 y los ’70; y 2. La industria ya no es el principal proveedor de empleo, pero sí es un significativo proveedor de divisas. Gerchunoff se pregunta y se contesta: “¿Argentina exporta el alimento de las clases populares y da empleo a las clases populares en actividades que no exportan? Ya no tanto”.
Explicitar los cambios y las nuevas condiciones en que se desenvuelve la economía y ya no tanto la caja diaria permitirá definir qué es lo relevante y saber cuál es el proyecto que se quiere construir. A la vez, servirá para que los sectores postergados puedan demandar lo que les corresponde.
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