Sáb 21.04.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Modelos y traumas

› Por Alfredo Zaiat

En muchas ocasiones los análisis económicos quedan atrapados en modelos teóricos desconociendo el contexto y, en otras tantas, por la memoria traumática. Esta última significa que situaciones presentes son evaluadas a partir de desajustes pasados, lo que no permite la observación de matices y diferencias del proceso económico en estudio. En forma sencilla, la emisión de pesos para la compra de dólares en cantidad convoca a fantasmas de terror que asocian a la maquinita de imprimir billetes con la inflación y el consiguiente descontrol. Las actuales tensiones en el sistema de precios abonan esos miedos aunque las actuales alzas en bienes sensibles de la canasta no tengan nada que ver con esa expansión monetaria. En estos meses de acumulación acelerada de reservas, y con un objetivo de Néstor Kirchner de alcanzar los 50 mil millones de dólares a fin de año, resulta relevante detectar las motivaciones de esa política, como sus costos y beneficios.

Para ello es importante relativizar las sentencias tan usuales de los economistas sobre “lo que hay que hacer” en base a la exposición de modelos teóricos, que son representaciones simplificadas de la economía real. Las conclusiones que se extraen de esos esquemas de interpretación de la economía no son válidas para todos y para todo lugar, puesto que deben ser contextualizadas en un momento histórico determinado. Por caso, la política fiscal expansiva fue la herramienta utilizada por las potencias económicas para salir de la recesión, Estados Unidos en la década del ’30 y Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el desarrollo se consolidó y el objetivo fue el de suavizar los vaivenes de la economía pasó a ocupar un lugar más destacado la política monetaria, expansiva para evitar o superar una recesión o contractiva para desacelerar el crecimiento ante presiones inflacionarias.

En Argentina, los descalabros fiscales y monetarios de los últimos tres decenios fueron un doloroso aprendizaje de los excesos en esos dos campos, lo que impidió la sintonía fina en esas políticas. En un escenario internacional globalizado, comercial y financieramente, lo que implica un elevado nivel de interdependencia –por ejemplo, de la tasa de interés de Estados Unidos y de los precios de los commodities–, y con los antecedentes recientes de crisis sucesivas resulta previsible estar alerta. Pero eso no implica ignorar que existe un contexto diferente del vivido en años pasados. La megadevaluación y la decisión política de mantener un tipo de cambio real competitivo, que genera excedentes fiscales considerables por la posibilidad de aplicar retenciones a las exportaciones, y la reestructuración de la deuda en default, que alivió considerablemente el peso de los pagos en las cuentas públicas, permite un superávit del Tesoro a la vez que reduce la tasa de interés doméstica. Ambas políticas, contractiva en el eje fiscal por el superávit y relativamente expansiva en la coordenada monetaria, constituye la base del actual modelo de robusto crecimiento.

En ese esquema se inscribe la política cambiaria que se traduce en mantener un dólar alto, en especial el tipo de cambio real multilateral, y la consecuente absorción de los dólares excedentes en la plaza local tanto por el superávit comercial como por el ingreso de divisas del frente financiero. La acumulación de reservas internacionales es una derivación de esa estrategia y no sólo para sostener el dólar en un sistema denominado “flotación administrada”, sino para enfrentar eventuales shocks externos. Es cierto que sumar reservas es una tendencia mundial y no todos los países lo hacen para defender el tipo de cambio. En el caso argentino, además de la cuestión cambiaria, actúan como un seguro por las recurrentes crisis de balanza de pagos y su derivación en debacle del sistema financiero, con volatilidad de los agregados monetarios, corrida bancaria y fuga de capitales.

Entonces, la acumulación de reservas es un condicionamiento básico de la política monetaria, puesto que obliga a una regulación e intervención activa en la masa monetaria y en la tasa de interés y, además, colabora en la preservación de la solvencia del sistema bancario. Para evitar una expansión desmedida de los medios de pago por encima de la creciente demanda de dinero generada por el aumento del Producto Interno Bruto y por la recuperación a niveles normales de monetización luego de años de crisis, el excedente es reabsorbido por el Banco Central por diversos instrumentos de intervención (colocación de papeles de deuda denominados Lebac y Nobac, operaciones de pases, definición de porcentajes de encajes y el cobro anticipado de redescuentos). El costo de esa regulación por ahora no es significativo en relación con el objetivo planteado: crecimiento económico con tasas bajas, dólar alto y acumulación de reservas, que permite generación de empleo y constituir un seguro contra crisis. Incluso ese costo es menor a la renta que se obtiene por la inversión de las reservas. Se agrega que esa deuda del Central está nominada en pesos a cambio del atesoramiento de dólares. Un sendero apacible de devaluación del peso disminuye el pasivo del instituto emisor medido en moneda dura, que lo hace aún más manejable.

El año pasado, los dólares reunidos por el Banco Central fueron invertidos a una tasa promedio de 5,7 por ciento anual, por encima de la tasa de interés internacional. Esa performance es la meta que se impone la autoridad monetaria con el manejo de las reservas. Las utilidades de esas colocaciones son superiores al costo de la política de esterilización del Central, lo que genera un superávit cuasifiscal lejos del temor a un déficit que alimentan algunas consultoras de la city. En el primer trimestre de este año, por la depreciación del dólar a nivel internacional y la suba del oro, el Central contabilizó ganancias que equivalen a casi la mitad de la obtenida durante todo el año pasado. El Fondo Monetario Internacional sostiene la posición más crítica a la actual política monetaria al recomendar su endurecimiento y, por lo tanto, generar una suba de la tasa de interés. Y a la vez, provocar una apreciación real del peso. Por esas dos vías –alza de la tasa y dejar caer el dólar– aseguran que se reduciría la inflación.

Esa receta, que es respaldada con el falaz argumento del elevado costo de la esterilización y el peligro inflacionario de la emisión para la compra de dólares, no toma en cuenta que una política monetaria restrictiva generaría profundos desequilibrios: elevaría el esfuerzo financiero del Central en su tarea de absorción monetaria; alentaría aún más el ingreso de capitales golondrinas con la consiguiente presión bajista en el tipo de cambio, y pondría en tensión la finanzas de los bancos y, por lo tanto, debilitaría la estabilidad del sistema. Un dólar bajo y tasas altas derrumbarían el actual modelo de crecimiento.

Eludir la cicuta del FMI y la de sus milicianos locales no implica que la actual política monetaria no pueda mejorar la sintonía fina de su intervención y regulación en el mercado, como parte de la estrategia económica global. Lo que se presenta es un problema de cómo administrar la abundancia de dólares, eludiendo las recetas del fracaso. Las circunstancias son bien distintas de los momentos de escasez y crisis, lo que obliga a no repetir modelos teóricos que hoy no sirven y, fundamentalmente, a evitar los condicionamientos que surgen de traumas pasados.

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