ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
El mundo del transporte resumió y puso en evidencia las reacciones que tuvieron los niveles bajos, medios y altos de la pirámide social ante el colapso de esta semana. En forma esquemática, los sectores pobres viajan en tren; los medios y medios-bajo, en subte y los medios-alto y alto, en auto. Resulta evidente la complejidad y particularidades que encierran las crisis correspondientes a cada uno de esos nodos de una red de transporte urbana. Es más directa y brutal la respuesta espontánea que brindan representantes de esos estratos de pasajeros ante el calvario diario de ir del hogar al trabajo y del trabajo al hogar. Cuando las personas transportadas como ganado en trenes explotan se analiza la intolerancia de un sector de la sociedad que deriva en hechos de violencia. También se menciona la irresponsabilidad por parte de los concesionarios y de los funcionarios públicos encargados de garantizar servicios dignos a la población. Cuando estalla el conflicto en el subte, los usuarios-trabajadores porteños apuntan sobre los “elevados” sueldos de los empleados que paran, a la vez que los irritados automovilistas se quejan por la demora adicional que significa hacer un trayecto habitual por culpa de un reclamo gremial. Desean que vuelvan a viajar bajo tierra los intrusos subterráneos para despejar las ya de por sí congestionadas vías principales de la ciudad. Sin embargo, lo que para algunos fue un día de un caos de proporciones en el transporte, que provocó manifestaciones profundas de racismo y de desprecio por los pobres, para muchos que viajan en tren es la vida cotidiana, en especial los pasajeros de los ramales hacia el sur y el oeste, donde habitan los sectores más vulnerables. La queja del automovilista por tardar una hora más que lo habitual para arribar al lugar de destino es comprensible. La paciencia del usuario de tren que es humillado por demoras de, por lo menos, una y dos horas, a veces a la ida y otras al regreso, cada uno de los días que va a trabajar es increíble. ¿Quién tiene más tolerancia a la violencia implícita que significa la falta de inversiones para brindar un servicio más o menos digno?
La forma en que viaja la población en los trenes urbanos es una vergüenza diaria. El modelo de concesión al sector privado ya era deficiente cuando se diseñó en la década pasada para facilitar el negocio de empresarios improvisados en la materia. Ahora, luego de que los gobiernos de la Alianza y Eduardo Duhalde relajaran las exigencias de inversión y de calidad del servicio, directamente se convirtió en un modelo perverso. La administración Kirchner, a diferencia de las anteriores, consideró la necesidad de recuperar los trenes, destinando un poco más de recursos y asumiendo que se requiere de una política de expansión. Pero, por el momento, ha quedado a mitad de camino porque no se puede transformar esa aspiración en el marco de un esquema de concesión que ha fracasado. En el plan de gobierno de Néstor Kirchner, en 2003, antes de las elecciones, en la página 91 de ese libro se postulaba: “Bajo las condiciones de las privatizaciones por concesión de los ferrocarriles, en las que se supone que el interés público se halla expresado en las condiciones contractuales acordadas con las compañías privadas, la excesiva flexibilidad puede conducir a la erosión de las condiciones originales, y hasta de su razón de ser, particularmente si se tiene en cuenta que, una vez que las concesiones se pusieron en marcha, los concesionarios cuentan con una posición mucho más fuerte, ya que el Estado ha cedido su capacidad y control”.
Con el estallido de los usuarios del ex Roca y Belgrano Sur, en Constitución, como hace poco más de un año en la estación Haedo, ha quedado nuevamente cuestionado el promiscuo esquema de concesión al sector privado de servicios públicos esenciales. Como quedara expresado en esa plataforma de candidato presidencial, el régimen de concesión de la red ferroviaria es un fracaso y su maquillaje no mejoró el servicio. Como está hoy funcionando sólo seguirá engordando los bolsillos de empresarios & otros. La reconstrucción de los trenes no puede pensarse con grupos privados cuyo principal objetivo es rapiñar recursos del Estado. Por caso, Sergio Taselli, el titular de Trenes Metropolitanos, afirmó que no gana dinero administrando el ex Roca y Belgrano Sur. Sin embargo, todas las reparaciones de las formaciones de esos ramales van rumbo al taller Materfer, que es de su propiedad, arreglos que se pagan con fondos públicos vía subsidios, con sospechas de sobreprecios. Algo parecido sucede con los seguros. Por ejemplo, la compañía que tiene la póliza de Trenes de Buenos Aires (TBA), que responde por daños a vagones y otros bienes de la concesión, es la del propio grupo Cirigliano, que administra esa concesión. Otros ejemplos: la Oficina Anticorrupción, durante el gobierno de la Alianza, denunció ante la Justicia la existencia de escandalosos sobreprecios pagados por el Estado (subsidios para inversiones) en material para los trenes privatizados. A fines de los ’90, los privados abonaron ventanillas de coche de pasajeros a 1728 pesos cada una cuando ese costo era de 170 pesos durante la administración estatal, y los ventiladores de techo, 3700 pesos cuando costaban de 150 a 180 pesos, entre otros casos.
El deterioro del servicio ferroviario tiene su origen en la alteración de las concepciones básicas de lo que implica una red de transporte de trenes. Empresa privada, lucro, servicios rentables, ramales no productivos son conceptos que, tal como se entienden para el resto de los sectores económicos, no corresponden para una red ferroviaria. Los trenes, como servicio público esencial, tienen sus particularidades. El “beneficio social” de los trenes, que se puede cuantificar pero no se traduce en billetes en la caja, es clave para abordar la cuestión. Esa utilidad social se contabiliza por la menor contaminación, el menor tiempo de los viajes, el ahorro en combustibles fósiles, el ahorro de vidas y accidentes, la menor infraestructura para movilizar la misma cantidad de pasajeros o unidades de carga por año. En 1983, la entonces administración de Ferrocarriles Argentinos aplicó ese criterio con un resultado asombroso y también desconocido –o silenciado– para la mayoría. El balance tradicional de doce meses arrojaba un déficit operativo de poco más de 300 millones de dólares. Pero el beneficio público positivo había sido de 600 millones de dólares. Esto implica que la gestión operativa del tren daba pérdida, pero ofrecía ganancias a toda la sociedad superior a ese quebranto contable.
La experiencia de la fracasada privatización de los trenes en Gran Bretaña es un interesante antecedente, que terminó en la reestatización de Railtrack, empresa que fue parte de la famosa y tradicional British Rail. El proceso de Railtrack fue similar al que se está registrando aquí: aspiradora de subsidios y fondos públicos, caída de la calidad del servicios, incumplimiento de los horarios y aumento de la inseguridad. La nueva gestión de Railtrack cambió esa lógica. Esa flamante compañía, que se quedó con la propiedad y gestión de la infraestructura y de todos los bienes ferroviarios, no tiene fines de lucro y en su directorio participan el Estado, el sindicato, usuarios, compañías operadoras de pasajeros y la industria proveedora. Si se entiende que el ferrocarril es un transporte colectivo que garantiza un servicio masivo para los sectores de menores recursos y que debe priorizar, por encima de cualquier otra consideración, el beneficio social que produce, su propiedad y gestión deben ser públicas. Ese es el idioma que se entiende en el mundo con los trenes. Cualquier otro, como el engendro de las concesiones-negociados, sirve para destruirlo y despertar, cada tanto, la ira dormida de millones de pasajeros.
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