Lun 14.04.2008

EL MUNDO  › HACE CINCO AñOS CAíA EL RéGIMEN DE SADDAM HUSSEIN

Cuando Bagdad se destruyó a sí misma

Estados Unidos tomó control de la capital iraquí en abril de 2003 en medio de las bombas, los saqueos y los festejos de la comunidad chiíta. Como lo relata el cronista de este diario que estuvo ahí, lo peor aún no había ocurrido.

Desde París

Cinco años atrás, Bagdad amanecía entre columnas de humo, miedo y rencores, tanques Abrams apostados en las esquinas, explosiones y la asfixiante sensación de que lo peor aún no había ocurrido, de que aquella victoria tan rápida era una trampa preparada por Saddam para devorar a todos sus enemigos adentro de su jaula. La capital iraquí era un caos de sangre y saqueos, de imágenes repentinas y terribles, de escenas alucinantes. Ahmed Kabril cuidaba su comercio con un revólver en la cintura y un Kalachnikov en la mano. Tres veces había probado tener éxito en la vida, tres veces fracasó. A la cuarta no quería que le pasase lo mismo. Ahmed Kabril era uno de esos hombres a quienes la historia política de su país siempre les sacó lo que le pertenecía. La invasión norteamericana había puesto en peligro lo último que le quedaba. Apenas vaciada de sus amos de antaño, Bagdad se destruyó a sí misma. En aquellas primeras horas de “libertad”, el comerciante estaba viendo cómo se derrumbaba su vida. “Saddam Hussein fue una plaga. Ahora que se esfumó, todo lo que Saddam sembró con la ayuda de Occidente estalló como una planta destructora.” Armas en mano, Kabril escrutaba la horda de muchachos que saqueaba los negocios de su calle. La cortina de metal de su negocio ya estaba perforada por los balazos. El hombre había instalado el fusil Kalachnikov encima de un banco de madera en medio de la vereda. Con cuatro velas había improvisado un farol. “Así me ven bien y saben que quien se asome por este lado recibirá un balazo en la cabeza.”

El soldado Higins había visto muchas fotos de Bagdad antes de la invasión pero nunca se imaginó que la ciudad sería como la que encontró cuando su unidad entró en la capital después de lo que aún calificaba como “un combate épico” contra un enemigo “inferior pero dispuesto a todo”. Higins decía que hasta su llegada a Bagdad no había conocido la muerte ni tampoco imaginado cómo sería. Ahora ya se había acostumbrado a ella, pero el primer muerto le seguía haciendo compañía en su memoria. “La primera vez que maté a un hombre fue de noche. Me quedó una sensación rara, irreal. No lo puedo olvidar. Mi unidad se encontraba en la periferia de Bagdad, éramos parte de la avanzada que estaba por penetrar en la capital desde el sur. Pero como nos habían dado la orden de consolidar la zona antes de seguir adelante, nos agarró la noche en el lugar. Seguimos las instrucciones y ya entrada la madrugada empezaron a atacarnos. Llovían los tiros de ametralladoras y bazucas. Como no se veía nada usamos los fusiles con visión nocturna. El primer hombre que apareció en la mira avanzaba por una calle lateral, ocultándose detrás de las puertas. Era un blanco fácil. Lo dejé venir. Apunté y disparé. El tipo cayó al suelo y se volvió a levantar, titubeante. Disparé dos veces más. No puedo decir que en ese momento sentí que lo había matado. Con las miras de visión nocturna todo se ve distinto, un poco como si fuera un juego informático.” El soldado Higins movía las manos en círculo y pestañeaba mirando hacia el suelo mientras contaba su historia.

El sargento McManaman miraba el torrente humano que agitaba sus banderas negras con inquietud creciente. Ante la fervorosa marea que desfilaba frente a su unidad estacionada en las afueras de Bagdad, el sargento se preguntaba qué esquema militar le correspondía aplicar. No sabía si debía indicar a sus hombres que mantuvieran sus armas en posición preventiva u ofensiva. Las bombas estadounidenses habían puesto de rodillas al régimen de Saddam Hussein pero todos los soldados y las armas de la unidad del sargento McManaman nada podrían contra aquella densa fuerza espiritual que se dirigía a Kerbala, la ciudad santa de los chiítas. Puentes, rutas, callejuelas, no había un solo lugar de donde no surgiera un grupo animado por las expresiones de alegría y las representaciones teatrales del sufrimiento infligido al Imán Hussein trece siglos atrás. La revancha de los oprimidos estaba en las calles, a cielo abierto. El fervor, la pasión, la mezcla de fiesta y fe, de solidaridad y comunión entre los peregrinos formaban un inagotable torbellino. El sargento McManaman estaba nervioso. Sus hombres, apostados en las torretas de los tanques, escrutaban la multitud como fieras al acecho. Hamid Hussein tenía los pies doloridos, unas ampollas enormes, cortes profundos en los dedos del pie derecho y el empeine inflado como una pelota. El anciano llevaba dos días caminando para cubrir los 120 kilómetros que separaban Bagdad de Kerbala. “Cuando más cantamos y más caminamos, más cerca de Dios estamos”, decía Hamid.

La cúpula dorada de la mezquita del Imán Hussein se levanta sobre el cielo plomizo de Kerbala. En la calle, a lo largo de la gran plaza que conduce a las puertas de este recinto sagrado del Islam chiíta, una muchedumbre en trance se desplazaba en una compacta marea de banderas negras, puños que golpeaban los pechos, cantos rituales y rostros de donde manaba la sangre. Los chiítas celebraban el período de la Achura, los días en que se revivía el martirio del Imán Hussein. En el curso en una de las batallas más decisivas que el mundo haya conocido, el Imán Hussein había sido decapitado en Kerbala, en el año 680 después de Cristo. La división radical entre las dos interpretaciones del Islam, la chiíta y la sunnita, se ahondó en esa batalla. La historia de Irak y de buena parte de la región estaban marcadas por esa fecha. Suheil observaba la cúpula como si estuviera delante de un milagro. Los muertos todavía yacían al borde de las rutas, los palacios de Saddam Hussein, los tanques iraquíes, los edificios y los cuarteles aún derramaban el humo de la guerra pero Suheil y el millón y medio de peregrinos venidos de todo Irak no habrían renunciado por nada a este día de libertad. “Para cualquier hombre, morir en Kerbala es un honor”, decía Suheil. Durante trece siglos, los chiítas celebraron el asesinato del yerno de Mahoma con un fervor extremo, a la altura de su significado, es decir, el día más sagrado del calendario chiíta. trece siglos de homenajes a los que había que restarles los 35 años en que la peregrinación a Kerbala estuvo proscripta por el régimen de Sa-ddam Hussein.

La caída del dictador, entre marzo y abril de 2003, coincidió con las celebraciones de la Achura. El déspota había sido remplazado por una apariencia de democracia importada con bombas. Poco a poco, con el correr de los días, sus obsesivas y ostentosas estatuas y retratos estaban siendo arrancados de cuajo. El sargento McManaman consideraba la situación con gestos prudentes y ojos curiosos. En su cultura de militar norteamericano, los chiítas eran, a lo sumo, fanáticos y terroristas. Los que desfilaban eran alegres y, a veces, hasta lo saludaban con entusiasmo. El eco seco y hondo de los puños y las manos golpeando el pecho y el corazón en signo de duelo se confundían con los gritos de “libertad, libertad, eres toda nuestra”. A doscientos metros de la entrada de Kerbala, la multitud arrojaba un aluvión de piedras contra el derrumbado edificio de lo que fue la sede del partido Baas. “Esta es la casa del diablo”, decía un peregrino desplegando una tela blanca sobre la cual había dibujado el rostro de Saddam Hussein transformado en demonio, con dos enormes colmillos y la pera chorreando sangre. “No al imperialismo, no a la ocupación, no al colonialismo, no a Israel, no a Sharon, no a la tiranía”, decían muchas de las banderolas llevadas por los peregrinos. En esos días en que Saddam Hussein estaba desaparecido, los chiítas gritaban: “Saddam, ¿dónde te has metido? Muéstrate para que podamos castigarte”.

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