EL MUNDO › OPINION
› Por Washington Uranga
George W. Bush y Benedicto XVI han decidido utilizar la visita del pontífice católico a los Estados Unidos para poner en evidencia las coincidencias político-religiosas entre el mandatario de la primera potencia mundial y uno de los líderes religiosos más importantes del mundo. Frente al escenario del mundo, Bush y Ratzinger están exponiendo durante estos días de la visita papal a Estados Unidos el costado visible de una alianza político-religiosa basada en los principios conservadores de ambos. Para ello no ahorran los mutuos gestos de reconocimiento, utilizando tanto la fuerza de los símbolos como la retórica de los discursos.
Bush le ha dedicado a Benedicto XVI los honores nunca antes dispensados a un jefe de Estado extranjero. El presidente de los Estados Unidos justifica el tratamiento diferencial porque “él (el Papa) habla en nombre de millones de personas y porque no llega como un político, llega como un hombre de fe”. Ayer, al recibir a Benedicto XVI en la Casa Blanca, en una ceremonia también de corte excepcional, además de cantarle el “feliz cumpleaños” (el Papa cumplió ayer 81 años), el mandatario estadounidense manifestó que “nuestra nación está conmovida y honrada” por la visita del Pontífice.
Benedicto XVI no se quedó atrás a la hora de devolver elogios. Sin ningún pudor, afirmó que Estados Unidos se “ha mostrado siempre generoso en salir al encuentro de necesidades humanas inmediatas, promoviendo el desarrollo y ofreciendo alivio a las víctimas de las catástrofes naturales”. Quizá por razones diplomáticas, el Papa prefirió omitir que Estados Unidos es a la vez responsable de muchas de las catástrofes naturales que actualmente ocurren en el mundo y que ha decidido no hacerse cargo de ello. Para no quedarse corto en sus apreciaciones, Ratzinger expresó también su esperanza de que “la preocupación por la gran familia humana” que expresa Estados Unidos “seguirá manifestándose con el apoyo paciente de la diplomacia internacional orientada a solucionar conflictos y a promover el progreso”.
Ni Bush le recordó al Papa el escándalo de la pedofilia generada por sacerdotes católicos norteamericanos ni Benedicto XVI le habló al mandatario norteamericano sobre el genocidio de Irak. El Papa había salido al cruce de las críticas sobre la pedofilia diciendo que siente “vergüenza” por lo sucedido. Los voceros oficiosos de ambas partes dirán que Benedicto XVI y Bush no coinciden sobre la estrategia norteamericana en Irak, pero el papa Ratzinger, que elogia la “pluralidad” religiosa de los Estados Unidos no dirá tampoco una palabra acerca de la utilización de la religión que Bush ha hecho para presentar la guerra en Irak como una “cruzada” contra el mundo musulmán.
Entre Bush y Benedicto XVI hay más coincidencias que diferencias. Son dos líderes mundiales enrolados en la misma perspectiva conservadora y prefieren subrayar sus acuerdos antes que poner en evidencia las discrepancias no sustanciales que existen entre ambos.
El Papa llegó a Estados Unidos sabiendo también de la importancia creciente de los hispanos en aquel país y tomando en cuenta que, por lo menos culturalmente, los inmigrantes siguen reconociéndose católicos. De allí que en su diálogo con el presidente norteamericano haya incluido pedidos de una consideración más generosa con los inmigrantes a quien Bush no ha dejado de maltratar. Benedicto XVI siente que más allá de sus coincidencias básicas con el mandatario norteamericano no puede hacer oídos sordos al clamor de sus propios fieles.
Por lo demás, el encuentro entre Bush y Ratzinger no saldrá de los carriles de los mutuos reconocimientos. Sus acuerdos fundamentales dejarán en segundo plano las diferencias menores o circunstanciales.
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