EL MUNDO › A PESAR DEL FALLO DE LA CORTE SUPREMA DE EE.UU. QUE ATACA SU RAZON DE SER
Los últimos acontecimientos prenuncian el cierre de la cárcel militar, pero el sistema de impunidad, aplicación de torturas y utilización de centros de detención donde prevalece el secreto está lejos de ser desmantelado.
› Por Vicente Romero
Desde Madrid
Los acontecimientos de esta semana parecen indicar que se acelera el tan esperado final de la vergüenza de Guantánamo. Primero el Pentágono declaraba “prioridad nacional” el enjuiciamiento de varios prisioneros por comisiones militares, en una farsa judicial rechazada por la Alta Comisionada de Naciones Unidas para Derechos Humanos. Después, el Tribunal Supremo estadounidense –bien que tardíamente– propinaba un revolcón absoluto a Bush y sus centuriones, reconociendo el derecho de los detenidos en la base caribeña a apelar ante un juez federal para reclamar su puesta en libertad. Además, los dos candidatos presidenciales han reiterado sus intenciones de cerrar el controvertido presidio. Sin embargo, otros importantes datos también parecen indicar que, aunque Guantánamo tenga los meses contados, la ignominia política que lo creó se mantiene firme.
Human Rights Watch (HRW) ha denunciado esta semana un “alarmante incremento de los trastornos mentales” entre los reclusos del presidio ilegal de Guantánamo. Su informe señala que numerosos prisioneros presentan graves cuadros de ansiedad y depresión, y que muchos “ven visiones y oyen voces”, aislados en celdas ciegas. HWR califica este régimen carcelario de “suplicio” y asegura que los sometidos a él sufren desorientación grave, inestabilidad emocional e inclinación al suicidio. La denuncia es importante, pero el trabajo de HRW, titulado “Condiciones de detención y salud mental en Guantánamo” no contiene datos nuevos, e incluso peca de excesiva prudencia política.
Resulta mucho más cruda la impresión que sacamos los periodistas autorizados a entrar en la base militar norteamericana en Cuba y recorrer el interior de las instalaciones de máxima seguridad de su “centro de detención de terroristas”, tras comprobar el brutal y constante atropello de los derechos humanos más elementales que allí se cometen. Recuerdo haber contemplado –durante la visita que efectué el pasado enero junto al camarógrafo Jesús Mata, para realizar un reportaje para Televisión Española– la entrada de un preso en el dispensario médicos encapuchado, con las manos esposadas y los pies engrillados arrastraba sus cadenas caminando a ciegas, encañonado por los soldados que lo conducían. Nos impidieron retratarlo pero nos permitieron verlo. Un funcionario del Departamento de Estado revisó y mutiló las imágenes que filmamos. Sin embargo, durante dos días y medio escuchamos atónitos el reconocimiento de la barbarie oficial tanto por los máximos responsables castrenses como por los simples carceleros, sin que sus declaraciones fueran tocadas por el censor. Así, la psicóloga del presidio –cuya identidad, como la de todos los oficiales y soldados allí destinados, se mantiene oculta– nos explicó que sus pacientes sufrían “dificultades para discernir, trastornos graves del sueño y desórdenes en el ánimo”. Algo lógico en personas que llevan años recluidas en las pequeñas celdas individuales de máxima seguridad donde jamás se apaga la luz, sin referencias temporales (calendarios y relojes están prohibidos), y cuyos vidrios de espejo impiden ver el exterior, a la vez que facilitan una vigilancia constante. Los detenidos, que no salen para comer, tan sólo disponen de una hora de “recreo” para ducharse y hacer ejercicio, también en soledad, en minúsculos patios enrejados.
¿Tendencias suicidas? El propio contraalmirante Mark H. Buzby, máxima autoridad de Guantánamo, aún sin facilitarnos cifras precisas, reconoció que se producía un intento de suicido por semana. Le pregunté si compartía la afirmación de su antecesor, el almirante Harris, que calificó los suicidios como “actos de guerra asimétrica”, mera propaganda política. Y me respondió que le resultaba difícil definir las razones que pueden inducir al suicido, pero que estaba “seguro de que los detenidos tendrían en sus mentes algunos motivos para hacerlo, aunque tal vez fuera cobardía”. La desfachatez del marino le permitió también admitir las constantes huelgas de hambre de los reclusos, así como el empleo de los denominadas “Emergency Restring Chairs”, sillones donde se los inmoviliza con correas y grilletes para ser alimentados a la fuerza. “Así se preservan sus vidas –argumentó– y algunos de los que se negaban a comer están ahora más gordos que cuando llegaron.” Buzby omitió el detalle de que para cada comida se les introduce y extrae por la nariz un grueso tubo de plástico de más de un metro de largo –es decir, dos veces al día–, una práctica inhumana que causa fuertes dolores y acaba desollando internamente a cuantos la soportan.
El engalonado alcaide aceptó también que dos prisioneros tenían 15 y 17 años cuando fueron capturados, sin que les fuera aplicada la convención internacional que protege a los niños soldados: “esos dos que menciona –aseguró, impasible– llevan más de seis años aquí, así que ya no son menores de edad”. Pero el mayor descaro lo mostró al responder a mi cuestionamiento de que la mayoría de los presos no hubiera sido capturada por los militares norteamericanos sino comprada a una media de 5000 dólares por cabeza a los señores de la guerra afganos: “Hay que tener en cuenta que gran parte de ellos fueron atrapados en las zonas más salvajes de Afganistán y Pakistán, donde nuestras tropas no podían llegar”.
Más elocuentes que el informe de Human Rights Watch son las declaraciones de algunos prisioneros liberados. Como el británico Tarek Derghoul, con quien hablé largamente en Londres. Frágil, con su cuerpo trizado por una bomba en Afganistán, aún tiene el ánimo destrozado por el tormento carcelario. Su perfil coincide con el de la mayoría de los cautivos europeos que han recuperado la libertad perdida en el limbo de Guantánamo: jóvenes musulmanes, inmigrantes o hijos de inmigrantes asiáticos, detenidos por las policías políticas de países a donde habían viajado por motivos familiares. Tarek fue secuestrado en Pakistán por un grupo paramilitar y vendido a la CIA en abril de 2002. El 1o de mayo de 2002 fue trasladado a Guantánamo, donde permaneció hasta marzo de 2004, cuando quedó en libertad sin cargos. Sentado frente a mí sin mirarme, narró penosamente sus recuerdos, temblando entre sollozos:
–Cuando rezabas, postrado en el suelo de las celdas, llamaban a la puerta y si no interrumpías la oración entraban cinco guardias y te atacaban. Te rociaban con un spray, te tiraban al suelo y te golpeaban. Todo era filmado con una cámara de video. Luego te sacaban afuera y te afeitaban la cabeza y la barba. Me mantuvieron durante un mes en una celda de castigo, bajo un chorro de aire acondicionado muy frío; tanto que por la mañana el agua de mi tazón estaba helada.
Tiene razón, al decir que “cuando uno habla con las autoridades de Guantánamo éstas suelen referirse a su cárcel como si fuera un club de vacaciones en el Caribe, pero es una pesadilla”.
Actuar como abogado de medio centenar de prisioneros le ha permitido conocer a fondo las condiciones de reclusión en la base norteamericana, tras visitarla más de veinte veces.
“Si hablamos de cárceles norteamericanas creadas por la denominada ‘guerra contra el terrorismo’, Guantánamo es sólo la punta del iceberg” –me aseguró Clive Stanfford-Smith, director de la organización humanitaria Reprieve (indulto, en inglés), conversando en su oficina Bridport, una pequeña ciudad en el sur de Inglaterra–. Los presos de Guantánamo representan menos del uno por ciento del total de prisioneros de los Estados Unidos ocultos en una red de más de 25 cárceles secretas alrededor del mundo. Algunas de ellas ya han dejado de ser utilizadas, pero otras funcionan en Afganistán, en Irak, en Djibuti, en el protectorado británico de Diego García... También se emplean barcos prisión, que además de ser muy discretos y de difícil localización, resultan de muy fácil control”, agregó Stanfford-Smith, abogado de medio centenar de prisioneros de Guantánamo.
La existencia de presos desaparecidos en manos de las autoridades del Pentágono fue reconocida por la ex general Janis Karpinski, que fue responsable de prisiones militares en el centro y sur de Irak, y abandonó el ejército estadounidense tras convertirse en el chivo expiatorio de Abú Graib. “El comando de inteligencia militar a veces daba órdenes de que no se registrara la existencia de algunos prisioneros”, me explicó Karpinski en una entrevista que mantuvimos en un lugar reservado de Estados Unidos.
No basta con que Guantánamo sea cerrado y quede como parte de un pasado vergonzoso, mientras el resto del iceberg permanece sumergido en el sombrío océano de los secretos de Estado, de los crímenes que el Estado mantiene en secreto.
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