EL MUNDO › OPINION
› Por Guillermo Wierzba *
La crisis financiera internacional invade el debate público, predomina en los medios de comunicación, empuja la resurrección de sabiondos que aprovechan la ocasión para volver a hablar en código neoliberal. El comportamiento de manada espantada con el que los inversores paniquizados huyen de activos con su valor en disolución es emulado por gurúes neoliberales, charlatanes de economía, movileros y opinólogos en general, quienes se constituyen en un multitudinario coro que agita tremulosamente el tema y poco dice de él.
La mirada predominante es la del hecho catastrófico. Típico signo de lo que siempre es inevitable. Abordado en los medios de la misma forma en que se muestran ciertos conflictos bélicos, entre países periféricos, posteriores a la desaparición del mundo bipolar. Sin claridad ni responsables ni confrontaciones explicables, como los huracanes, las tempestades o el tsunami. Así la ortodoxia de los países centrales quiere relatar la crisis capitalista. Naturalizando la economía, sus ciclos y sus crisis. Promoviendo el laissez faire de la devastación para luego recomenzar la vida con la dosis apropiada de resignación. Aprobando distraídamente la actividad estatal –siempre denostable por ellos–, focalizada cuan bombero en menguar efectos. Es una escena construida en una dimensión de la fe y el misterio.
Pero más allá de la magnitud de la crisis, de comparar su tamaño con la del treinta e intentar adivinar sobre su devenir, profundidad y final es conveniente insistir en discutir la pregunta: ¿de qué crisis se trata? Es una crisis cuyo epicentro es financiero, concretamente el financiamiento hipotecario norteamericano, cuyo origen se remonta a la diferencia entre productividades de los Estados Unidos respecto de otras economías que le provoca un déficit comercial persistente. Es una crisis típicamente capitalista y ya comenzó a operar de manera efectiva el canal que transmite el colapso financiero al mundo productivo provocando las condiciones para la caída de la demanda y el detenimiento de la producción. Así como también el acelerado proceso de destrucción de capital ficticio que alcanzó un volumen inusitado en un largo período que precedió el actual crac. Pero el rasgo particular, ese que define esta crisis, el que la distingue de cualquier otra, es que es una crisis del capitalismo neoliberal, en el corazón del mismo, o sea en su adorado mundo financiero –en su sector más dinámico– y situada, geográficamente, en el centro del sistema.
Una diferencia radical entre el capitalismo neoliberal y el de la edad de oro que lo precedió fue la llamada globalización financiera, que implicó el desmonte de las regulaciones macroprudenciales de los sistemas financieros nacionales y la desarticulación de las barreras a la libre movilidad de los flujos financieros a nivel internacional. Esas regulaciones macroprudenciales que implicaban el control estatal sobre los niveles de liquidez y apalancamiento de los sistemas financieros nacionales, la administración de los niveles de tasa de interés, la orientación regional y sectorial del crédito conformaban un dispositivo que garantizaba la estabilidad financiera en el orden nacional y la su-bordinación de la actividad bancaria y crediticia a los requerimientos estratégicos del aparato productivo. Así lo financiero se construía como una actividad de servicio a lo real y el tipo de regulación asimilaba, muchas veces, ese carácter al de un servicio público.
La liberalización financiera fue construida abrazada por el discurso contra la “represión financiera”, que declamaba respecto de la necesidad de desregular tasas de interés, flujos de capitales y asignación crediticia bajo la promesa del aumento consecuente de las disponibilidades para el financiamiento por parte de los circuitos financieros formales. El clima ideológico de época favoreció el éxito de esta propuesta de la derecha conservadora y el capital financiero concentrado.
La clave del despliegue del orden neoliberal fue el derrumbe de las barreras a los flujos internacionales de capital en su forma financiera. Sin controles, los fondos fluyen a los mercados menos regulados que son los que están en condiciones de garantizar las mejores tasas de beneficio y la seguridad jurídica fundamental: huir rápidamente frente a situaciones riesgosas. La desregulación fomentó el cortoplacismo crediticio y la volatilidad financiera. Ciertas necesidades mínimas de ordenamiento sistémico llevaron a los grandes bancos con alcance internacional a celebrar el acuerdo de Basilea I, en 1988, cuyo objetivo era vincular el capital requerido a los bancos en relación con la calidad de los activos de riesgo en que invertían su capital y los ahorros de los inversores. Este paradigma regulador de orden microeconómico, sustentado sobre cierto resguardo de la solvencia de cada agente empresario pretendió sustituir, y aun con mayor eficiencia, el desmontado conjunto de regulaciones macroprudenciales. En forma tosca el nuevo dispositivo asumía una de las elementalidades epistemológicas de la economía ortodoxa: el todo es la simple suma de las partes. El nuevo esquema extendió su aplicación a la periferia y durante la década del noventa consolidó su hegemonía. Su reinado importó el aumento de la concentración financiera acompañado por procesos de extranjerización bancaria en los países periféricos, concentración del crédito, des-especialización crediticia, desestructuración de la institucionalidad de la banca de desarrollo y subsidios cruzados desde las pymes a los grandes tomadores.
Las calificadoras de riesgo, cuya habilitación se sustenta en una cuasi patente de corso, son un pilar del nuevo esquema regulatorio y su opinión incide decisivamente en el capital requerido a las entidades financieras. El modelo hace una fuerte valoración ideológica de las políticas seguidas por los estados nacionales, sobreestimando la calificación de las naciones, y empresas que operan en ellas, que establecen políticas pro-mercado. El eje constitutivo de esta etapa capitalista fue el repudio del Estado como agente económico y la adopción axiomática del mercado como regulador perfecto, dejándole al mercado financiero un rol central en la asignación de recursos en el largo plazo de la economía.
La periferia tiene una oportunidad para consolidar políticas de autonomía. Establecer, reafirmar y profundizar las políticas de controles a la entrada y salida de capitales. Reorganizar esquemas macroprudenciales de regulación de la liquidez y el límite al apalancamiento. Reconformar y fortalecer las acciones de direccionamiento del crédito y de las institucionalidades para financiar el desarrollo.
* Director Cefid-AR.
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