EL MUNDO › OPINIóN
› Por Robert Fisk *
Al menos veinte centros de tortura de la CIA existen en Afganistán.
Supe que estaba en Tadjikistán esta semana cuando mi teléfono celular libanés me dio la bienvenida a “Rusia” a mi llegada al aeropuerto de Dushanbé. Sí, amigos, Alpha Beirut en realidad creyó que yo estaba en el imperio del señor Putin. Y qué maravilla, mi teléfono sonó de nuevo cuando estaba en camino a la ciudad tadjika de Panj, sobre la ribera del Amu Darya, y me dio la bienvenida a Afganistán. Una hora más tarde, cuando aún estaba en el norte de Tadjikistán, al norte del río Oxus, atravesado por Alejandro el Grande, quien se casó con una mujer de esta zona (y que después fue asesinada), mi celular volvió a sonar. Esta vez me dio la bienvenida a los Emiratos Arabes Unidos.
Olvidándose de todo Afganistán, parte de Pakistán y de un buen trozo de Irán, dependiendo de mi ruta de vuelo, mi celular creyó que estaba yo entre las resplandecientes torres de Dubai cuando en realidad me encontraba en una de las más pobres ex repúblicas musulmanas. Me recordó cuando, a mediados de los años ’70, un jefe de redacción del diario The Times tenía sobre su escritorio un globo terráqueo giratorio como para afirmar la importancia que él daba a todo lo global, y señalaba con la punta de su pulgar el lugar de una catástrofe antes de despachar al reportero más cercano a dicha locación.
De esa forma, alguna vez envió a mi predecesor corresponsal en Líbano por tierra a cubrir un terremoto en el norte de Turquía –pese a que en medio estaba Siria, cuyo cruce de frontera requería de una visa que tomaba una semana tramitar– con el argumento de que Líbano quedaba a sólo medio pulgar de distancia de Trabzon. Bip. Bienvenido a Turquía.
Sospecho que esto se asemeja mucho a la manera en que la administración Bush veía el sudeste musulmán de Asia. Un montón de musulmanes en Dushanbé no podía ser muy diferente a otro montón de musulmanes en Kabul o en los Emiratos Arabes Unidos. Después de todo, Dushanbé ostenta un escuadrón de la fuerza aérea francesa que apoya a los británicos en la provincia afgana de Helmand, mientras que en Dubai se da la bienvenida a la marina real británica, la fuerza aérea francesa y a sucesivos secretarios de Estado estadounidenses. Esos fastidiosos musulmanes pueden ser cubiertos con un dedo y un pulgar, ¿para qué molestarnos con detalles?
Un paralelismo extraño ha emergido desde que Obama resultó electo. Durante la campaña, el presidente Ahmadinejad, de Irán, anunció que “el régimen israelí será destruido”. Eso fue lo que dijo en Farsi; no mencionó a “Israel”, aunque esta distinción parezca innecesaria. Inmediatamente Hillary Clinton anunció que si Teherán atacaba a Israel ella “aplastaría a Irán”.
Ahora ella será secretaria de Estado y los iraníes están, comprensiblemente, algo molestos. ¿Significa esto, acaso, que el nuevo gatito del Departamento de Estado continuará la línea del gatito previo, amenazando con utilizar la fuerza contra Irán cuando se supone que Obama quiere un “diálogo”?
Una especie de hipocresía a la inversa continuó de inmediato. Clinton, señalaron “funcionarios” estadounidenses, no debía ser tomados demasiado en serio pues todo ocurrió en el contexto de una campaña electoral.
En efecto, Obama –distanciándose de las mutuas acusaciones que se hicieron ambos cuando eran candidatos demócratas a la presidencia– minimizó sin más sus propios discursos electorales y básicamente admitió que ambos dijeron mentiras para conseguir votos. Afirmó que la amenaza que representa el chiflado presidente de Irak será tomada con la mayor seriedad. No es tan difícil captar el mensaje, ¿verdad? La futura secretaria de Estado no debe ser tomada en serio cuando amenaza a Irán, pero Irán será tomado muy seriamente cuando amenaza a Israel.
Adivino que las personas comunes seguiremos tragándonos esa atemorizante narrativa bajo el régimen de Obama. Vean cuán fácilmente nos tragamos los adjetivos “altamente disciplinados”, “profesionales”, y “entrenados militarmente” con que se describió a los carniceros en camiseta que perpetraron una matanza en Bombay, recorriendo hoteles y una estación ferroviaria.
¿Provenían de Cachemira, de Pakistán o fueron entrenados en campamentos de Afganistán? Yo también me lo pregunto.
Ahora recuerdo que cuando empezó la obscena guerra civil en Argelia entre Pouvoir y los “islamitas” a principios de los ’80, las autoridades nos obsequiaron historias de “terroristas usando uniformes militares” degollando a civiles. Esto siguió durante meses hasta que Tarado Fisk se dio cuenta –y más tarde confirmó al entrevistar a miembros de las fuerzas de seguridad argelinas– de que los hombres en uniforme de policía eran policías. Ergo en Bagdad, donde los periodistas narraron al mundo historias de ataques a civiles y extranjeros a manos de hombres “que usaban uniformes de policía”. Dado que no había uniformes de policía listos para usar en las bodegas de Baquba, deduzco que eran policías que trabajaban para los insurgentes.
También sospecho que los “altamente disciplinados” y “profesionales” asesinos de Bombay provenían del mismo establo. ¿El servicio paquistaní de inteligencia? Muy probablemente. ¿El ejército paquistaní, en el cual muchos han sido misteriosamente capturados y desaparecidos en los territorios tribales? Quizás.
¿Podrían ser de los servicios de seguridad indios, cuya composición interreligiosa nunca se discute, pero contra los cuales pesan evidencias sustanciales de matanzas en Cachemira? En estos días, dichos actos de crueldad deben ser tocados con lo que la policía gusta de llamar “una mente abierta”.
Nótese que hemos olvidado las prisiones secretas de la CIA. En Afganistán, una fuente de Fisk que nunca –jamás– se ha equivocado me informa que existen al menos 20 de estos centros de tortura funcionando en el país, y seis de ellos están en la provincia de Zabol.
Pero no nos importan los afganos. Aun así, me sorprendió un mínimo incidente –irrelevante, dirán ustedes– en el aeropuerto de Herat hace unas semanas, cuando dos afganos me invitaron a almorzar en un restaurante junto a las pistas de aterrizaje.
Nuestro pequeño avión, en que viajaríamos en la ruta Kandahar-Kabul, estaba siendo abastecido de combustible mientras yo compartía su pan, té y huevo duro. Dejé caer al suelo la telaraña que formaban los cascarones de mis huevos. Imaginen mi vergüenza cuando me puse de pie y vi que mis amigos recogían cada trozo de cascarón para guardarlo en una bolsa de plástico. Mantengamos a Afganistán limpio. ¿Verdad que lo haremos? Bip. Bienvenido a Afganistán.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12. Traducción: Gabriela Fonseca.
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