Dom 11.01.2009

EL MUNDO  › ESCENARIO

Tikkun Olam

› Por Santiago O’Donnell

Al final, Barack Hussein Obama se resignó a que el ejército israelí acabe tranquilo. No era la solución ideal, él hubiese preferido parar la guerra. Había decidido que era suficiente al tercer día de bombardeos, cuando ya habían muerto cien niños palestinos y su silencio cada vez más cómplice empezaba a dañar su imagen, y la guerra ya amenazaba con aguar su fiesta de inauguración.

Entonces el presidente electo de los norteamericanos reaccionó. A su manera, pero reaccionó. El martes dio por terminadas sus vacaciones en Hawai y partió a Washington para ocupar la capital. Lo primero que hizo al llegar fue convocar a una conferencia de prensa para hablar de la guerra.

Empujado por la crisis financiera, Obama venía manejando la política económica desde el día en que ganó. Había piloteado el paquete de rescate de las automotrices, había usado su mayoría en el Congreso para inyectarle cash al sistema financiero, hablaba todos los días para calmar a los mercados. Ahora otra crisis mundial lo obligaba a adelantar la toma de mando en otro sector clave del gobierno, el más prestigioso, el de política exterior. Showtime.

Ante los periodistas, Obama básicamente dijo: a) que no iba a decir mucho sobre la guerra porque el presidente todavía era Bush, pero b) que sin embargo tenía mucho para decir sobre la guerra, y c) que muchas cosas cambiarían en Medio Oriente no bien asuma el 20 de enero. “Cambiar muchas cosas”, claro, era una manera de decir que no estaba para nada de acuerdo con su estado actual. Una manera de decirlo sin desautorizar al presidente en ejercicio. O sea, sin ofender a los republicanos.

¿Y qué cosas debían cambiar en esta guerra? En ese momento el gobierno de Bush la apoyaba sin reservas. Su secretaria de Estado, Condi Rice, había bendecido la ofensiva terrestre. Su embajador en Naciones Unidas bloqueaba de manera sistemática cualquier borrador de alto el fuego que llegaba al Consejo de Seguridad.

Ardía la Casa Blanca. Dubya, “W” en idioma texano, se había abrochado el casco. Gastaba el teléfono rojo hablando con su viejo amigo y queridísimo aliado Ehud Olmert, el premier israelí. Una guerra más, cortita, para su función de despedida. ¿Qué más podía pedir?

En eso andaba Bush cuando Obama llegó a Washington. En una especie de revival con Olmert, otro gran actor que se despide dentro de pocos días. Antes de la guerra, Olmert parecía un fantasma. Arrinconado y al borde de la destitución por una larga lista de cargos de corrupción, refrendados en altas instancias judiciales; su imagen pública nunca se había recuperado del pesado legado de la guerra del Líbano. Y Bush peor que Olmert. La crisis financiera lo había desalmado. Pero ahora eran dos leones. Dubya y su compinche Olmert en tiempo de descuento. Por Dios. Por Jehová. Contra el viejo enemigo, por el bien de la humanidad. Porque se habrá caído el muro de Wall Street, pero siempre queda la religión.

Después de la conferencia de prensa sobre la guerra, Obama se reunió con Dubya y los tres ex presidentes vivos, Bush padre, Bill Clinton y Jimmy Carter, en un encuentro agendado con antelación al estallido de la guerra, de acuerdo con la meticulosa planificación del equipo de transición del presidente electo. En la foto oficial Obama le cedió el centro al presidente en ejercicio. Pero hizo saber a través de voceros oficiales que en la reunión se habló de la guerra de Gaza. No de la economía ni de baseball, ni de cómo es la vida familiar en la Casa Blanca. De la guerra. Y no parece casual que en esa reunión haya participado Carter, experto en el tema y asiduo viajero a la región, artífice de los acuerdos de Camp David y quizá la figura de Occidente que más defiende la causa palestina, más recientemente en una dura crítica a la guerra publicada en el periódico británico The Guardian horas después de la invasión. Y es probable también que en ese encuentro Obama se haya apoyado en los argumentos de Carter para exigirle a Dubya que se baje de la guerra. Y es probable que lo haya hecho ante el silencio de los otros ex, que poco y nada hicieron por la paz de Medio Oriente durante sus mandatos.

Los detalles de lo conversado en aquella reunión, como es lógico, no se dieron a conocer. Lo que sí es de público conocimiento es que a partir de ese encuentro la diplomacia norteamericana sufrió un vuelco significativo. Dubya hizo saber que votaría un llamado al alto el fuego en el Consejo de Seguridad de la ONU si lo redactaba su aliado carnal Gran Bretaña. Gran Bretaña lo redactó y Condi Rice estuvo a punto de votarlo pero, según pudo saberse, Olmert le comió la oreja a Dubya por el teléfono rojo. Entonces Condi, siguiendo órdenes de su jefe, se abstuvo. Dejó pasar la resolución, pero no le puso el gancho. Israel ni se dio por enterado. Hamas tampoco y la guerra sigue.

La guerra sigue, 200 niños palestinos muertos, pero la inauguración ya no corre peligro. Lo cual no significa que Obama es un cínico o carece de principios, sino que esos principios –que los tiene–, mezclados con una buena dosis de pragmatismo –que también tiene–, lo llevaron a guardarse sus fichas.

Podría haber doblado la apuesta, podría haber movido la dama, podría haber levantado una tormenta. Pero no hubiera sido consecuente con el plan de Obama para Medio Oriente, aquel que delineó en detalle dos días después de la última primaria demócrata, durante su discurso ante el poderoso lobby proisraelí Aipac el 5 de junio del año pasado, delante de 200 legisladores y algunos de los líderes más importantes del país.

En ese discurso Obama garantizó que Estados Unidos nunca renegará de su alianza con Israel, que nunca presionará a Israel a entrar en negociaciones, que siempre apoyará militar y diplomáticamente el derecho de Israel a defenderse, que la amenaza que representa Irán es inaceptable, y que Hamas es un grupo terrorista. Eso, por un lado.

También dijo que va a liderar un proceso de paz en Medio Oriente, o sea que no va a ir detrás de nadie, y que lo va a hacer a través de conversaciones cara a cara con los enemigos de Israel. Que no cree que las instancias diplomáticas en Medio Oriente estén agotadas, que buscará abrir canales. Que el error de Bush fue aislarse y por eso ahora las cosas están peor que antes. Que si las negociaciones cara a cara lideradas por él fracasan, entonces él tendrá más legitimidad en el mundo para hacer uso de la opción bélica. Que piensa llevar a la región “grandes palos y grandes zanahorias.”

En los meses siguientes, Obama demostró que si había alguna tensión entre su compromiso con Israel y su decisión de sacudir el statu quo en Medio Oriente, ésta se resolvería a favor de su aliado. Su primera y única gira al exterior como candidato de los demócratas incluyó una parada en Medio Oriente (foto). Tres días con líderes israelíes del gobierno y la oposición, cuarenta y cinco minutos con líderes de una facción palestina en Cisjordania. Viaje en helicóptero a Sderot para ver los Kazam y hablar con una niña que había perdido una pierna. Conclusión: “Si mis dos hijas sufrieran ataques de cohetes todas las noches, haría cualquier cosa por detenerlos”.

Ninguna mención al bloqueo de Gaza. No volvió a repetir “el pueblo palestino es el más sufrido”, aquella frase que tanto había entusiasmado al electorado musulmán cuando la soltó ante un pequeño grupo de seguidores en Des Moines, Iowa, al principio de las primarias. Después se negó a recibir a los líderes de la comunidad musulmana durante toda la campaña. Después ignoró una carta de felicitación del presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, único jefe de Estado en recibir semejante desaire. Después usó su primer nombramiento para instalar a Rahm Emmanuel en la jefatura de Gabinete. Emmanuel es muchas cosas en el mundo de la política y le sobra experiencia para ocupar el cargo, pero también es un judío ortodoxo que sirvió de voluntario en el ejército israelí durante la primera invasión de Irak, y cuyo padre, un pediatra de Jerusalén, fue miembro del grupo armado sionista Irgun, responsable de varios atentados terroristas en los ’40, entre ellos el bombardeo del hotel Ben Gurion.

Los musulmanes norteamericanos interpretaron estas decisiones como actos de campaña y se mantuvieron expectantes. Sin embargo, el compromiso de Obama con Israel no era una mera táctica electoral: los latinos tienen más votos y él les prometió mucho menos. Tampoco era por dinero: Aipac dona mucho, pero las multinacionales mucho más. Más bien, Obama tiene claro que representa a un país, Estados Unidos, y a un partido, el Demócrata, que forjaron lazos inquebrantables con Israel. Y seguramente está convencido de que el Estado israelí tiene derecho a existir y a defenderse. Pero no así. De otra manera. Con “muchos cambios”. Con más diplomacia.

En su discurso ante la Aipac, Obama dijo que su juventud rumbeante le había enseñado la importancia de tener un Estado al cual pertenecer, y que tanto Israel como Palestina merecían el suyo. Y apeló al imperativo talmúdico del Tikkun Olam, “la obligación de reparar el mundo”.

Ojalá le vaya bien con la reparación del mundo. Pero es un lástima que haya elegido esperar a que Dubya y sus amigos terminen de destruirlo.

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