Dom 24.05.2009

EL MUNDO  › LA RESISTENCIA A CERRAR GUANTANAMO COMO PRIMER PROBLEMA SERIO DE OBAMA

Buena política versus Seguridad Nacional

Las contradicciones sobre el tema –prohibir la tortura pero no culpar a nadie– comienzan a poner al presidente entre los dos fuegos de los conservadores y los progresistas desilusionados. Si bien la economía sigue en el centro de la escena y Obama sigue siendo muy popular, el miedo a los atentados puede ayudar a reinstalar la opción “derechos versus seguridad”.

› Por Ernesto Semán

Desde Nueva York

En la medianoche del miércoles, horas antes de que Barack Obama diera su discurso más importante sobre seguridad nacional desde el comienzo de su gestión, el FBI anunció el desmantelamiento del atentado más improbable de la historia de Nueva York: un grupo de cuatro personas operando al margen de cualquier organización terrorista, con desórdenes mentales e infiltrado por la policía, que querían volar una sinagoga en el Bronx y lanzar un misil contra aviones militares norteamericanos. Provistos por el propio FBI, la bomba y el misil eran falsos, pero la enorme dimensión inicial que tomaron los arrestos avivó el fantasma languidecido de la amenaza terrorista. Y aunque luego Obama no hizo mención al hecho que acaparaba los medios, sus palabras parecían dirigidas más a calmar la supuesta ansiedad por la defensa de la seguridad nacional que a marcar una ruptura con la gestión de George Bush en la política exterior norteamericana.

Mostrándose por primera vez a la defensiva desde que asumió la presidencia de Estados Unidos, Obama habló desde el Archivo Nacional donde se deposita el texto original de la Constitución y la Carta de Derechos norteamericana. El presidente reafirmó su decisión de cerrar el centro de detención de Guantánamo, iniciar los juicios civiles y militares a los cerca de 240 detenidos que aún se encuentran ahí sin proceso judicial, y prohibir la tortura en su definición más amplia. Pero como nunca antes, las palabras del presidente norteamericano perdían fuerza segundos después, opacadas en su propia ambivalencia al tratar de producir cambios sustantivos en la lucha contra el terrorismo y al mismo tiempo moderar las consecuencias más relevantes de esas transformaciones.

Hacia atrás, con la misma fuerza con la que condenó el uso de la tortura, Obama planteó su negativa a conformar una “comisión de la verdad” que investigue el diseño, justificación y aplicación de la misma contra presuntos terroristas desde el 2001. Hacia adelante, Obama esbozó la necesidad de un “marco legal para aquellos que no pueden ser juzgados” pero que Estados Unidos aún considera “un peligro a la seguridad nacional”, algo a mitad de camino entre la ilegalidad de los centros de detención y la normalidad del debido proceso. Aunque vaga, la frase presidencial abrió la chance de que los detenidos en Guantánamo queden perpetuamente en un limbo jurídico no transitorio al margen de cualquier noción de estado de derecho.

En su propia defensa de un “abordaje quirúrgico” del pasado y el futuro de la política contra el terrorismo, Obama pareció renunciar al tono de transformaciones más acentuadas sobre el cual se basa buena parte de su popularidad.

Pero Obama no habla en el vacío. Y si el presidente suponía que a cambio podía reconstruir sin mucho conflicto una base de apoyo políticamente más conciliadora, su ilusión le duró, literalmente, unos segundos. A menos de veinte cuadras, el ex vicepresidente Dick Cheney esperó el final del discurso presidencial para defender la gestión de Bush como la estrategia más eficiente de la seguridad nacional, con el argumento de que la tortura aplicada no califica como tal, y de que los interrogatorios “especiales” salvaron a Estados Unidos de atentados terroristas que el secreto de Estado le impide revelar en público.

La ambivalencia presidencial no sólo generó resentimiento entre los críticos más firmes contra la administración de Bush. Más importante aún, erosionó el propio argumento de Obama de que la administración anterior debilitó más que fortaleció la seguridad nacional y rehabilitó a quienes de forma cada más explícita sugieren que la revisión de la política de seguridad abre las puertas para un nuevo atentado.

La exposición

El discurso lo dejó expuesto, primero, a las críticas de quienes abandonó, y a las de aquellos a los que dejó de arrinconar. Entre los primeros, Kenneth Roth, de Human Rights Watch, dijo de inmediato que “comprometer los derechos básicos es innecesario dada la eficiencia de la justicia federal en casos de terrorismo... por lo que aquellos que no pueden ser acusados de terrorismo... deben ser liberados, y no permanecer en un nuevo y peligroso régimen de detención”.

También se escucharon críticas entre aquellos que empezaron a recuperar oxígeno en la medida que Obama dejó de atacarlos, Michael Rubin, del neoconservador American Enterprise Institute, afirmó que Obama está “debilitando la seguridad nacional y erosionando los fundamentos de la legislación de derechos humanos”.

Pero peor aún que la ofensiva de sus opositores, el propio Partido Demócrata le negó un día antes la mayoría parlamentaria para liberar fondos para cerrar Guantánamo. El Congreso expresa una versión empeorada de cómo Obama es presa de la presión republicana. Los representantes demócratas reclaman una cobertura política total de la Casa Blanca para votar el presupuesto, con el argumento de que no quieren quedar públicamente como responsables del cierre de Guantánamo si en el futuro uno de los detenidos organiza un nuevo atentado terrorista. Hace pocos meses, el Partido Demócrata recuperó su lugar sobre la base de condenar la existencia de Guantánamo y defender el estado de derecho. Hoy sus dirigentes parecen invertir la carga de la prueba, y suponen que su lugar está más seguro permitiendo la existencia del centro de detención que acelerando su cierre.

La imagen de un líder exitoso sufriendo sus primeros tropezones importantes nunca es agradable. Obama retiene intactas no sólo su popularidad y su oratoria, sino también las ideas básicas con las que llegó al gobierno. Con la crisis económica en primer plano, la política exterior y la lucha contra el terrorismo son sin embargo un espacio en el que su legitimidad puede crecer o erosionarse más rápidamente que el crecimiento del PBI. Sus últimos discursos sobre seguridad nacional muestran la ambivalencia de una política que debe atender varios objetivos a la vez, objetivos que están mucho más en tensión que en armonía.

Obama debe demostrar que su política implica un nuevo compromiso de Estados Unidos del lado de los derechos humanos y al mismo tiempo es una estrategia efectiva para evitar un atentado terrorista. En términos de políticas públicas, debe poner fin a la tortura y condenar a quienes la avalaron o implementaron, y restituir el estado de derecho para los detenidos, pero de forma tal de constituir un punto fuerte y no una flaqueza de su política de seguridad. La noción de que la seguridad nacional se resuelve al margen de los valores políticos y en “el lado oscuro” de la política, como lo definió Cheney en 2002, es, justamente, la arena movediza en la que Obama parece haber entrado.

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