EL MUNDO › OPINIóN
› Por Carlos Slepoy *
Se ha escrito mucho sobre las causas que motivaron el acuerdo de los dos partidos mayoritarios para erradicar el principio de justicia universal de la legislación española. El límite se sobrepasó cuando se pretendió enjuiciar crímenes de lesa humanidad y/o genocidios y/o crímenes de guerra cometidos por chinos en el Tíbet, israelíes en Gaza y estadounidenses en Guantánamo, o quizás –o además– por las investigaciones sobre los crímenes del franquismo –que eran asimismo un ejercicio de justicia universal—, respecto de los cuales, como sabemos, se ha pactado igualmente la más absoluta y cruel impunidad. También se ha escrito ampliamente acerca de que limitar el principio de justicia universal –que por algo se llama así– a la existencia de víctimas españolas o a vínculos de conexión relevantes con España y que se acredite en todo caso, mediante prueba diabólica, que no hay otro procedimiento abierto en otro lugar del mundo es, lisa y llanamente, desterrar de la legislación española la persecución de criminales contra la humanidad. Traicionando su naturaleza, se pretende su compatibilidad con la discriminación de las víctimas por su nacionalidad y con el principio de subsidiariedad de jurisdicciones. Esto es un oxímoron, grosera y vergonzosa contradicción con lo que el principio enuncia y significa. El sello propio y distintivo de la jurisdicción universal es la inclusión de la universalidad de las víctimas –para que todas ellas puedan ser protegidas por todas las jurisdicciones del mundo– y el principio de concurrencia de jurisdicciones, para garantizar entre todas la mejor persecución de los criminales.
No importa que esta medida vulnere la doctrina del mismísimo Tribunal Constitucional, tratados suscriptos por España y prácticas judiciales –de las que la judicatura española fue referente hasta ahora– extendidas a otros países y que ya forman parte del Derecho imperativo internacional. Se ensordecen los oídos para no escuchar el clamor que surge de cientos de organismos de derechos humanos, organizaciones sociales –nacionales y extranjeras– y personas de todo el mundo para que se detengan. La urgencia y nocturnidad con que se tramitó el proyecto de ley, actualmente en el Senado, quiere dejar tranquilos, no importa a qué coste moral, a los grandes violadores de derechos humanos que hasta ahora han sido y a los que lo serán en el futuro. Acostumbrados estamos a leyes y prácticas que dejan impunes crímenes pasados. Ahora el Parlamento español nos anuncia impunidad, también, para los que serán.
Quiero creer que muchos legisladores, en especial socialistas, no han reflexionado suficientemente sobre el grave mal que están por cometer. Supongo que celebraron la detención de Pinochet, el juicio y la condena al genocida argentino Adolfo Scilingo y los distintos procedimientos abiertos en la Audiencia Nacional para perseguir a grandes criminales de distintos países del mundo. Más aún, me atrevo a decir que se enorgullecieron de que estos hechos fueran protagonizados por la Justicia española. ¿Puede llegar a tanto la obediencia partidaria como para traicionar estos sentimientos y los principios que los inspiran? Está claro que ningún tribunal los procesará. Habrá un día en que se considerará un crimen la promoción y sanción de la impunidad pero, por ahora, pueden estar tranquilos los impunidores.
En su famosa “Carta desde la cárcel de Birmingham, Alabama” –16 de abril de 1963– dirigida a un grupo de clérigos blancos que lo cuestionaban, Martin Luther King estampó esta frase que pasaría a la Historia: “Nosotros nos tendremos que arrepentir en esta generación no sólo de las palabras odiosas y las acciones de la gente malvada, sino también del aterrador silencio de la gente buena”. Están a tiempo los buenos legisladores españoles de no tener que arrepentirse ya no de su pasividad y su silencio, sino de su activa complicidad con los malvados. Es necesario que los diputados mediten sobre lo que ya han hecho y los senadores sobre lo que van a hacer. Quizá Dios exista e inspire a estos últimos a vetar el proyecto de ley y enviárselo a los primeros para que lo eliminen o, mejor, perfeccionen la ley actualmente existente para garantizar una mayor y mejor aplicación del principio de jurisdicción universal. Más terrenalmente, y aunque se reitera la improbabilidad de que vayan a rendir cuentas ante la Justicia, es pertinente recordarles que el artículo 451 del Código Penal califica como encubridor al que, sin haber intervenido como autor o cómplice en el delito y con conocimiento del mismo, interviniere con posterioridad a su comisión ayudando a sus responsables a eludir la investigación de la autoridad o de sus agentes, o a sustraerse a su busca o captura, siempre que concurra, entre otras, la siguiente circunstancia: que el hecho encubierto sea constitutivo, entre otros, de genocidio, delito de lesa humanidad, delito contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado. Si el favorecedor hubiere obrado con abuso de funciones públicas, además de la pena de privación de libertad, de seis meses a tres años, se le impondrá la de inhabilitación absoluta por tiempo de seis a doce años.
Se está por cometer un crimen de ilesa impunidad. Los genocidas y sus instigadores, que buscan inmunidades e impunidades por doquier, dormirán un poco más tranquilos, confiando además en el efecto multiplicador del ejemplo. Ojalá no les ocurra lo mismo a los legisladores que están por delinquir, aunque, como aquéllos, no vayan a ser castigados. Quizás el mal sueño los haga despertar.
* Abogado especialista en derechos humanos.
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