EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
Toda la semana esperó, y seguirá esperando y dejará que crezca la duda: ¿qué hacer en Afganistán? El comandante en jefe de la fuerza invasora y flamante Premio Nobel de la Paz tiene un plan, por supuesto. Se trata, nada menos, que del conflicto que definirá su presidencia. Por ahora espera.
Para la revista Time, la decisión será tomada en noviembre, fines de noviembre. La “temporada de batalla”, como la llaman, dura hasta el invierno, o sea, nuestro verano. Para fines de noviembre se espera el voto de la reforma de salud. Pero puede ser mañana.
El problema es que, haga lo que haga, Obama no puede hacer mucho. Hay realidades de las que no puede escapar. Los demócratas que pedían a gritos el retiro de tropas de Irak apoyan esta guerra, desde el primer momento. Los aliados que no quieren mandar más tropas tampoco apoyan un retiro inmediato ni nada que se le parezca. Esta semana Gran Bretaña, que ya tiene 10 mil soldados allá, anunció que manda más tropas. La España socialista pidió permiso al Congreso para mandar un contingente, por el acercamiento Obama-Zapatero, tras el freezer diplomático durante el gobierno de Bush. Los jefes militares de la OTAN de Holanda y Dinamarca apoyan el plan de mandar más tropas. Hasta Sarkozy defendió con pasión la presencia de las tropas francesas en la zona de guerra antes de agregar, para la otra tribuna, “ni un soldado más”.
Ocho años después de despojar al gobierno talibán del poder en Afganistán, al frente de una coalición de países bajo bandera de la OTAN, es evidente que la insurgencia muestra un crecimiento militar y político, y que la crisis se ha extendido y confluido con el conflicto interno de Pakistán y aun el de Pakistán con la India.
Si las acciones terroristas tienen por objetivo enviar un mensaje, entonces el atentado con coche bomba contra la Embajada de India en Kabul, con un saldo de varios muertos y heridos, el segundo en dos años, dejó al descubierto el juego de complicidades entre los servicios secretos paquistaníes, sectores del gobierno afgano y fuerzas talibán que en otros conflictos aparecen enfrentados.
Mientras tanto en Pakistán la situación es más compleja, y no sólo por su arsenal nuclear. El creciente sentimiento antiestadounidense es muy superior al que se registra en la propia Afganistán, según encuestas de las cadenas de tv estadounidenses.
La semana pasada la guerrilla talibán asaltó un cuartel en Rawalpindi y coordinó una serie de asaltos y ataques con coches bomba en la estratégica Peshawar, cuna del clan Bhutto, en una de las semanas de mayor audacia demostrada por la guerrilla talibán, cuyos aliados ganan representatividad en el sistema político paquistaní. Cuando hasta hace pocos años eran una fuerza marginal, ahora controlan provincias enteras. El presidente paquistaní, Asif Zardari, es el viudo de la ex primera ministra Benazir Bhutto. Benazir era la hija de un presidente asesinado por un general pronorteamericano golpista y la candidata de Washington para reemplazar a otro general pronorteamericano golpista, cuando ella fue baleada en plena campaña electoral. Este señor Zardari, apodado por el pueblo paquistaní “Mister Diez por Ciento,” por su actuación como asesor de su esposa cuando ella era primera ministra, ganó las últimas elecciones y acaba de lanzar una fuerte ofensiva militar contra los bastiones talibán en la provincia de Warziristán. Es la segunda gran ofensiva de la temporada, después de la llevada a cabo a principio de año en el valle de Swat.
Dado que las fuerzas talibán entran y salen de la frontera entre Pakistán y Afganistán, cualquier repliegue de las tropas de la OTAN dificultaría la ofensiva de las huestes de “Mister Diez por Ciento”. Y Obama no puede permitir que eso suceda. En Pakistán, al menos tiene un presidente legítimo.
En cambio Afganistán es distinto. Afganistán tiene un Estado dibujado hace ocho años por una fuerza invasora, que pactó con los aliados internos de las potencias regionales para imponer un sistema político y una Constitución. Y un plan estratégico de desarrollo. Lo que los académicos estadounidenses llaman, modestamente, “nation building” o “construcción de nación”.
Ese era el plan para Afganistán. “Construir” un país cuya independencia precede a la de Estados Unidos. Un país que tradicionalmente se manejó a través de un sistema de alianzas tribales con un gobierno central débil y que supo de décadas de coexistencia pacífica entre las ocupaciones inglesa, soviética y estadounidense.
Pero como suele suceder en los dedazos, el hombre elegido no parece ser el correcto. Hamid Karzai, líder pashtún, la primera minoría étnica, no sólo viene de ganar una escandalosamente fraudulenta reelección, sino que su hermano, Ahmed Viali Karzai, gobernador de Kandahar, es uno de los políticos más sospechados de corrupción y de nexos con el tráfico de opio, del que Afganistán produce el 80 por ciento de la producción mundial.
Según los reportajes que llegan desde el interior de Afganistán, el Estado en gran parte de ese país es percibido casi como parasitario, ya que no provee servicio alguno, mientras las fuerzas talibán proveen justicia, seguridad, educación.
El dinero para “construir Afganistán”, que mandó la comunidad internacional, bajo el auspicio de la ONU, supuestamente sirve para levantar carreteras y escuelas y juzgados, y convencer a los afganos de las bondades de la democracia y el mercado. Pero el último informe de Time muestra que gran parte de ese dinero termina financiando a la guerrilla, ya que los contratistas les pagan a los talibán para no ser atacados. Sumados a los recursos provenientes del narcotráfico, el talibán tiene pertrechos para rato.
El problema es que ya dos tercios de los estadounidenses se oponen a la guerra. Será cuestión de tiempo hasta que convenzan a sus representantes en el Congreso. El “ala liberal” del Partido Demócrata ya viene golpeada por las concesiones en la reforma de salud y su descontento se traduce en una caída de cerca de veinte puntos en la popularidad de Obama, mientras que su nivel de aprobación entre los republicanos casi no ha variado.
El ala pacifista mostró su músculo esta semana al hacerse públicas las declaraciones del vicepresidente Joe Biden, quien supuestamente habría integrado la fórmula demócrata por su experiencia en política exterior, diciendo que “siempre había tenido dudas sobre la presencia de nuestras tropas en Afganistán.” La oleada pacifista cobró impulso con el anuncio del Premio Nobel, todo un mensaje de la Unión Europea.
Las razones son bastante evidentes: el desgaste de ocho años de una guerra que empezó después del 9/11 con el reiterado objetivo de vencer al régimen que daba protección a la red terrorista Al Qaida, para así llegar a la guarida del líder de esa red, autor ideológico del atentado y enemigo numero uno, Osama bin Laden.
Pero resulta que pasan los años y Bin Laden no aparece por ningún lado. Apenas se lo oye en algún audio autentificado por algún supuesto experto en contraterrorismo de la CIA. Bin Laden, tan poderoso, tan tecnológico, no aparece y para los expertos en contrainteligencia antiterrorista es casi un juego de niños mantener vivo un mito, si el mito sirve para cristalizar la idea del terrorismo que se quiere combatir. Se llama propaganda antiterrorista. Porque cada vez que aparece un audio del supuesto Bin Laden, los primeros beneficiados son los presupuestos de inteligencia militar.
O quién sabe, por ahí los expertos de la CIA dicen la verdad, por ahí Bin Laden no aparece justamente para meter miedo, porque es eso, un terrorista, y se especializa en no hacer lo que se espera de él.
Sin embargo, la opinión pública estadounidense no cuestiona abiertamente el mito de Bin Laden porque cree en sus instituciones, en los “briefings” secretos de la CIA a los líderes del Congreso.
Más allá del costado emocional, lo que la opinión pública cuestiona es la premisa central de la misión: que es necesario derrotar al régimen talibán afgano para proteger a Estados Unidos de atentados terroristas.
Pero ahora el objetivo ha cambiado. Ahora la prioridad es consolidar el régimen paquistaní y custodiar su arsenal nuclear. Por eso ahora la prensa estadounidense habla de “la guerra AfPak”. Por eso Obama no se puede ir de Afganistán, como se está yendo de Irak.
Obama ya sabe lo que va a hacer y la gente que está cerca de él también. Primero va a esperar, abrir el debate, abrochar si puede el tema de la salud, su principal iniciativa doméstica.
Después, según el columnista Joe Klein, Obama va a aceptar el pedido de su jefe militar en Afganistán y le va a mandar las cerca de cuarenta mil tropas que pide, aunque va a decir que son para entrenar al ejército afgano, lo cual, por supuesto, no va a ser verdad.
Porque el general McChrystal es su pollo. Obama lo puso para que reemplace al general McKiernan no bien asumió. Y McChrystal tiene maneras más discretas de hacerle llegar un consejo a su presidente que una publicitada audiencia pública ante un comité legislativo. Si lo hizo así fue con un guiño de Obama.
Pero Obama quiere un plan ganador, un plan a prueba de balas talibán. Y ese plan no existe. Por eso duda, al menos en público, aunque en el fondo ya sabe lo que va a hacer, porque mucho margen no tiene.
Mientras el apoyo a la guerra completa el proceso de erosión en Estados Unidos y Europa, mientras ese apoyo desciende la espiral de resultados nulos y objetivos cambiantes y mientras crece la pila de cadáveres, Obama sigue adelante.
Con el fantasma del 9/11, ese que lo puso ahí en el primer lugar. Con los votos que acompañaron su propuesta de retirarse de Irak, pero, eso sí, para ganar la guerra de Afganistán. Por eso la paz del Nobel tendrá que esperar. Por eso la duda.
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