EL MUNDO › OPINIóN
› Por Immanuel Wallerstein *
Se supone que las olimpíadas modernas tienen que ver con dos cosas: promover la paz por todo el mundo, mediante una competencia no violenta que esté por encima de la política, y exaltar los logros atléticos. Sin duda, casi todos los atletas entran en las competencias olímpicas teniendo en mente lo segundo. Pero promover la paz parece ser casi la última cosa en la mente de los gobiernos cuyo respaldo de sus estructuras atléticas ha sido siempre crucial para el éxito de sus participantes nacionales.
Esto por supuesto fue cierto desde el mero comienzo. El afamado promotor original de las modernas olimpíadas, el barón de Coubertin, nació en 1863. Se dice que se le crió meditando sobre el trauma nacional sufrido por casi todos los franceses como resultado de la derrota que les infligieron los alemanes en 1871. Parece ser entonces que Coubertin decidió que la derrota era resultado de que en la educación francesa faltaba enfatizar la importancia de las habilidades atléticas, a diferencia de Gran Bretaña y Alemania, y fue entonces que se propuso rectificar esto.
Al paso de los años, los gastos nacionales en los preparativos olímpicos se han incrementado de manera constante. Ganar la elección de la sede de los Juegos Olímpicos como ganar los juegos mismos se volvió un objetivo más importante para los gobiernos. La geopolítica nunca ha estado ausente de los juegos.
A lo largo de la Guerra Fría, la competencia entre los bloques se contabilizaba según el número de medallas de oro ganadas. Al boicot de Estados Unidos y de otros países occidentales a las olimpíadas de Moscú en 1980 le siguió el boicot soviético de los Juegos Olímpicos de Los Angeles en 1984. La lista de países que podía competir la determinaban argumentos de guerra fría, acerca de la legitimidad de los Estados y sus fronteras.
Así que no sorprende que la reciente votación del Comité Olímpico Internacional (COI) en Copenhague que decidió la sede de los Juegos de 2016 fuera interpretada por la prensa mundial a través de lentes geopolíticos. De hecho, la prensa mundial ha estado brindando atención creciente a estas decisiones del COI, debido a que ahora los jefes de gobierno se volvieron negociadores directos de la candidatura de una sede olímpica. Así que, dada la presencia de los líderes de Brasil, España y Japón en la reunión de Copenhague, fue claro que Barack Obama tenía que aparecerse también para hacer su moción en favor de la sede de Chicago.
Los corredores que aceptan apuestas de los resultados de tales competencias le daban las probabilidades a Chicago, sobre todo por el anuncio de Obama de que asistiría en persona. En la primera ronda de votaciones secretas, los resultados se partieron entre los cuatro candidatos. Pero para gran sorpresa de la prensa estadounidense, de los líderes del atletismo y de los políticos, Chicago no salió en primer lugar, sino en cuarto, y fue eliminado en la primera ronda.
Para la tercera ronda, Río de Janeiro emergió victorioso con dos tercios de los votos, lo que es un margen inusualmente amplio. No es difícil discernir por qué ocurrió así. Aunque Río es una sede atractiva en sí misma, los miembros del COI votaron menos por Río de Janeiro que por Brasil. Los tres otros candidatos fueron todos del norte –Estados Unidos, España y Japón–. Brasil representaba al sur.
El argumento público principal del presidente Lula es que Sudamérica es el único continente que nunca ha sido anfitrión de los Juegos Olímpicos. Eso es cierto, pero pienso que Fidel Castro estaba más en lo cierto cuando de modo exultante describió la votación como un triunfo del Tercer Mundo.
Y no sólo fue cualquier país del tercer mundo el que ganó la votación. Fue Brasil, uno de los gigantes del sur que se levantan. Lula mismo dijo después de la votación: Brasil pasó de ser un país de segunda a uno de primera clase, y ahora comenzamos a recibir el respeto que merecemos.
El respeto que merecemos –y que no han recibido en el pasado–, ésa fue la exultante alegría de Brasil, y fue compartida por el resto del tercer mundo.
¿Fue éste un rechazo a Obama? Por supuesto lo fue –no hacia él en lo personal, sino hacia Estados Unidos–. Por más popular que sea Obama por todo el mundo, y es popular, continúa siendo el presidente de Estados Unidos. La votación fue claramente un desprecio geopolítico. No es que Obama pudiera haberlo hecho mejor. Y si él no se hubiera presentado, el público estadounidense lo habría culpado de la derrota por su ausencia.
Perder una votación relativa a una sede olímpica no es tan malo como ver que las bases estadounidenses en Afganistán son ocupadas por los talibán, pero es parte de la misma figura.
Ahora que Obama ganó el Premio Nobel de la Paz, ¿cambiará eso las cosas en cuanto a la diplomacia estadounidense? Momentáneamente, tal vez. Pero la situación subyacente permanece igual. De hecho, hará que la posición del presidente estadounidense sea en algunas formas más difícil, porque ahora será medido con criterios más altos.
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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