EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
A la hora de hablar de cómo será la presidencia de Dilma conviene tener en cuenta que lo primero que dijo en público después de ganar las elecciones fue algo que nadie había anticipado. Dijo que su primer compromiso, por encima incluso de su compromiso con la democracia, es el de luchar por la igualdad de género. A diferencia de otras políticas, como Cristina Kirchner o Michelle Bachelet, que siempre se refieren a su condición de mujer, tanto en la campaña como fuera de ella, hasta anteayer Dilma casi no había hablado del tema. Ni siquiera después de la primera vuelta, cuando ella y otra mujer, Marina Silva, habían sumado dos tercios del total de los votos. En una campaña donde corrieron ríos de tinta sobre el aborto, los demás temas vinculados con la desigualdad entre el hombre y la mujer nunca aparecieron en el debate. Y en el tema del aborto, obligada por las circunstancias, podría decirse, la postura de Dilma no fue precisamente la de una militante feminista.
En su discurso de la victoria, Dilma no dio ninguna precisión sobre las políticas que implementará para alcanzar su objetivo de igualar géneros, aunque sí fue muy detallista al referirse a otros temas, por ejemplo el plan económico, incluso anticipando qué leyes tiene pensado mandar al Congreso. Sin embargo, los analistas acá anticipan que uno de los primeros lugares donde se pondrá en marcha el proceso de igualación será en el gabinete nacional, por qué no, empezando por su jefatura. Para ese cargo suena fuerte el nombre de Maria das Graças Silva Foster, ejecutiva de Petrobras, ex colaboradora y amiga personal de la presidenta electa.
Si bien en la región la elección de una presidenta ya no es novedad (Dilma sería la duodécima), sí lo es en un país como Brasil, donde todavía persiste una fuerte tradición de conservadurismo social. El tema de género le calza bien a Dilma, le da la posibilidad de imponer su impronta al nuevo gobierno, sumando un matiz a las políticas progresistas de Lula, diferenciándose para alcanzar su propia identidad, pero sin apartarse del programa de gobierno de su mentor y antecesor en el cargo.
Pero claro, la promesa de Dilma de luchar por la igualdad de género puede entrar en conflicto con otra promesa que destacó en su discurso de anteayer, la de respetar la libertad religiosa. Casi no hace falta decir que la Iglesia Católica y varias más se oponen a algunas de las reivindicaciones básicas de la lucha por la igualdad de género, como el derecho al aborto y el uso de anticonceptivos. O que el Vaticano debe ser el único Estado del mundo que no se permite ser gobernado por una mujer, ni admite mujeres en ningún puesto de relevancia.
El voto religioso conservador tuvo un gran protagonismo en la última campaña, cuando Dilma y su oponente José Serra salieron a cortejarlo tras la muy buena elección en la primera vuelta de Marina Silva, evangelista practicante y férrea opositora a la legalización del aborto.
Antes del ballottage, para frenar el crecimiento de Marina, Dilma había declarado que en lo personal ella estaba en contra de legalizar el aborto, aunque la plataforma partidaria del PT dijera otra cosa. Serra y Marina salieron a cruzarla, acusándola de doble discurso. Dilma empezó a perder votos y llegó a la segunda vuelta con una ventaja holgada, pero en peligroso descenso. Entonces se mostró comulgando y cumpliendo promesas en una Iglesia de esta ciudad, algo inédito en su vida pública, y a partir de ese momento volvió a crecer en las encuestas.
Una alta fuente del PT señaló que el partido o sus representantes llevarán al Congreso el debate por la despenalización del aborto durante el gobierno de Dilma, aunque podrían esperar hasta después del tratamiento de las reformas tributaria y política, las dos principales iniciativas que el oficialismo impulsará en la Legislatura. Llevan las de perder, pero al menos evitarían que el tema se vuelva a tratar a las apuradas y en forma electoralista durante la próxima campaña presidencial. La fuente asegura que la presidenta electa cumplirá con su palabra de no impulsar ningún proyecto para despenalizar el aborto, pero destaca que Dilma nunca prometió vetar dicha ley, si fuera aprobada.
La relación entre los gobiernos llamados progresistas de la región y el movimiento religioso conservador que encabeza la Iglesia Católica varía de país en país. En Chile, el gobierno de Bachelet impulsó una ley para legalizar la píldora del día después enfrentando al lobby eclesiástico, entre otras medidas para facilitar el acceso al control de la natalidad y la igualdad de oportunidades en el ámbito laboral. Pero en la Nicaragua sandinista, el gobierno de Daniel Ortega pactó con la cúpula católica la ley antiabortista más regresiva de todo el continente. Argentina, en fin, relación complicada y compleja, dejémoslo ahí.
En Brasil todavía es muy pronto para saber hacia dónde gravitará Dilma, pero el mejor indicio de que inclinará la balanza para el lado de su primera promesa lo dio en el discurso de anteayer. No tanto por lo que dijo sino por lo que no dijo. Fue otra mujer, Cristiana Lobo, analista de Rede Globo, la que reparó en la omisión, que Dilma compartió con su contrincante. “Se la pasaron hablando de religión durante toda la campaña –recordó la analista–. Pero en sus discursos post-electorales, ni Dilma ni Serra le agradecieron a Dios.”
El viernes pasado, tres días antes de ser elegida primera presidenta de Brasil, en el último debate de la campaña, quizás el acto más crucial de su carrera política, en el que ponía en juego como nunca antes su chance de alcanzar la presidencia, Dilma sufrió la desigualdad de género en carne propia. Literalmente.
El otro día pasaron por la tele un backstage de ese debate. El programa mostró a Dilma, instantes antes de salir al aire, parada en una pata como un pelícano, mientras apoyaba el codo sobre una mesa para repartir el peso de su cuerpo. Hinchada de corticoides para combatir su linfoma, semanas atrás Dilma había tenido que ser internada por la inflamación en las piernas, particularmente en el tobillo izquierdo. El viernes, Dilma se pasó la previa del debate haciendo equilibrio para no pisar con ese tobillo.
Cuando se encendieron la cámaras, Serra se deslizó por el escenario con gracia, un par de guantes de cuero y goma le envolvían los pies. Dilma debió penar y forzar sonrisas montada en tacos, con sus empeines-empanada a la vista de todos, con los dedos apretados en la puntera del calzado negro de moda que hacía juego con su tailleur gris.
Seguramente pensó que ser la primera presidenta de Brasil bien vale algunos sacrificios. Sabe muy bien que su elección rompe con las costumbres y tradiciones machistas que todavía dominan la cultura de su país.
Pero debe saber también que todo eso no alcanza a justificar el sufrimiento que padeció aquella interminable noche del viernes, sólo para cumplir con las convenciones sociales de su electorado. Dependerá de lo que haga o deje de hacer en materia de género si valió la pena haberse sometido al tormento, o si lo suyo fue pura coquetería.
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