Dom 02.02.2003

EL MUNDO  › OPINION

El Napoleón del río Potomac

› Por Claudio Uriarte

De confirmarse el diseño político-militar que Washington parece estar proyectando a Oriente Medio, 2003 puede pasar a la historia como el año en que Estados Unidos –o su gobierno, al menos– se asumió finalmente a sí mismo como un imperio. Porque la invasión a Irak, en la forma en que está proyectada, va más allá del derrocamiento de Saddam Hussein, de la toma de los pozos de petróleo o de la eliminación de las armas de destrucción masiva del régimen, para encarar una gigantesca empresa de rediseño del área.
Los allegados al Pentágono ya lo dicen con casi todas las palabras: la conexión de Saddam Hussein con los fundamentalistas de Al-Qaida puede ser inexistente, pero la presencia de fuerzas militares acorazadas de Estados Unidos en Irak no va a ser indiferente a los países fronterizos que alimentan a los fundamentalistas de Al-Qaida. En otras palabras, la ocupación de Irak, la privatización de sus empresas y la instauración en el país de una democracia de mercado macdonalizada son vistas solamente como primer paso catalizador de una suerte de efecto cascada, donde la inestabilidad y la revuelta que están fermentando en la zona va a ser aprovechada por Estados Unidos para crear un dominó propio en que regímenes agotados y poco confiables como los de Arabia Saudita, Siria e Irán serán destituidos y reemplazados por otros para mayor gloria del capitalismo y del sueño americano. La audacia y los peligros de la idea no pueden ser demasiado subrayados: es una aventura de ambiciones napoleónicas, así como el extraño momento en que la potencia del orden y del statu-quo empieza a actuar de modo activo para subvertir ese orden y ese statu-quo. Y hay que advertir que los norteamericanos no están acostumbrados a eso: la operación implica mantener una enorme cantidad de fuerzas militares en la zona durante largo tiempo, en medio de una recesión económica y con un pueblo culturalmente muy reacio a todo tipo de salida al exterior (recuerden Pearl Harbor).
Parecería un delirio, excepto que detrás de todo se encuentra un estratega muy calculador y frío: Donald Rumsfeld, secretario de Defensa de la administración Bush. No es la primera vez que Rumsfeld desafía al saber convencional. En 1974, cuando se convirtió en el hombre más joven en asumir el Departamento de Defensa (tenía 43 años), pactó con los jefes militares e hizo entrar en cortocircuito las negociaciones de armas nucleares que el entonces secretario de Estado Henry Kissinger mantenía en Moscú. Vuelto al Departamento de Defensa en 2001 por intercesión de su viejo amigo, el hoy vicepresidente Dick Cheney –a quien a su vez Rumsfeld había llevado en 1974 a la Casa Blanca de Gerald Ford– sorprendió con un programa de defensa antimisiles muy resistido por Rusia y con una reconfiguración de las Fuerzas Armadas norteamericanas muy resistida por las Fuerzas Armadas norteamericanas. Pero Rusia terminó accediendo al plan –que barre con su poder de disuasión estratégico–, sin hacer el menor intento por contrarrestarlo con el único medio que tenía: la multiplicación de misiles ofensivos. “Rummy”, como lo llaman los amigos, había calculado bien: Rusia no tenía el dinero para oponerse al escudo.
La batalla con los generales fue más dura y Rumsfeld estuvo a punto de perderla a manos del complejo militar-industrial, interesado en los viejos programas armamentísticos pesados de tiempos de la Guerra Fría. Pero lo salvó una oportunidad bajo la forma de crisis: los atentados del 11 de septiembre. Nuevamente el secretario parecía afrontar lo imposible: Afganistán –repetían a loro los comentaristas– había frustrado las ambiciones de Gengis Khan, de Alejandro Magno, del Imperio Británico y de dos Imperios rusos. Sin embargo Rumsfeld, descansando en una combinación de fuerzas locales, tropas especiales y alta tecnología, echó a los talibanes y logró controlar Afganistán en menos de tres meses. Incluso la crisis de Corea del Norte, uno de cuyos elementos es el alza de los sentimientos antinorteamericanos en el sur, confirmó una parte de los presupuestos estratégicos del jefe del Pentágono para la reforma militar:que las bases estadounidenses en el extranjero se están convirtiendo en un fenómeno en extinción, y que EE.UU. se quedará cada vez más solo.
Rumsfeld. un amante de la confrontación y del lenguaje duro, creó un escándalo diplomático la semana pasada al calificar a Alemania y Francia como “la vieja Europa”, pero incluso los especialistas de defensa europeos admitieron luego que la OTAN ampliada al Este implica un nuevo balance de poder. Ahora habrá que ver hasta qué punto este instinto de poder desnudo, unilateral y violento se verifica también en Medio Oriente, una operación de cuyo tipo no se ha visto desde la Segunda Guerra Mundial.

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