EL MUNDO › CóMO SE VIVIó LA MUERTE DEL ICONO TERRORISTA EN LA CIUDAD DE LAS TORRES GEMELAS
Durante una semana la gente festejó la muerte de Bin Laden porque no se le presentan muchas otras opciones para expresarse. Pero el impacto inmediato en la popularidad del presidente estadounidense no necesariamente le garantiza su reelección.
› Por Ernesto Semán
Desde Nueva York
Ocho de la mañana. La noche anterior, el presidente Barack Obama anunció la captura y muerte de Osama bin Laden a manos de un comando de élite norteamericano. Alguien en la línea L del subte intenta levantar el vagón entero al grito de “¡U.S.A., U.S.A.!”. Los pasajeros, que viajan de Brooklyn hacia Manhattan, lo miran con resignado fastidio. El video de la escena, que lleva 270 mil visitantes en YouTube, muestra a neoyorquinos en silencio total, apiñados en la indiferencia y el sueño.
Horas antes, miles celebraron frente a la Casa Blanca. Otros cientos festejaron metiéndose a medianoche en el Lake Mirror de Ohio, un cúmulo artificial de agua en medio del campus de la universidad, adonde suelen bañarse en ceremonia ritual antes de cada partido de fútbol frente a los Michigan Wolverines. Son jóvenes, apenas superan los 20 años. Llevan su vida adulta con la imagen de los aviones estrellándose contra las Torres Gemelas, sabiendo que su país está en guerra, aunque sin saber muy bien qué significa. Otros tantos se reunieron frente al sitio donde estaban las torres. Los familiares de las víctimas pasan por las cámaras con sus cascos y sus medallas. Dicen estar aliviados. Lo que muestran es euforia. Con alguna excepción del mismo Obama, lo que el país muestra en su peor foto es aleccionador, una falta de recato, un mínimo de perplejidad ante lo que acaba de pasar.
¿Festejaron todos en Estados Unidos? Ni remotamente. Festejaron muchos, millones de chicos veinteañeros que pasaron la última década de guerra consumiendo y endeudándose, y que descargaron emociones tan disímiles como inclasificables. En el país de las opciones, lo que padece el público es carencia de lenguaje, de una forma de expresar ambivalencia, pudor, dolor por lo perdido durante esta década que empezó y terminó con Bin Laden. Aprisionados entre el festejo y el repudio.
Ocho y cuarto de la mañana. La línea 7 del subte, que atraviesa Queens rumbo a Manhattan. Unas 550.000 personas de 117 países harán ese recorrido hoy, como cada día de la semana. Hay diarios en idiomas inclasificables con fotos de la casa de Bin Laden, el presidente que ordenó la ejecución, el helicóptero que se cayó. Los que están en inglés publican las encuestas que ya señalan la hiperinflación en la popularidad de Obama, su renovada fortaleza. Lo lee en el New York Post un hombre de unos sesenta años con una gorrita de los veteranos de Vietnam. Los analistas insisten con un punto tan repetido como delirante: el final de Bin Laden fortalece a Obama en su imagen como garante de la seguridad nacional, un punto supuestamente débil de los presidentes demócratas. El razonamiento tiene tantas capas de disparates que es difícil desentrañarlo. Omite el detalle de que fueron presidentes demócratas los que tuvieron en sus manos la Primera Guerra Mundial, la Segunda Guerra Mundial, y lo más extenso de la guerra de Vietnam. Omite que cada intento demócrata por borrar ese defecto de origen provoca el doble efecto de profundizar los conflictos bélicos y erosionar la figura del presidente, porque su debilidad no se explica por la energía con la que encabece al ejército sino por un discurso, una política económica o una raza que presentan a Estados Unidos como un país diverso y heterogéneo y no como un cuerpo único y masculino, religiosamente jerárquico, orgánicamente blanco.
El de Obama es el enésimo intento por hallar en la victoria bélica la posición masculina y dominante que legitime su cargo, porque el jefe de Estado, la figura única que se impone activa sobre una masa, sólo se sostiene sobre la narración del macho vencedor (y que una presidenta mujer legitime su autoridad en la sumisión de sus hombres sólo confirma el imaginario falócrata del cargo). Las sociedades son machocéntricas en su naturaleza, pero el consumo las nutre y la nación las instituye. Por lo que pueda cifrarse en el nombre, que la operación contra Bin Laden se haya llamado Gerónimo (por el líder apache que peleó contra los Estados Unidos y México durante la segunda mitad del siglo XIX) revela el carácter atávico de la batalla, su continuidad ancestral. Desde la jefatura, no hay margen para aceptar la sobrevivencia de El Otro Hombre sin quedar femeninamente disminuido. Es “¡Maten, carajo!” o “¡Eh, no maten a un general!” Santos Pérez o Facundo, pero siempre Barranca Yaco.
Dos de la tarde, Penn Station, de donde sale varias veces al día el tren que sale de Manhattan y pasa por Trenton, Nueva Jersey. En la estación hay mucha más policía que de costumbre, miembros de fuerzas de seguridad con uniformes varios, armas largas desplegadas de modo más casual que amenazante, en medio de una multitud que va de un anden a otro. La pantalla elevada, como siempre en la última década, repite la invitación a reportar cualquier actividad sospechosa, cualquier bulto sin dueño.
Esa misma mañana, los diarios relatan el fastidio de Obama por cómo el debate fue de la captura de Bin Laden a los beneficios provistos por el uso de tortura, una idea alimentada desde la primera hora por los mismos que ejercieron esas torturas. Obama parece perplejo por lo que pudo prever cualquiera que haya visto el estado de natural paranoia instalado en la sociedad. La tortura no es lo singular de este caso. Los estados torturan y violan los derechos humanos a mansalva, no sólo las dictaduras. En democracias recientes lo ha hecho España persiguiendo a la ETA, Gran Bretaña al IRA, Francia contra una variedad de blancos, hasta el día de hoy se denuncian casos de tortura en las cárceles bonaerenses. Pero en todos lados el terror se ejerce sobre la base del encubrimiento. Los estados primero torturan porque suponen que no pueden controlar un fenómeno por otros medios, y luego lo ocultan porque suponen que la sociedad no tolerará esos medios. En la mentira, el aparato represivo reconoce que la sociedad que gobierna, de alguna manera, ofrecerá resistencia. Eso se pierde cuando alguien desde el Estado supone que no sólo no precisa mentir, sino que puede conversar sobre los beneficios de la tortura del mismo modo que se discute diariamente sobre las virtudes de los antidepresivos. La cacería a Bin Laden introdujo la Tortura Democrática, la convicción de una parte del aparato estatal de que ha logrado vencer las defensas de la población, de que ésta está dispuesta a aceptar prácticas que desde la época de la Inquisición no se reconocen como legítimas. Mucho más que una guerra se perdió cuando Brian Lehrer, el sobrio conductor de uno de los programas más abiertos y liberales de Nueva York, abrió esta misma mañana diciendo que “hoy también conversaremos sobre los presuntos beneficios que haya tenido el uso de torturas, o técnicas de interrogación dura si ustedes lo prefieren”.
Once de la mañana, pescadería Fish Tales de Brooklyn. En este mismo instante pasan por arriba los dos Chinook que custodian a Obama en su descenso hacia Manhattan, su primera visita después de la captura. Desde el mostrador, Alex levanta la cabeza, mientras rebana con perfección y sin mirar la piel de un salmón rosado: “Digo, ¿qué festejan? No se festeja la muerte de alguien, ni en la guerra ni en ningún lado. No los entiendo”. Dice todo en castellano. No por miedo, pero sin inocencia. Atrás en la fila, un hombre de unos sesenta años con una gorrita de los Yankees y una chomba rosada, parece haber entendido o al menos intuido. “Celebramos que terminó la guerra, muchacho, celebramos que se hizo justicia, que el que las hace las paga.” La conversación se anima, resulta que casi todos en la pescadería perdieron a algún conocido en los ataques del 11 de septiembre, tanto los pocos que festejaron como la mayoría que no, porque sus sensaciones son inclasificables y sólo pudieron ver con estupor y respeto lo que pasaba. La celebración ha sido la opción al alcance de la mano de millones de norteamericanos, una fiesta retratada y reproducida por los medios.
La referencia inmediata que viene a la cabeza es La fiesta de todos, la película dirigida por Sergio Renán en 1979 para revivir los festejos del mundial de fútbol que organizó y ganó Argentina el año anterior. Lo peor de aquella película (fuera de su calidad) es la diabólica veracidad de su título, la certeza de que aquellos goles eran celebrados entre quienes defendían a la dictadura, entre quienes no tenían el menor interés por los usos del mundial, entre quienes buscaban algo para festejar, pero también en los sótanos de los campos de concentración donde las víctimas buscaban saber cómo iba el partido, en las familias que salieron de su clandestinidad por un par de horas para festejar en la calle la clasificación a la final. El que no salta es un holandés. Era la fiesta de todos, lo que no significa que todos hubieran querido la misma fiesta.
Lo de Estados Unidos fue aún peor en su perversión, en la calidad opresiva de su presentación, en la ignorancia con la que la mayoría parece vivir el rápido achicamiento de sus opciones. Desde los centenares de miles de muertos que se lleva la década al aplanamiento patriótico de la duda, y desde una sociedad disciplinada bajo el rigor de una guerra indescifrable que los veinteañeros sólo pueden inteligir como una pelea contra el demonio corporizado en Al Qaida, hasta el recuerdo de amigos y vecinos saltando al vacío desde trescientos metros de altura huyendo del fuego, los norteamericanos vivieron la captura y ejecución de Bin Laden en un registro de emociones mucho más diverso que lo que su propio país les permite expresar. Al menos en Argentina nadie en su sano juicio creía estar viviendo en libertad.
Nueve de la mañana, un café en Union Square, en Manhattan. Dos mujeres negras discuten animadamente. “Es otro más, otro negro emblanquecido. Peor que Michael Jackson.” Es de Trinidad y Tobago, y usa anteojos oscuros adentro del café. Su interlocutora tiene acento de Nueva York, introduce un “ahá” cada vez que se produce un silencio. La de anteojos oscuros no para.
“Es un warmonger”, un belicista prepotente.
“Pero se ganó la reelección.”
“Ok, te admito eso.”
El latiguillo de que “con esto” ganó la reelección se repite cada vez que Obama hace una concesión generosa al aparato militar de su país, los servicios financieros, las agencias de inteligencia, el partido Republicano. Es una frase que reproduce el discurso que la instituye, que acepta la idea de que en Estados Unidos las elecciones ya no definen el poder, sino que el poder define su resultado. Aceptado ese esquema, la selección de un candidato blanco, de derecha y tradicional será siempre más deseable que la de Obama, si ese candidato llegara a emerger. En todo caso, el triunfo sobre Al Qaida es una cucarda de plomo, que desconoce una lectura atenta de los diarios, porque lo que cambió con la ejecución de Bin Laden no es el resultado de una elección que probablemente Obama ya tenía ganada, sino el precio que deberá pagar por ella. Mucho antes de que el comando de élite se posara en Abbotabbad, el resultado del 2012 estaba jugado en una multitud de otras variables: una crisis económica que perdura pero de forma atemperdada, la desoncertante facilidad con la que la sociedad parece aceptar un nuevo statu quo de movilidad social descendente, el enorme peso que Obama sigue teniendo como jefe de Estado y, sobre todo, la dificultad del Partido Republicano por alinear un líder, un discurso y una base social que le hagan frente.
El peso que la captura de Bin Laden tiene en reorientar la discusión pública hacia aquellos temas en los que Obama será, siempre, irremediablemente débil, es palpable con sólo salir a la calle. Pero el impacto que el operativo comando tendrá en las elecciones que se desarrollarán recién dentro de un año y medio, es algo mucho más difícil de predecir, y no se medirá en los números de la votación.
Por la noche en Williamsburg, la zona copada desde hace décadas por jóvenes del interior y del exterior que vienen a realizar su sueño de vivir en Nueva York, generosamente financiado. La fiesta ha sido promocionada durante el día en Facebook. “Osama Bin Gotten,” algo así como “Osama fue atrapado”. Se esperan unas cincuenta personas, todas preadolescentes cuando Al Qaida irrumpió en sus vidas. “¡Vengan a la primera fiesta del 2011! Y qué mejor que dedicar nuestra primera fiesta a cerrar el capítulo de Osama bin Laden.” Es una de las tantas fiestas posibles en la ciudad.
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