EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Desde el domingo, a cada rato se rehace el balance de lo que se descubre, y a estas horas los números de ayer por la noche seguramente ya no sirven más. De todas formas, los tres primeros días de ocupación de la Rocinha (foto), quizá la más emblemática de las favelas de Río y sin duda la más importante de la acomodada zona sur, dejaron un saldo de 148 kilos de explosivos, 132 armas de distintos tipos (entre ellas, 75 fusiles de alta precisión y 11 ametralladoras potentes), alrededor de 23 mil municiones y, lo más impactante, dos bazucas y un lanzacohetes con capacidad para derrumbar un helicóptero blindado. Fueron aprehendidas, además, unas 150 motos robadas, al menos ocho automóviles, 350 kilos de drogas de distinto tipo. La policía militar, que sigue ocupando los cerros de Rocinha, Vidigal y Chácara do Céu, descubrió dos laboratorios de refinación de cocaína y de paco.
Un análisis más sereno de todos esos números, sin embargo, concluirá que es poco, frente no solo al contingente de hombres armados al mando del jefe máximo, Antonio Francisco Bonfim Lopes, el “Nem”, pero también al volumen de drogas que le rendía ingresos de millones de reales al mes. Se calcula que eran alrededor de 300 hombres en armas. De ser así, o existen arsenales todavía no localizados, o muchos lograron fugarse con sus armas, o todo no pasó de una exageración de la policía para enaltecer su acción o de los traficantes para asustar a los parroquianos.
Hay otros datos que revelan la verdadera cara de la favela. En esos tres días, la alcaldía de Río colectó casi 300 toneladas diarias de basura acumulada en las cuestas que conducían al alto del cerro. Es que solo se colectaba la basura en la parte baja de la favela. Según se sube, la basura se extiende como pastizal. No hay desagüe, la provisión de agua potable es privilegio de pocos, y aún así privilegio inconstante.
Se ve todo un despliegue de policías, soldados, turistas y, claro, autoridades circulando por las callejuelas que trepan como serpientes por las empinadas calles de la Rocinha. Al otro lado del cerro vecino, en el Vidigal, hay menos autoridades, pero más turistas pasean y se extasían con la vista de las playas de Leblon e Ipanema. ¿Normalidad? Bueno, depende de lo que se considera normal.
Los moradores de la Rocinha –unos 80 mil, acorde al censo del año pasado; poco más de cien mil, según la asociación de moradores– y de Vidigal (aquí, los datos coinciden: unos 15 mil) tienen una desconfianza atávica de la policía militar. Al fin y al cabo, son tres décadas de acciones humillantes y violentas, para no mencionar la eterna promiscuidad entre los narcos que sometieron a la gente y los policías que supuestamente deberían combatirlos. ¿Será diferente ahora? ¿Cuándo empezarán los abusos otra vez?
Entre sonrisas de alegría y alivio por verse libres del yugo del narcotráfico, los moradores de las favelas no dejan de recordar que las carencias van mucho más allá de la seguridad que, más que recobrada, está haciendo su estreno en esos cerros. Quieren rapidez en las tan anunciadas acciones sociales, que en las demás favelas “pacificadas” todavía no fueron implantadas a fondo.
Por su parte, sociólogos que estudian la aguda cuestión de la violencia urbana son casi unánimes en decir que falta mucho para que se diseñe y se establezca una verdadera y consecuente política de seguridad. Lo que se ve en Río es sin duda un paso importante, pero volcado esencialmente para crear las condiciones mínimas exigidas para la realización del Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Esa política, todavía inexistente, tendrá que extenderse necesariamente hacia la policía y la misma legislación. Tendrá que ser algo mucho más amplio que la ocupación militar de determinadas comunidades relegadas al abandono desde hace décadas.
Sin verdaderas reformas estructurales, con los gobernadores provinciales y los alcaldes evitando entrar en confrontación con las poderosas y corruptas policías, las medidas serán inevitablemente limitadas. Además, existe otro fenómeno de violenta criminalidad que apenas es mencionado por las autoridades de Río: las milicias, es decir, los grupos paramilitares integrados por policías y por bomberos que controlan la mitad de las favelas locales. Por más que sea cierto que muchos “milicianos” están presos, no se ha visto ninguna acción concreta sobre los territorios que controlan y someten con una ferocidad por lo menos similar a la de los narcotraficantes.
Es innegable que el tráfico viene sufriendo fuerte impacto con la ocupación de los cerros y la posterior implantación de las UPP, las Unidades de Policía Pacificadora. Ese impacto, en todo caso, se da mucho más sobre sus negocios paralelos –el transporte alternativo, la venta de gas, de televisión por cable, el cobro de “tasas de seguro”, la realización de bailes y fiestas– que sobre el negocio de cocaína, marihuana y crack, que se sigue vendiendo sin mayores tropiezos. Lo que ya no es admitida es la exhibición de armas y las leyes del crimen sobre la población.
El poder económico de las milicias, a la vez, es más amplio y diseminado: transporte, tiendas, tasas de vivienda, ingreso de nuevos moradores, compra y venta de inmuebles, gas, televisión, es decir, todo. Ejercen control secundario las drogas: cobran comisión sobre los puntos de ingreso y venta, pero no comercializan directamente.
La Rocinha, el Vidigal y el Chácara do Céu son tres cerros liberados del control perverso de los narcotraficantes. Y ahora podrán, por fin, entender toda la extensión de sus carencias, del olvido al que fueron relegados. Verán que esa carencia va mucho más lejos que la de la seguridad.
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