EL MUNDO
Qué buscaban los iraquíes al incendiar la biblioteca
La Biblioteca Nacional de Bagdad fue incendiada y saqueada por los iraquíes a poco de la caída de la capital. Tres lugareños relatan cómo les tocó vivir la ocupación y el caos interno.
› Por Eduardo Febbro
Abrahams Muhammad hace un esfuerzo para retener sus lágrimas. En el primer piso de la biblioteca de Bagdad, armados con barras de hierro, media docena de hombres terminan de demoler las pocas estanterías que se salvaron del incendio y de los saqueos. El olor a papel quemado, a hierro caliente, a madera chamuscada envuelve hasta la náusea el recinto de lo que alguna vez fue una de las bibliotecas más modernas de Medio Oriente. En un par de horas, los 20.000 volúmenes, los microfilms, la colección de diarios y revistas y algunos incunables fueron devorados por el odio.
Parado en el centro de la planta baja, Abrahams Muhammad contempla el desastre que lo circunda. Cuando los seis hombres que estaban en los pisos superiores abandonan la biblioteca con un montón de bolsas llenas de libros, Abrahams Muhammad deja escapar la primera lágrima. En la entrada, los restos calcinados de un tanque iraquí que parece de hojalata acentúan la sensación de abandono. El edificio de enfrente está cortado por la mitad, como si un bisturí lo hubiese atravesado de arriba hacia abajo. Uno de los jóvenes que estaba saqueando la biblioteca comenta: “Los norteamericanos tienen buena puntería”. En cuanto dice la frase se da cuenta de su culpabilidad. La biblioteca de Bagdad no fue destruida por los bombardeos norteamericanos sino por los mismos iraquíes. Apenas un par de días después de la caída de Bagdad un torrentoso río humano arrasó con cuanto símbolo del Estado iraquí encontró en su camino. Robó y destruyó museos, bancos, ministerios, dependencias municipales o bibliotecas. Paradójicamente, el símbolo más odiado de todos quedó prácticamente intacto. Los invasores retratos de Saddam Hussein tardaron varias semanas en ir desapareciendo bajo las balas o la pintura. La gigantesca estatua de Saddam Hussein vestido con la toga de doctor honoris causa no tiene ni un rasguño. El monumento, más alto que el edificio, domina el patio de la biblioteca incendiada. A través de los ventanales destrozados Abrahams Muhammad contempla el monumento y pregunta a la nada: “¿Por qué?”. “Lo llevamos en la sangre y vamos a tardar muchos años en arrancarlo de nuestras venas”, murmura el hombre.
Abrahams Muhammad tiene 35 anos recién cumplidos, una sonrisa triste, un rostro luminoso pero demacrado y un dolor que le remueve el alma. El mundo de este profesor iraquí de literatura inglesa se hundió una tarde de abril. Cuando Saddam Hussein y las figuras de su régimen dejaron de proyectar sus sombras sobre Bagdad, la Biblioteca Nacional fue incendiada sin piedad. “Todos mis libros de consulta más preciosos se esfumaron. Ahora ni siquiera puedo enseñar, ni venir a leer a Shakespeare, ni consultar ninguna obra especializada. Esto es producto del odio y del miedo, pero lo peor es que lo hicieron los iraquíes, nuestro propio pueblo. ¡Qué bestias! ¡No entienden que las ideas no se incendian! Saddam Hussein no desaparecerá con el fuego. Nos hará falta un extenso trabajo, una suerte de retrospección colectiva para arrancar de nuestras entrañas estos 35 años de represión y violencia. Es cierto que desde hace casi un mes respiramos la libertad, pero no la conseguimos nosotros, nos la impusieron a bombazos. Nos quedó una herencia terrible, el vacío de un poder que desapareció de golpe, los muertos y todos esos mutilados que nos recordarán siempre que la libertad, si algún día existe plenamente, la pagamos con nuestra carne.”
Fátima también tiene los ojos llenos de lágrimas. Cuando habla, entre los lagrimones que bajan sobre sus mejillas una sonrisa tierna se dibuja como un relámpago. Lo ha perdido todo, vive entre los escombros deledificio derruido, buscando los retazos de sus pertenencias aplastadas. Su hijo menor la acompaña siempre, pegado a ella igual que un animal indefenso. La mujer deja escapar su emoción y sonríe con esperanza: “El mundo de mi hijo no se parecerá al mío. Tal vez, quizá conozca la libertad, un trabajo decente y la democracia”, dice inclinando la cabeza. Fátima recorre los puntos de la ciudad donde están los soldados norteamericanos y se las arregla como puede para hablar con ellos.
Los soldados no siempre entienden cuando Fátima les pregunta “¿por qué?”. Ella quiere palabras, busca que le saquen el dolor y que le prometan que todo esto servirá para algo. Su mejor amiga, Saba, tenía cuatro hijos antes de la guerra. Perdió a dos de ellos, sus dos hijas, durante el bombardeo contra el barrio Al-Mansur. Sus dos hijos varones están heridos, uno levemente, el otro amputado de las dos piernas y un brazo. Saba lo mira con infinita misericordia y dice “la libertad no vale tanto dolor. Nunca me podrán convencer de que todo esto ha servido para algo. Mi vida está destruida. Nosotros, los civiles que pagamos por Saddam y por Bush, somos el relleno de una historia sin final feliz”. Abrahams Muhammad no conoce a las dos mujeres pero, si las conociera, las comprendería sin demasiadas palabras. Para los tres, la libertad no valen las obras de Shakespeare ni tampoco las heridas en el alma de un país que ya estaba de rodillas.