EL MUNDO
› OPINION
Alcances de una escalada
› Por Claudio Uriarte
Significa la ola de atentados de esta semana que Al-Qaida está aumentando su fuerza, o que Estados Unidos, lejos de ganar la guerra contra el terrorismo, la está perdiendo, quizá precisamente a causa de su mismo triunfo en la campaña contra Saddam Hussein? Difícilmente: Al-Qaida, por su misma estructura horizontal y multinacional, nunca dejó de operar tras su expulsión de Afganistán en los últimos meses de 2001; de hecho, atentados del año pasado –esto es, anteriores a la guerra de Irak– fueron mucho más sangrientos y espectaculares que los de esta semana: compárense, por ejemplo, los 202 muertos que dejó el ataque contra una discoteca de Bali, Indonesia, el 12 de octubre de 2002, contra los 130 que dejaron esta semana los atentados en seguidilla en Chechenia, Arabia Saudita, nuevamente Chechenia y por último Marruecos, y se entenderá que la organización opera contra blancos de oportunidad –no necesariamente de primera opción– y que su capacidad operativa se mantiene más o menos estable.
Esto tampoco significa que la guerra de Afganistán, en 2001, haya dejado a Al-Qaida intacta, o incluso aumentado su potencia. La pérdida del país-santuario –esté vivo o no Osama bin Laden, y nada indica por el momento que haya muerto–, y su reemplazo por el suelo traicionero y dúplice de Pakistán pueden medirse, hasta ahora, en un descenso general del alcance y de la calidad de las operaciones. Los ataques contra Nueva York y Washington, que destruyeron las Torres Gemelas del World Trade Center y un ala del Pentágono, fueron golpes de primera, contra las capitales del enemigo; actualmente, los golpes son contra blancos blandos –como Marruecos–, u ocurren en territorios propios –como Arabia Saudita, Chechenia, Pakistán, Yemen, Kenia, Indonesia o Filipinas–. Una discoteca en Bali no compite con el Pentágono; un atentado contra un hotel israelí en Kenia, o contra un complejo residencial en Arabia Saudita (donde, además, 9 de los 34 muertos eran los kamikazes), difícilmente rivaliza con la destrucción de las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania en 1999. Los atentados se han abaratado, casi palestinizándose; se usa lo que se tiene en gaveta y se baja el nivel de los blancos para aumentar el rendimiento del poder de fuego y hombres, lo que sugiere que el poder de fuego y hombres es menor, y/o que hay menos dinero que antes. Porque, contra lo que suele pensarse, el terrorismo no es cosa de pobres, sino una actividad muy cara, cuya calidad mejora cuanto más dinero hay disponible.
El desenlace de la guerra de Irak es indistinto y no altera este balance militar, entre otras cosas porque Irak no era un país-santuario ni una base de apoyo de Al-Qaida. Lo que sí ha generado es un cambio de estrategia política, por el cual, una vez demostrada universalmente la superioridad de las armas estadounidenses, la organización de Osama bin Laden ha decidido activar sus múltiples células durmientes para enviar un mensaje inequívoco: “Estamos vivos y vamos a seguir golpeando”. En este sentido, los atentados de los últimos siete días tuvieron una sincronización cuidadosa: el de Arabia Saudita se produjo a pocas horas del arribo al reino del secretario de Estado norteamericano Colin Powell, en medio de otra gira fracasada de antemano para instalar un plan de paz artificial en Medio Oriente: el segundo ataque de Chechenia ocurrió cuando el secretario ya estaba en suelo ruso. Esto –en contraste con la discoteca, o con el atentado de abril de 2002 contra la sinagoga de Yerbá, en Túnez– es lo que todavía permite reconocer el mejor estilo de Al-Qaida en dos de los cuatro ataques de esta semana.
Políticamente, en Estados Unidos, los atentados no perjudican a George W. Bush y sí favorecen al sector de derecha revolucionaria de su administración. No lo perjudican porque el pánico instalado por el 11 de septiembre y la proclamación por Bush de la guerra antiterrorista lo han dejado, al menos por ahora, en una situación de ganar o ganar: si los atentados bajan, el presidente puede decir que es un fruto de su política; si suben, que muestran lo necesaria que resulta la intensificación de esa política.
Es aquí donde la derecha revolucionaria se beneficia. Powell, conviene recordarlo, había iniciado su gira llevando a Medio Oriente un plan de paz fuertemente resistido por el jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld. Vuelve sin nada de paz, y con su diplomacia humillada por las bombas. Es justo lo que necesita Rumsfeld para sugerir que Powell no sólo no está ganando la paz, sino convirtiendo a Washington en el hazmerreír de Al-Qaida.