EL MUNDO › LA ESTRATEGIA DE CALDERóN DE MILITARIZAR LA LUCHA CONTRA LAS BANDAS NO REDUJO LA VIOLENCIA
Desde que Felipe Calderón llegó al poder y les declaró la guerra a los carteles, hubo 95.000 asesinatos, según informó a fines de agosto el Inegi, organismo público no gubernamental. Mucho del armamento ingresa desde Estados Unidos.
› Por Darío Pignotti
Desde Ciudad Juárez
“Esta guerra nunca va a acabarse, creo yo. En Ciudad Juárez y en todo México la pura verdad es que las autoridades no quieren terminarla. Todo el mundo está coludido con la ‘lana’ (dinero) de la droga. Personas que no querían entrar, entraron... los chavos se cansan de trabajar en las maquilas y terminan sicareando.” Sicarear es un verbo corriente en Ciudad Juárez: aquí la guerra lo es todo. “Primero sólo muchachos eran contratados para matar, después el negocio fue creciendo y ahorita está habiendo más chavas gatilleras”, cuenta el taxista mientras viajamos hacia el puente que une Juárez y El Paso, en el estado de Texas.
Esta ciudad de aspecto artificial, implantada sobre el desierto y atravesada por avenidas anchas donde abundan las camionetas 4x4 probablemente blindadas, fue considerada la más violenta del mundo hace dos años, cuando hubo cerca de 3100 asesinatos, según el conteo realizado por la prensa juarista cuyas cifras merecen más confianza que las divulgadas en los boletines policiales.
El taxista me dejó en el acceso al puente binacional. Yendo a pie hacia Estados Unidos por una pasarela cubierta de alambre tejido debajo de un sol capaz de deshidratar escorpiones, lo primero que se divisa al otro lado del río Bravo, junto a mástiles con las banderas de ambos países, es una placa de grandes dimensiones dando el “Welcome” a los visitantes procedentes de México, a quienes les espera una rigurosa y con frecuencia ofensiva requisa.
En cambio, cuando se hace el trayecto en sentido inverso, desde El Paso hacia Ciudad Juárez, en el estado de Chihuahua, los controles parecen irrisorios. Un letrero del gobierno mexicano da la bienvenida a los norteamericanos, y otro colocado a pocos metros probablemente por militantes de derechos humanos, implora a los gringos que dejen de ingresar las weapons (armas) destinadas a los ejércitos de sicarios como el que responde a Joaquín el “Chapo” Guzmán, quien sería un protegido del gobierno del presidente Felipe Calderón, dicen analistas serios. El barón de la cocaína en México, apodado Chapo por su corta estatura, está en la lista de los más buscados por el FBI y en el ranking de los mexicanos ricos e influyentes publicado por Forbes. Es, además, uno de los hombres que manda en Ciudad Juárez, donde su poder es cuestionado a balazos por Los Zetas, una banda de narcos viciados en sangre, surgida de un grupo de militares que desertó luego de haberse entrenado en Estados Unidos e Israel.
Para aprovisionar a los carteles que guerrean en Juárez y decenas de ciudades cada día ingresan al país unas 2000 ametralladoras, granadas, fusiles y partes de armamento antiaéreo. El cargamento llega desde California, Arizona, Texas y Nuevo México, disimulado en camiones o a través de los “compradores de paja”, traficantes hormigas que diariamente pasan por el límite ante los indiferentes puestos de vigilancia. La indolencia de los agentes norteamericanos hacia quienes dejan el país suele ser proporcional a la tolerancia con el crimen organizado siempre que éste actúe al sur, como lo mostró el operativo norteamericano “Rápido y Furioso”.
Washington se vio obligado a presentar excusas cuando tomaron estado público las consecuencias del plan “Rápido y Furioso” a través del cual los servicios de inteligencia estadounidenses consintieron la venta de armamento pesado a criminales mexicanos bajo el pretexto de que así podrían descubrir sus guaridas. Pero nada de eso sucedió, ningún cabecilla cayó mientras decenas de mexicanos probablemente fallecieron en las acciones perpetradas con ese arsenal.
El escándalo causado por “Rápido y Furioso” fue tal que al presidente Calderón no le restó más alternativa que proferir algunas críticas a sus aliados carnales de Washington.
“Esta guerra se perdió, no quisiera yo afirmar que la derrota sea irreversible, pero nos tomará años revertir la situación causada por este conflicto rechazado por la mayoría del pueblo mexicano. El hartazgo quedó probado en las elecciones (presidenciales de julio), con la derrota del PAN (Partido Acción Nacional), el partido del señor Calderón”, explica el historiador Víctor Orozco.
“¿Usted me pregunta si alguien se benefició con este sexenio trágico de Calderón? Pues sí, los narcos. El Estado mexicano ya estaba corrompido antes de esta guerra contra el crimen organizado, seis años después tenemos un Estado más corrompido y debilitado frente a la injerencia de las agencias norteamericanas. Sabemos que la DEA y la CIA tienen agentes operando en Juárez, Tijuana, Matamoros (principales ciudades fronterizas).”
“Militarizar la lucha a la delincuencia demostró ser un error, no redujo la infame violencia. Los números son graves. El Inegi (Instituto Nacional de Geografía, Estadística e Historia), nos conmocionó en estos días con el informe sobre decenas de miles de personas muertas en el sexenio”, remata el profesor Orozco durante la entrevista en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, frente al límite con Estados Unidos.
Desde que Felipe Calderón llegó al poder sospechado de fraude y lanzó una conflagración para restañar su imagen, hubo 95.000 asesinatos, la mayoría de ellos ligados con el conflicto, reportó a fines de agosto el Inegi, organismo público no gubernamental.
Esta aventura guerrerista de los de “arriba”, dirigida por Calderón como si se tratara de un videogame (el presidente dijo ser un adicto a ese pasatiempo), deterioró el tejido social de los de “abajo”, observó el subcomandante Marcos, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en un ensayo sobre la devastación dejada por el sexenio que llegará a su fin dentro de tres meses cuando asumirá la presidencia Enrique Peña Nieto, del Partido Revolucionario Institucional, la agrupación con más dirigentes procesados y condenados (entre ellos varios gobernadores) por integrar organizaciones delictivas.
El telegénico Peña Nieto, actualmente de gira por Sudamérica, no demostró ser un conocedor avezado de temas militares y seguridad pública –tampoco se luce cuando habla de cuestiones económicas, sociales y diplomáticas–, pero ha formulado declaraciones contra el agravamiento de la violencia y otras, menos explícitas, en las que algunos observadores interpretaron una posible distensión con las mafias a fin de mitigar las matanzas.
Queda por saber si el futuro mandatario podrá desanudar los intereses que alimentan a este conflicto desde “arriba”, según el texto de Marcos que aporta cifras reveladoras sobre el incremento de los gastos militares durante la gestión Calderón, mientras decreció el salario real y se precarizó el empleo.
Ciudad Juárez es el retrato de un país cortado por las diferencias entre los “de arriba y los de abajo”, quienes aterrados por la violencia comenzaron a dejar las colonias (barrios) populares como Rivera para retornar a sus pueblos de origen, generalmente en el sur mexicano.
Pero no todos emigran de esta “plaza de guerra”. En Campos Elíseos, El Campestre y otras colonias acomodadas donde reside el alto escalón mafioso, no es común ver mansiones abandonadas según cuentan los mismos periodistas que me recomendaron evitar hacer una recorrida por allí, donde los guardias se pasean muy bien armados y se impacientan con los curiosos.
Tampoco se van de Juárez aquellos que subsisten dentro de la cadena productiva del crimen: traficantes de drogas, armas y personas, lavadores de dinero, guardaespaldas, sicarios y las nuevas musas de una contienda exhibicionista: las sicarias.
Llegar a ser una homicida famosa como “La Güera Loca”, acusada de decenas de asesinatos y filmada mientras decapitaba a una víctima, es lo que ambicionan algunas muchachas pobres y temerarias cuando se alistan inicialmente como “mandaderas”, el escalón inferior en la pirámide criminal, de donde pueden ascender posiciones hasta convertirse en “linces” y “cóndores”.
Se dice que ellas matan con más frialdad que sus colegas del género masculino, son más profesionales, no las mueve ninguna pulsión erótica (que experimentarían los hombres): las guía el solo objetivo de ganar dinero y trepar en la estructura mafiosa.
María Celeste Mendoza Cárdenas integra el cuadro de matadoras de Los Zetas, la banda que actúa en Juárez y otras ciudades importantes, y cuya seña distintiva es ser la agrupación más violenta entre las que forman el mercado del hampa mexicano.
“Soy sicaria al servicio de Los Zetas... duré dos meses en el adiestramiento y apenas llevo tres o cuatro días”, contó el año pasado con una mueca indiferente a los periodistas que la entrevistaron luego de haber conmocionado al país por la rudeza con que enfrentó durante horas, en el estado de Jalisco, a las fuerzas de seguridad, que debieron reforzarse con helicópteros para reducir a las combatientes. Al menos cinco camaradas de María Celeste murieron y, según trascendió, una tenía su misma edad: 16 años.
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