EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eduardo Febbro
Desde París
¿Qué harán ahora que su contrincante más severo se llevó las palabras? Occidente perdió un paladín inimitable, un antagonista sin igual que a lo largo de sus años en el poder desnudó todas las hipocresías con las cuales las democracias occidentales asientan su legitimidad. Demonizado por la prensa, ridiculizado hasta poner en ridículo a quienes se mofaban de él, Hugo Chávez ha sido el espejo invertido con el cual las almas bien pensantes de Occidente armaban su propia imagen de demócratas honestos. Así, el fallecido presidente venezolano era el malo de la película porque, en sus días finales, ofreció una alternativa al líder de la revolución libia, Muammar Khadafi. Y, sin embargo, quienes llevaban varias décadas haciendo negocios petroleros con el pintoresco coronel eran los mismos que criticaban a Chávez. Con Irán pasó lo mismo: cada vez que el mandatario venezolano recibía al presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, las columnas de la prensa occidental y los teleeditorialistas afilaban sus cuchillos sobre el cuello de Chávez. Sin embargo, las compañías petroleras de los países de donde esos periodistas eran oriundos explotaban los pozos petroleros iraníes. Doble conducta, doble moral. Condena en sentido único.
Hugo Chávez encarnó para los moralistas de Occidente el perfil perfecto “del nuevo déspota su-damericano”. Todo lo que pensaban de malo del sur del mundo se concentraba en él: era al certificado de que ellos “son mejores”. Cuando se dio la batalla por la nueva Constitución venezolana, los comentarios subieron de tono denunciando las intenciones de presidencia perpetua. Y, sin embargo, cada mes, el presidente francés de turno recibe en su palacio a los auténticos déspotas del planeta: los dirigentes árabes o africanos que llevaban décadas sangrando a sus pueblos y comprando al mismo tiempo lujosas mansiones en París y perfumes por toneladas. Para no ir demasiado lejos en las comparaciones, el ex presidente francés Nicolas Sarkozy invitó a los desfiles militares del 14 de julio (día en que se conmemora la Revolución Francesa) al presidente sirio Bashar el Assad. Su presencia en un acto que conmemora el fin de la tiranía monárquica y, por consiguiente, el nacimiento de la democracia suscitó una fuerte controversia, pero nada más. Chávez, en cambio, despertaba una suerte de sonrisa condescendiente, una sorna maligna y, enseguida, el devastador epíteto de tirano, déspota, dictador, etc., etc. Pero entre el clan Bashar el Assad y Hugo Chávez mediaba una gigantesca letanía de muertos y arrestados, una mordaza de acero sobre una sociedad prisionera de un sistema criminal. La diferencia parece ser geopolítica y comercial: cuanto más peso comercial y geopolítico tiene un país, menos se prestan a la broma o a la falta de respeto sus presidentes.
Ahora hay un adversario menos para hacer alabanzas en el espejo. La vida se llevó a un jefe de Estado controvertido, al verbo implacable que ponía en evidencia las contradicciones moralistas de quienes gobiernan el mundo según el patrón de sus modelos. A falta de militares golpistas y de dictadores tan asesinos como extravagantes, Chávez llenó el espacio imaginario con el cual Occidente se piensa bien y piensa mal a casi todo el resto del planeta. Chávez era el modelo ideal de la singularidad latinoamericana. Pero sólo para la horda de ignorantes que seguían viendo a América latina con el tamiz de un pasado superado. Los procesos de transformación, la confrontación real con ciertos muros ultraliberales, los progresos sociales, todo eso queda sepultado por la potencia contradictoria de los personajes que llevan adelante los cambios con todas las ambivalencias y excesos de los destinos humanos. Ha habido excepciones. Jean Luc Mélenchon, el fiel líder del Frente de Izquierda, escribió en Twitter “lo que Chávez es no muere nunca”. Su lealtad a Chávez le valió también a Mélenchon incontables burlas y zancadillas. También en un tuit de reacción, la ministra francesa de Justicia, Christiane Taubira, evocó “el corazón roto” del pueblo de Venezuela y los temores de ese pueblo por el “retorno audaz de las injusticias y las exclusiones”. Recuerdo aún la incomodidad con la cual, en el curso de una entrevista, el líder griego de la izquierda radical, Alexis Tsipras, trató de evitar responder si Chávez era un modelo para él. Los plumíferos de sillón se quedaron sin la figura del mal. Tendrán que buscar a otro para ocultar sus propias limitaciones.
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