EL MUNDO › OPINION
› Por Hugo Yasky *
Desde Caracas
Cómo no emocionarse. Cómo evitar las lágrimas, la piel de gallina, el estremecimiento. Cómo no querer fundirse, abrazarse, rezar, llorar y reír, como ríen los que se saben eternos, en esa marea roja de cientos de miles de venezolanos que en las calles de Caracas le dan el último adiós a su comandante, a su compañero, a su compadre, a su presidente, Hugo Chávez. Porque ahí está Chávez. En ese pueblo dolido, pero inconmovible.
Cómo no ver las transformaciones en favor de los humildes, de los olvidados por la oligarquía que antes de Chávez se quedaba con la renta petrolera, en aquella joven de rostro oscuro y remera roja que golpea dos veces su corazón con el puño cerrado al pasar frente al féretro.
Cómo no encontrar las misiones que llevaron los centros de salud a los barrios más pobres en esa anciana de piel curtida y arrugada que se resiste a dejar su lugar frente al cajón, que intenta dejar una última carta para su presidente.
Cómo no entender a aquella niña de anteojos gruesos y en silla de ruedas que es levantada en andas por dos guardias para que pueda verlo por última vez, si el plan de alfabetización coordinado junto a Cuba hizo posible que cientos de miles aprendieran a leer y a escribir, que los libros fueran tan baratos como comprar un diario.
Cómo no acompañar a todas aquellas madres que se toman de las manos y derraman esas lágrimas sin consuelo, si ellas y sus maridos y sus niños no saben de estadísticas, pero sí aprendieron que en quince años la desocupación bajó a menos de la mitad (del 15 al 7 por ciento), la pobreza extrema se redujo a casi una cuarta parte (del 26 al 7 por ciento) y la informalidad laboral descendió del 53 al 43 por ciento.
Cómo no entender la comunión del ejército bolivariano con el pueblo, su transformación de verdugo durante el Caracazo a ejército antiimperialista y garante de la voluntad popular, al ver a ese soldado que hace una venia histriónica y emocionada frente al cristal que lo separa de su comandante. Y a ese que se persigna. Y a aquel otro que llora. Y al de más allá que no se resigna ante la muerte y la odia, la escupe, la maldice.
Cómo no saber que en los rostros compungidos y al borde del llanto de Cristina, Evo, Correa, Pepe Mujica, Ortega, Lula y Dilma está la unidad latinoamericana que convirtió a Chávez en Chávez y a cada uno de ellos, también, en Chávez. Cómo no distinguir, mezclado entre todos ellos, a Néstor Kirchner.
Cómo no sentir que en estas calles vive la historia de las luchas de América latina. La militancia y la resistencia al neoliberalismo y a las dictaduras genocidas programadas desde el Norte. El rechazo al ALCA, a Bush (el que huele a azufre) y al rey de España (que quiso callarlo con la soberbia del monarca que aborrece la rebeldía del plebeyo). La construcción de la Unasur, el ALBA y la Celac. La mística del nuevo tiempo que vivimos en la Patria Grande.
Cómo no reconocer que aquí existe la fuerza necesaria para seguir, para enfrentar a los escuálidos, a los gorilas, a los cipayos, a las oligarquías de este continente que buscan atarnos al carro del imperialismo.
Cómo no distinguir, en algún lugar de este cielo triste, la sonrisa de Juan Domingo Perón, cuando decía que “para conducir un pueblo, la primera condición es que uno haya salido del pueblo, que sienta y piense como el pueblo”.
Cómo hacemos, ahora, quienes tuvimos la oportunidad de compartir con Hugo Chávez Frías momentos memorables, hechos que nos van a dejar una huella profunda, para no romper en un solo grito: ¡Hasta siempre, comandante! Grito que es desahogo, pero también vida. Compromiso y militancia. Memoria y futuro. Por ahí también está Chávez.
* Secretario general de la CTA.
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