Martes, 28 de mayo de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
A ejemplo de toda América latina, Brasil es un país de inmigrantes. Pero no tiene, al contrario de otros, la tradición de ser un país de asilo masivo, un refugio buscado por perseguidos políticos en otras latitudes.
A partir del año pasado, sin embargo, empezó a abrir –o intentar abrir– los brazos y ofrecerse como tierra de abrigo y amparo. Así, el número de pedidos de refugio se multiplicó por tres en comparación con 2011, y la tendencia es que siga creciendo. Los datos son del Comité Nacional para Refugiados, el Conare, órgano del Ministerio de Justicia.
Si comparado con lo que se observó en otros países del continente en épocas pasadas –lo de México en los ’70 y ’80, por ejemplo—, el número de refugiados que buscan instalarse en Brasil es tímido. Apenas alcanza las dos mil personas en 2012, venidas principalmente de Siria, Irán y de países africanos como Costa de Marfil y Nigeria.
En esa cuenta no entran los más de cuatro mil haitianos, considerados refugiados económicos y no perseguidos por razones políticas o religiosas.
No se trata, por lo tanto, de una ola migratoria con volumen suficiente para ser un problema para el país. El problema es que, quizá justamente por la falta de tradición, Brasil no parece preparado para ese movimiento hasta ahora inédito.
La burocracia es, más que lenta, absurdamente perversa. Mientras se dice de brazos abiertos para recibir perseguidos, Brasil mantiene unos trámites capaces de enloquecer a cualquier ser humano. Primero hay que ser entrevistado por la Policía Federal. Luego hay que pedir la concesión de “refugiado provisorio”, primer paso para obtener del Conare el status que permitirá al extranjero iniciar la peregrinación que llevará a alcanzar la documentación que le permita buscar trabajo formal y contar con los beneficios de la legislación laboral.
Luego de renovar ese status cada seis meses y por un período variable pero que está previsto para ser de dos años, finalmente el refugiado podrá obtener el Registro Nacional de Extranjero, que le permitirá tener un pasaporte y pedir la naturalización.
Ocurre que cumplir el primer paso, o sea, llegar a la entrevista, puede tardar meses. Ahora mismo, las solicitudes tienen fecha prevista para septiembre. Luego viene el análisis de la solicitud por el Conare, y otra vez la espera puede ser de meses y meses. Hay casos de personas que están desde hace un año a la espera de una respuesta definitiva y formal.
Mientras padece las agruras de un via crucis absurdo, la sobrevivencia del asilado depende de proyectos como el de Cáritas, que cuenta con recursos del gobierno brasileño y del Alto Comisariado de Naciones Unidas para Refugiados, el Acnur. Y eso significa otra floresta de puros obstáculos.
El dinero del Conare tarda mucho para ser repasado a la organización, que es de la Iglesia Católica, y la escasez de recursos crea otra limitación para el refugiado. Y, para culminar, las plazas de trabajo son muy difíciles de conseguir, y nunca, o casi nunca, corresponde a la vida que el refugiado tenía en su tierra.
La ciudad brasileña más buscada es San Pablo. Solamente en abril llegaron a Cáritas 281 personas, venidas de Siria, Irán y Nigeria. El año pasado fueron 1022, lo que confirma que en 2013 el flujo se acentuó, mientras la lentitud de la burocracia sigue igual.
Algunos activistas de derechos humanos alertan sobre el riesgo de que surja una crisis humanitaria, si los que buscan refugio siguen llegando en cantidades cada vez más elevadas y la falta de estructura para recibirlos no es sanada urgentemente.
Mientras esperan por un futuro incierto, los que llegan tratan de aprender el idioma portugués hablado en Brasil y de ocuparse con algo que les propicie medios de sobrevivir en el país. Hay médicos e ingenieros trabajando como ayudantes de peón de obra, hay enfermeras tratando de vender ropa barata en barrios pobres, hay comerciantes que no tienen cómo establecerse y se agotan en un cotidiano de restricciones e incertidumbre. Y hay mujeres, muchas mujeres que, por no hablar el idioma, no logran quien les dé ocupación alguna.
Para buena parte de ellos, la promesa de refugio alimentó las esperanzas de empezar de nuevo una vida destrozada. Y ahora la realidad alimenta el desaliento.
En tiempos no tan lejanos, miles de brasileños padecieron la amarga saga del exilio. Todos, o casi todos, vivieron el destierro al amparo de países que supieron recibirlos y donde pudieron mitigar el dolor de la derrota y el gusto amargo de la distancia. Rehicieron sus vidas.
Muchos de ellos están ahora en la vida pública, en los gobiernos. Mirando el escenario de desamparo de los que ahora buscan refugio en este país que creó tantos refugiados, es difícil escapar a la pregunta: ¿qué pasó con la memoria de los que en tiempos de dictadura y persecución en Brasil fueron abrigados en otras tierras? ¿De dónde semejante indiferencia frente a un drama que fue suyo?
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