EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
No por inesperado ha sido menos impactante para Dilma Rousseff y su gobierno: en la noche de ayer se conoció el resultado del primer sondeo realizado luego de la ola de manifestaciones que vienen sacudiendo al país en las últimas semanas. La aprobación del gobierno se derrumbó nada menos que 27 puntos. Si cuando las movilizaciones empezaban a alzar vuelo, Dilma todavía contaba con 57 por ciento de aprobación popular, ahora cuenta con 30 por ciento. Eso significa, entre muchas otras cosas, que si las elecciones de octubre del año que viene fueran hoy, habría seguramente una segunda vuelta. Hasta ahora, Dilma ganaba en la primera, y con cierta tranquilidad.
Cuando la pregunta a los entrevistados se limita al voto en 2014, hasta la primera semana de junio Dilma obtenía 54 por ciento de votos seguros. Ahora, logra 30 por ciento. La difusa Marina Silva, que ni siquiera tiene partido, creció de 16 a 21 por ciento. El candidato del principal partido de oposición, Aécio Neves, del PSDB, fue de 14 a 17 por ciento. Y el gobernador de Pernambuco, el socialista Eduardo Campos, ha sido el único que no logró salir del lugar en que se encontraba: tenía 6 por ciento, ahora tiene 7 por ciento.
Más que el crecimiento de Marina Silva, una mezcla rara de ambientalista radical que militó por décadas en el PT hasta sumar a su raíz original la de militante activa de sectas evangélicas, y más aún que el tímido crecimiento de Aécio Neves, impacta el desplome de Dilma Rousseff. Ella sigue siendo favorita, pero ya no como antes.
Los analistas dicen que es natural que haya ocurrido ese desplome, y que todavía hay mucho espacio para que Dilma recupere el terreno perdido, inclusive logrando reelegirse en la primera vuelta. Pero el escenario, para la presidenta, cambió de manera radical.
La rara mezcolanza de partidos que integran la base aliada del gobierno reaccionó con estupor. Todos se dicen sorprendidos, como si no fuese evidente que la imagen del gobierno como un todo, y de la presidenta en particular, serían duramente afectados. Asesores de Dilma dicen que no hay que sorprenderse, sino esperar que las cosas decanten, pasada la tensa emoción del momento, y el panorama vuelva a aclararse.
El mismo sondeo que indica la fuerte caída de la presidenta y de su gobierno indica que un 58 por ciento de la población aprueba la respuesta de esa misma presidenta y de ese mismo gobierno a los reclamos de las calles.
El resultado del sondeo, realizado por la Datafolha, vinculada con el diario Folha de S. Paulo, ocurre en el momento en que el país realiza una especie de catarsis. Las manifestaciones callejeras pusieron en evidencia una insatisfacción colectiva que se encontraba represada y era ignorada por todos, gobierno y oposición, y, en buena medida, por la misma población.
Ha sido necesario que las multitudes saliesen a las calles para que los quejosos se sintieran identificados, conociesen a sus pares.
Es, vale reiterar, un movimiento difuso, sin organicidad, sin organización, sin líderes visibles, lo que significa también sin interlocutores representativos junto a los canales institucionales, o sea, las autoridades. ¿Con quién conversar? ¿A quién, de esa masa multiforme y sin forma, invitar al debate, a la negociación?
Brasil vive un momento curioso, delicado, único y, quizá por eso, estimulante. Y peligroso, muy peligroso.
Hay energía en las calles, nadie lo puede negar. Hay un impulso renovador, que, bien aprovechado, puede ayudar a mejorar al país, a sus instituciones, a la misma democracia recuperada.
Además, lo que ocurre pone en evidencia una serie de desviaciones que resultaron en que nadie se sienta representado por los pilares básicos de la democracia, o sea, los canales institucionales.
Nadie siente que los partidos políticos los represente. Se impone la impresión de que los partidos tienen pautas electorales, pero no proyectos para el país. Queda evidente que el Poder Legislativo, cuya misión sería fiscalizar al Poder Ejecutivo, promover el debate de los grandes temas nacionales y, finalmente, legislar, no hace nada de eso.
En lugar del debate democrático, lo que existe es la negociación. Y esa negociación no siempre busca una solución que lleve al bienestar común: busca solamente satisfacer a intereses menores y, en la mayoría de los casos, indignos.
El Poder Judicial igualmente está acosado. ¿Cómo seguir justificando que se pague a los jueces un “auxilio alimentación” retroactivo a diez años? ¿Qué otra clase de trabajador brasileño tiene ese derecho?
Y más: ¿cómo seguir justificando vacaciones de 90 días a los señores magistrados? ¿Y ajustes salariales decididos por ellos mismos, al margen de cualquier negociación con los demás poderes? ¿Cómo justificar las prebendas y ventajas de un sistema cerrado? En Brasil, cuando un integrante del Poder Judicial es flagrado en delito, su única condena es jubilarse y seguir cobrando su sueldo integral. El Poder Judicial, que pretende juzgar la corrupción, se asegura una impunidad inadmisible. ¿Con qué derecho semejante poder puede juzgar a alguien?
En los últimos días, y a razón de la presión de las calles, se votaron proyectos a todo vapor en el Congreso. Por ejemplo: hace catorce años –catorce– duermen en algún rincón del Poder Legislativo una enmienda constitucional que decidía la apropiación, por parte del Estado nacional, de tierras donde se comprobase la práctica de trabajo esclavo. La esclavitud fue abolida por ley en Brasil en 1888. Pero sigue existiendo.
Bueno: catorce años después, esa mudanza legislativa fue aprobada en un par de horas. ¿Por qué tardó tanto? Sin el clamor de las calles, ¿pasaría algo?
Todo eso puede sonar bien a oídos entusiasmados o ingenuos. Pero hay que ver que, al mismo tiempo, el Congreso brasileño, integrado en buena parte por diputados y senadores de los cuales se puede decir cualquier cosa, menos que sean íntegros y dedicados al interés nacional, aprueba proyectos inviables, absurdos, con tal de satisfacer a la opinión pública. Asumen compromisos que nadie podrá cumplir, en nombre de atender las voces de la calle.
Ese es el laberinto en el cual vaga, solitaria y buscando un norte, la presidenta Dilma Rousseff.
Enfrenta adversarios y enemigos, y también deslealtades y traiciones entre aliados y en el mismo PT.
Lo que el país vive muestra que lo que está en jaque no es un gobierno, ni un partido, y menos una presidenta. Es el mismo sistema político, la estructura de las instituciones, el funcionamiento de los partidos, las muchas farsas creadas en nombre de la gobernabilidad.
Brasil es, hoy, un país que se enfrenta a un espejo que le devuelve una imagen que el sistema prefería seguir desconociendo.
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