EL MUNDO › OPINIóN
› Por Marco Aurélio García *
Los franceses comprendieron hace 45 años que hechos aparentemente anodinos pueden ser el origen de acontecimientos históricos. Un hecho menor, en Nanterre, fue lo que provocó una de las mayores explosiones sociales y políticas de la segunda mitad del siglo pasado: Mayo del ’68. No se trata, obviamente, de explicar la amplitud de esa “deflagración” por su “detonador”, si bien los lazos entre ambos fenómenos son evidentes.
Hace poco más de una semana, en San Pablo, un aumento de 20 centavos en la tarifa de ómnibus originó una ola de protestas que se propagó rápidamente por centenares de ciudades brasileñas, hasta transformarse en lo que puede ser considerada la mayor movilización social que conoció el país desde el fin de la dictadura militar. Lo que, a primera vista, parecía corresponder a una demanda específica, se transformó rápidamente en un movimiento en el cual conviven numerosas –y a veces contradictorias– reivindicaciones.
Todo induce a pensar que, a pesar de la gran transformación económica y social que vivió Brasil en los últimos diez años, un efecto de las reformas implementadas por los gobiernos de Lula y de Dilma Rousseff, el país “se aburrió”, como dijo Pierre Viansson-Ponté sobre Francia en vísperas de Mayo del ’68.
El “tedio” brasileño puede parecer paradójico. En efecto, en los últimos diez años, el país retomó el camino del crecimiento después de más de 30 años de estancamiento. También consiguió ligar ese crecimiento a la salida de su condición de pobreza de más de 40 millones de personas, sin sacrificar por eso el equilibrio macroeconómico. Brasil vive hoy una situación cercana al pleno empleo, con un aumento significativo del ingreso de los trabajadores. La vulnerabilidad externa de la economía fue controlada. El país pasó de una situación de deudor a la de acreedor internacional. Incluso los problemas coyunturales que enfrenta hoy la economía brasileña no ponen en duda las perspectivas de desarrollo futuro.
Por primera vez en la historia del país, un gobierno decidió enfrentar el problema principal de su formación social: la desigualdad. Ese cambio fue realizado –lo cual supone una hazaña– mientras se profundizaban las libertades democráticas. La presidenta Dilma Rousseff saludó la “voz de las calles”, condenó los excesos de las fuerzas de seguridad y convocó a Brasilia a los principales portavoces de los movimientos para mantener un debate franco. Por lo tanto, no estamos delante de un movimiento contra el autoritarismo.
De todas maneras, es imposible negar la existencia de un malestar en la sociedad brasileña. Se relaciona con todas las instituciones en sus diferentes niveles y plantea problemas de dos órdenes distintos.
En primer lugar, a pesar de los grandes avances de los últimos diez años, las condiciones de vida de millones de brasileños siguen siendo difíciles. Allí corresponde incluir a los millones que vivieron recientemente un ascenso económico y social. La democratización del acceso a la educación no fue acompañado en todo el país por una mejora equivalente de la calidad. En los servicios de salud, áreas de excelencia conviven con sectores extremadamente deficientes. La urbanización acelerada del país, que cuenta con aproximadamente 200 millones de habitantes, puso en evidencia la situación precaria del transporte en las ciudades, donde los trabajadores pierden horas de su jornada para salir de sus casas y llegar hasta el lugar de trabajo.
La referencia a esos tres temas, mencionados en los carteles de los manifestantes, es pertinente. Habla de los problemas que son parte de la vida cotidiana de millones de brasileños.
La segunda razón de ese malestar brasileño está ligada a la esfera política. Los cambios económicos y sociales de los últimos años no fueron acompañados por las transformaciones institucionales de los poderes del Estado, de los partidos y también de los medios de comunicación, fuertemente concentrados en Brasil.
Los manifestantes reivindican servicios públicos de calidad. Fustigan la burocracia y la corrupción. Incluso en el “país del fútbol”, los gastos para la preparación de la Copa del Mundo y de la Copa de las Confederaciones se convirtieron en blanco de las manifestaciones. Fue criticada su falta de transparencia.
Mediante dos mensajes dirigidos a la nación, la presidenta de la República retomó la iniciativa política. Además de confirmar el desarrollo de las actuales políticas públicas, subrayó la necesidad de una amplia reforma política. Como en otras partes del mundo, especialmente en
Sudamérica, las instituciones se revelaron tímidas e insuficientes frente al ensanchamiento del espacio público y la integración de nuevos sujetos políticos.
Una reforma política es esencial sobre todo en materia de lucha contra la corrupción, que como sucede habitualmente en la historia es presentado por ciertos sectores como el problema principal a resolver. Las críticas formuladas por los defensores de esa oposición se dirigen principalmente a las instituciones sin distinción y en particular a los partidos.
Es bien sabido que el ataque a las instituciones, en especial a los partidos que constituyen los fundamentos sociales, refleja dos orientaciones.
La primera está vinculada con una regresión autoritaria, que se articula en torno de un “hombre providencial” capaz de implementar una contrarreforma económica y social.
La segunda, de naturaleza democrática, preconiza una reforma urgente y profunda de las instituciones, en especial de los partidos políticos. Hoy, una reforma de ese tipo exigiría cambios en la ley electoral para corregir las graves distorsiones de los mecanismos de representación, adoptando el principio de financiamiento público de las campañas para eliminar la influencia ejercida por el poder económico en las elecciones. Esa reforma debería elaborar, igualmente, los mecanismos para fortalecer los programas de los partidos, abriendo lugar a una participación más importante de la sociedad en la vida política. En este sentido son pertinentes la multiplicidad de mecanismos de control de políticas públicas por parte de la sociedad, de instrumentos como la “revocatoria” de los electos y las consultas populares.
La crisis profunda que atraviesa el mundo de hoy no se refiere sólo a la economía. También los modelos políticos democráticos están siendo confrontados por el desafío del cambio.
El Partido de los Trabajadores, que fue la punta de lanza de las transformaciones en Brasil en los últimos años, no se opone a la necesidad de cambios. Nacido hace 33 años a partir de las luchas sociales y comprometido con todos aquellos que vivían al margen de la política en Brasil, hoy el partido necesita renovar y reencontrar esa alma generosa que animó sus primeros años de vida.
* Consejero especial de asuntos internacionales de la presidenta Dilma Rousseff y, antes, de Luiz Inácio Lula da Silva.
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