EL MUNDO › OPINION
› Por Darío Pignotti
Desde Brasilia
Doble mano. Un millón y medio de brasileños tomaron por asalto las avenidas de decenas de capitales, embravecidos contra el despilfarro de la Copa, el transporte caro, la represión policial, la corrupción y la burocratización de la clase política. También hubo algunos, no pocos, que repudiaron la censura, privada del multimedios Globo. Y aunque se trató de un alzamiento impensado la marea de indignados, de a poco, fue encauzándose detrás de algunas banderas históricamente defendidas por la izquierda, sumadas a otras de nuevo tipo. Y un sinfín de microdemandas. Abrumada por la insurrección ciudadana, Dilma perdió el 21 por ciento de popularidad en menos de un mes. Una caída calamitosa, pero no lo suficiente como para suponerla políticamente muerta, pues sigue al frente de las intenciones de voto, con el 30 por ciento de apoyo, de cara a las presidenciales de 2014. Carente de reflejos ante la crisis, Rousseff se replegó durante varios días, más de lo aconsejable, consultó a Lula (cuya popularidad sigue invicta) y finalmente respondió como cabe a un gobierno progresista: envió al Congreso un proyecto de plebiscito para reformar un sistema político envilecido por el financiamiento privado de campañas. El ardid del que se valen banqueros y empresarios para comprar, dentro de la ley, una tajada considerable del poder político.
La iniciativa del Ejecutivo chocó con el rechazo mayoritario del Legislativo.
La semana pasada Dilma comprobó cómo el impulso transformador de las manifestaciones era desvirtuado por una camarilla de parlamentarios que se representan a sí mismos y reaccionan con espanto ante el rugir de la calle. Es una clase dirigente que atrasa. Va a contramano de esas marchas que fermentaron en la Avenida Paulista de San Pablo, diseminándose luego por Río de Janeiro y Brasilia, donde los jóvenes invadieron cívicamente el Palacio del Congreso, y sus siluetas se reflejaron agigantadas sobre las dos semiesferas diseñadas por el arquitecto Oscar Niemeyer. Fue un instante de belleza plástica y elocuencia política.
Pasada, provisoriamente, la rabia cívica, la mayoría de los congresistas volvió al Palacio buscando, a través de medidas vistosas, revertir las demandas de cambio y hacer de las protestas un factor de inestabilidad que licue la autoridad presidencial. Hay grupos, bendecidos por el lobby financiero, empeñados en derribar a parte del gabinete, especialmente al desarrollista Guido Mantega, titular de Economía, para imponer un giro monetarista. Frente a esa maniobra, Rousseff aseguró ayer, en un comunicado oficial, que los ministros continúan en sus cargos y prometió seguir adelante con el plan trazado para enfrentar el temporal, lo que implica renovar la apuesta convocando a los ciudadanos para que en septiembre se pronuncien sobre un cambio de las reglas de juego político.
Pero no la tendrá fácil, el partido del ex presidente Fernando Henrique Cardoso, la corporación judicial, voceros del poder económico, todos se alzaron contra el plebiscito: comprendieron que éste, al consultar a la sociedad sobre quién paga campañas electorales tan costosas puede tener un efecto pedagógico politizando ese aluvión de broncas (hay muchas, muchísimas).
Difícilmente el gobierno logrará torcerle el brazo al cartel derechista opuesto a la consulta.
De todos modos al proponer el plebiscito argumentando que no se puede subestimar a las masas, Dilma permitió un debate donde se cristalizaron un bloque conservador y otro de izquierda. En este último están organizaciones estudiantiles, la Central Unica de Trabajadores, organizaciones barriales, el Partido de los Trabajadores, una parte de la Iglesia Católica, y el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), que el viernes fue recibido por la Presidenta.
“Vamos a hacer un debate sobre el plebiscito... queremos que se discuta sobre la participación política, no nos sentimos representados por este Congreso financiado por el gran capital”, denunció Alexandre Conceicao, del MST, después del encuentro en el Palacio del Planalto.
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