Mar 29.10.2013

EL MUNDO  › OPINIóN

Romance entre Occidente y el Islam sunnita

› Por Robert Fisk *

El histórico y profundamente trágico abismo entre sunnitas y chiítas en el mundo musulmán tiene repercusiones mundiales. La guerra civil de Siria, la alianza de Estados Unidos con las autocracias sunnitas del Golfo y las sospechas sunnitas (así como las de Israel) del Irán chiíta están afectando hasta el trabajo de las Naciones Unidas.

La negativa petulante de Arabia Saudita de tener su lugar entre los miembros no votantes del Consejo de Seguridad la semana pasada, algo sin precedentes por un miembro de la ONU, tuvo la intención de expresar la disconformidad de la monarquía dictatorial a la negativa de Washington de bombardear a Siria después del uso de armas químicas en Damasco, pero también representaba los temores sauditas de que Barack Obama pudiera responder a las propuestas iraníes con mejores relaciones con Occidente.

El jefe de Inteligencia saudita, el príncipe Bandar bin Sultan, un verdadero amigote del presidente George W. Bush durante sus 22 años como embajador en Washington, tocó ahora su tambor de hojalata para advertir a los estadounidenses que Arabia Saudita hará un “gran cambio” en sus relaciones con Estados Unidos, no sólo por no atacar a Siria, sino por su incapacidad para lograr un acuerdo de paz israelo-palestino justo. Este “gran cambio” puede ser un secreto que el príncipe se guardó para sí.

Israel, por supuesto, nunca pierde la oportunidad de publicitar, bastante acertadamente, cómo coinciden ahora las políticas de Medio Oriente con las de los poderosos potentados del Golfo Arabe. El odio al régimen sirio chiíta-alawita, una sospecha inextinguible de los planes nucleares de Irán y un temor general a la expansión chiíta están convirtiendo a las monarquías no electas sunnitas árabes en aliados del Estado israelí que a menudo juraron destruir. Uno imagina que no es el tipo de noción que el príncipe Bandar quiere publicitar.

Además, la última contribución de Estados Unidos a la “paz” podría ser la venta de misiles y armas por valor de 10.800 millones de dólares a la sunnita Arabia Saudita y los igualmente sunnitas Emiratos Arabes Unidos, incluyendo bombas GBU-39 (las armas llamadas “rompe-bunkers”), que podrían usar contra el Irán chiíta. Israel, por supuesto, posee el mismo armamento.

Si el desafortunado John Kerry –cuya jocosa promesa de un ataque a Siria “increíblemente pequeño” lo convirtió en el hazmerreír de Medio Oriente– entiende hasta qué grado comprometer a su país del lado sunnita en el conflicto más antiguo del Islam es tema de muchos debates en el mundo árabe, su respuesta a la negativa saudita de tomar su lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU es casi igualmente extraña.

Después del almuerzo la semana pasada en la casa de París del canciller saudita, Saud al Faisal, Kerry –a través de sus funcionarios anónimos– dijo que valoraba el liderazgo autocrático de la región, compartía el deseo de Ryad de desnuclearizar a Irán y de poner fin a la guerra siria. Pero la insistencia de Kerry en que el presidente sirio, Bashar al

Assad, y su régimen deben abandonar el poder significa que un gobierno sunnita se haría cargo de Siria; y su deseo de desarmar al Irán chiíta aseguraría que el poder militar sunnita dominase Medio Oriente desde la frontera afgana hasta el Mediterráneo. Pocos se dan cuenta de que Yemen constituye otro de los campos de batalla saudí-iraníes en la región.

El entusiasmo saudita por los grupos salafistas en Yemen, incluyendo el partido Islah –que supuestamente es financiado por Qatar, aunque niega recibir apoyo externo—, es la razón por la que el post-régimen Saleh en Sanaa ha estado apoyando a los “rebeldes” Zaidi Shia Houthi, cuyas provincias de Sa’adah, Al Jawf y Hajja comparten la frontera con Arabia Saudita. Los rebeldes Houthis están, según los sauditas sunnitas, apoyados por Irán.

La minoría monárquica sunnita en Bahrein, apoyada por los sauditas y por supuesto por los gobiernos complacientes de Estados Unidos, Gran Bretaña, entre otros, también está acusando al Irán chiíta de connivencia con la mayoría de chiítas de la isla. Extrañamente, el príncipe Bandar afirma que Barack Obama no había apoyado la política saudita en Bahrein, que involucraba enviar a sus propias tropas a la isla para ayudar a reprimir a los manifestantes chiítas en 2011, cuando en realidad el silencio de Estados Unidos sobre la violencia del régimen paramilitar fue lo máximo que Washington se pudo acercar al ofrecer su apoyo a la minoría sunnita y a su alteza real, el rey de Bahrein.

En definitiva, un poderoso romance entre Occidente y el Islam sunnita –un amor que no puede mencionarse en el mundo del Golfo Arabe, en el cual “democracia”, “moderación”, “sociedad” y “dictaduras” son directamente intercambiables– que ni Washington, ni Londres, ni París, ni –por cierto– Moscú o Beijing reconocerán. Pero, está de más decirlo, hay pocas ondas irritantes e incongruentes en esta pasión mutua.

Los sauditas, por ejemplo, culpan a Obama por permitir que el decadente Hosni Mubarak de Egipto fuera depuesto. Culpan a los estadounidenses por apoyar al electo Mohammed Mursi de la Hermandad Musulmana como presidente (ya que las elecciones no son muy populares en el Golfo y los sauditas están ahora tirando dinero en efectivo al nuevo régimen militar de Egipto). Al

Assad en Damasco también ofreció sus felicitaciones al ejército egipcio. ¿No estaban los militares egipcios, después de todo, como Al Assad mismo, tratando de evitar que los extremistas religiosos tomaran el poder?

Está bien, siempre y cuando nos acordemos de que los sauditas están realmente apoyando a los salafistas egipcios, quienes cínicamente le dieron su lealtad al ejército egipcio, y que los salafistas financiados por los sauditas se cuentan entre los más feroces opositores a Al Assad.

Gracias a Dios para Kerry, y sus colegas europeos, la ausencia de cualquier memoria institucional en el Departamento de Estado, el Foreign Office o el Quai d’Orsay significa que nadie necesita recordar que 15 de los 19 asesinos masivos del 11 de septiembre eran también salafistas y –por favor, Dios, por sobre todo olvidemos esto– que todos eran ciudadanos sunnitas de Arabia Saudita.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère.

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