EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Desde Quito, Ecuador
¿El Ecuador que comanda Rafael Correa es una de las experiencias clave de la región para hablar de un cambio de época, antes que de una época de cambios? ¿Es nada más –o nada menos- que una vuelta de tuerca atrayente dentro de lo que la nomenclatura de izquierda denomina “el sistema”? ¿Es el Ecuador de Correa un proceso más contradictorio que firme o es exactamente al revés?
Por lo pronto, puede afirmarse con total certeza que, tal como respecto de las imágenes argentinas de hace poco más de diez años y las de hoy, cuesta imaginarse a este Ecuador como el mismo país que estalló por todos los costados algo antes que nosotros. Con pérdida total de su soberanía monetaria y unos índices de pobreza y desigualdad entre los más bochornosos del mundo entero, Ecuador es ahora –a partir de que en 2007 comenzó desde los palotes, con grandes interrogantes, esto que llaman “socialismo del buen vivir”– un territorio con indicadores de mejoramiento social que son o deberían ser la envidia de vecinos contiguos y más alejados. Así se ve y se respira por las calles de Quito, que todos consideran determinantes para medir la temperatura nacional. Y es difícil encontrar a quien sostenga que en el resto del país no sucede lo mismo. El apoyo a Correa y a su gobierno, que vienen de ganar con casi el 60 por ciento de los votos, se advierte de convincente a aplastante en cada testimonio que cita un “ahora” en el cual la educación pública es gratuita incluso a nivel terciario y universitario; en el que los niveles de violencia urbana disminuyeron en forma notable; donde el indígena no sólo se incorporó a la noción de “ciudadanía” en cuanto a sus derechos constitucionales, sino que reivindica orgulloso su identidad en los espacios mediáticos. Un Ecuador que dispone por primera vez histórica de un plan de desarrollo a mediano y largo plazo, con cambios de raíz en su matriz productiva mucho más allá de dejar atrás la exportación de bananas y cacao. Un ahora en el que la derecha, abrumada y dividida, se quedó sin opciones de confrontación potente que no sean sus medios de comunicación. Aun en Guayaquil, la ciudad costera que enraiza las tendencias más conservadoras, para la administración aldeana sigue eternizándose un liberal furioso; pero para el mando de Ecuador triunfa Correa.
No hay en nada de lo descripto ni en lo que puede agregarse por la positiva, una pizca de exageración ni de ánimo propagandístico, lo cual podría sospecharse tratándose de un proceso afín a los gustos ideológicos del firmante. De igual manera, las tensiones por esta cosa inédita que vive Ecuador son inocultables. Pero no es una tirantez que se note entre los sectores populares. Se advierte en algunos ámbitos académicos y núcleos ultrapolitizados que, ya se sabe, hacen del denuncismo su práctica favorita y exclusiva. Que si Correa es posneoliberal pero no poscapitalista; que si el camino al socialismo no debe pensarse con urgencia, en lugar de atravesar la transición con valores de neodesarrollismo industrialista en un país atrasado y campesino; que si el modelo de agricultura familiar y el cuidado obsesivo por el medio ambiente no deben figurar a la cabeza de cualquier esquema de progreso, estimable como revolucionario. Debates, todos, tan atractivos como importantes y hasta necesarios, pero que en la realidad concreta de Ecuador no salen de las teorías de laboratorio. El propio Francois Houtart, sacerdote belga, marxista, intelectual de fuste radicado en Ecuador hace unos años y de muy buena cercanía con Correa, señala que tiene una mirada crítica de esta “revolución ciudadana” a pesar de sus logros innegables, que hay serios peligros por derecha hacia dentro del gobierno progresista y que la concepción de desarrollo debe ser revisada con prisa y sin pausa. Pero admite que ese otro modelo no existe, literalmente, ni como fuerza intelectual significativa ni, mucho menos, entre las opciones políticas reales. Además, la recorrida por diversas fuentes informativas permite establecer que hay mucho de mito y agitación en varios aspectos apuntados como graves, o enormemente conflictivos, para la marcha del gobierno ecuatoriano. Uno de ellos, y no el menor, es el choque con los intereses de las comunidades indígenas. Lo cierto es que la inmensa mayoría de ellas, que a su vez son el 7,4 por ciento de la conformación étnica ecuatoriana, acuerdan con el oficialismo en sus objetivos de expansión productiva y que, de hecho, lo respaldan electoralmente. Pero lo que tiene prensa, sobre todo en el exterior, es una minoría de extremizados, burócratas y otras yerbas, que corren al gobierno por izquierda desde un fundamentalismo indigenista abrevado en sí mismo y en la ya curiosa inflexibilidad de ciertas ONG.
Galo Mora, secretario ejecutivo de la alianza gobernante y probablemente el asesor más influyente de Rafael Correa, es contundente: “La izquierda es seguramente honesta, en algunos casos, y piensa que deberíamos ir a la velocidad de un Fórmula Uno en un camino de herradura. Por más honesta que sea, es una izquierda que no se basa en condiciones objetivas. Y hay otro usufructuario, el oenegeísmo. Ese es el refugio donde se instalan quienes tienen varios motivos para atentar. Uno es evidentemente ideológico, porque no coinciden. Otro es político, porque no fueron convocados, por ejemplo, para este combate. Y un tercer motivo, que nadie admite porque moral y éticamente no conviene, es lisa y llanamente la envidia. ¿Cómo viene a encabezar Rafael Correa, que estudió en Estados Unidos, y no yo que estuve todos los años con los sindicatos? Entonces, es no entender. Y no hay tampoco un mea culpa. Sacan el 2,85 por ciento de los votos, y sin embargo, quieren manejar el Estado ecuatoriano invocando la democracia”. Mora, un tipo con una capacidad narrativa admirable que encima la reviste de profundidad analítica y provocativa en cada oración, se pregunta “dónde está la izquierda ecologista, ambientalista, conservacionista o como quiera tipificársela. ¿Por qué no nos acompaña en el combate contra Chevron, que es el más difícil? Ahí está la primera y definitiva prueba. Si no está en el proceso más difícil, que puede quebrar al Estado donde ellos viven, donde nacieron y supuestamente se enorgullecen, hay entonces una orientación antigobierno, antipolítica y antirrevolución. Eso es lo que los determina. No es el ecologismo, porque de lo contrario deberían ser los primeros en desfilar con nosotros. Probablemente, el 12 de diciembre hagamos una gran marcha contra Chevron, como ciudadanos; y yo voy a ver si están ahí o si el discurso es nada más que enfrentarse a Rafael Correa”.
Al margen de que son declaraciones formuladas a este cronista por un cuadro político con altas responsabilidades de gestión, no es nada fácil desmentirlo cuando se observa –incluso en los medios de comunicación opositores– que el centro de los cuestionamientos al gobierno pasa por otro lado y no por las acusaciones sobre características del extractivismo o disgustos de minorías étnicas. Precisamente, la ley de medios aprobada hace unos meses, de fuertes similitudes con la argentina en el reparto antimonopólico del espectro radiofónico y televisivo, es uno de los caballitos de batalla con el que se intenta golpear a Correa. También se cuestiona el funcionamiento del Congreso, unicameral, donde el gobierno cuenta con un centenar de asambleístas sobre un total de 137. Con eso les basta para hablar de un autoritarismo que pondría en riesgo las instituciones republicanas, a pesar de que cada paso proviene de la mayoría surgida en elecciones incuestionables. Una música idéntica a la que se escucha por nuestros pagos. No hace falta ser ninguna luminaria para corroborar que lo que hiere y atemoriza a las grandes corporaciones es un Ecuador donde se rehabilitó, o directamente dio nacimiento, al papel del Estado como regulador de los desequilibrios sociales. Y como actor protagónico de las grandes decisiones sobre el desarrollo nacional, en una dirección intervencionista a la que nadie estaba acostumbrado. En estas horas fuimos testigos del lamento, a voz en cuello, de tres contratistas estatales que venían de perder una licitación. La queja era por la cantidad y calidad de exigencias impuestas, y se preguntaban a dónde iría a parar el país si la derecha no es capaz de recomponer sus fuerzas. La anécdota está en línea con los dos ejes que cualquier referente gubernamental expresa como centrales: dotar a todos los ecuatorianos con el rango efectivo de ciudadanos y recomponer el rol del Estado. Una duda inquietante es cuáles son los márgenes de movimiento siendo que Ecuador no dispone de moneda propia. Sólo circula el dólar, gracias, entre otros, a los oficios de Domingo Cavallo, cuando en 1999 la crisis adquirió dimensiones de no retorno y el sucre, la vieja moneda nacional, desapareció del mapa. Sin embargo, consultados inclusive algunos de los críticos más severos del gobierno de Correa desde posiciones a su izquierda, es coincidencia generalizada de que salir ahora de la dolarización traería muchos más costos y riesgos que beneficios. El oficialismo acepta que la traba de una moneda que no puede emitir es condicionante y peligrosa, porque obliga a depender de números favorables en la balanza comercial como solitario recurso de administración. Pero entiende que hay desafíos más grandes que ése, y entre ellos las dificultades para avanzar en la integración regional. En su gira por Rusia, Bielorrusia y Francia, de la que retornó esta semana, Correa dijo sin ambages que, desde la muerte de Kirchner, la Unasur afronta una parálisis que el fallecimiento de Chávez agravó. Y a Ecuador se le suma estar geográficamente aprisionado por la Alianza del Pacífico, Colombia y Perú mediante, como una de las apuestas más significativas de Estados Unidos para dividir a la región. De postre amenazador, desde ya, se agrega el clima enrarecido que vive Venezuela.
Cuando se vivencia y toma nota de estos aspectos supra estructurales, en los que se juega buena o la mayor parte del destino sudamericano, uno no puede menos que crisparse frente a los chiquitajes funcionales a la derecha operados desde grupos, figuras, intelectuales, que orondamente se plantan por izquierda. Esa gente que siempre tiene claro cómo debe funcionar el mundo, y que jamás se preocupa por cómo lo hace el poder ni por cómo se lo construye. Qué más da, si no es eso a lo que aspiran. Ecuador y la experiencia progresista encabezada por Correa es otro de esos campos que reta a definirse, sin perder pensamiento crítico, entre los tiempos que lleva el armado de poder con reparaciones populares y las fantasías de revolución de las masas a la vuelta de la esquina. Esto último como si las masas fuesen un sujeto único de intereses comunes, además. Parece mentira que, con todo lo logrado en estos siete años por este país bastante más chico que la provincia de Buenos Aires; surcado por las contradicciones propias de una nación multiétnica; proveniente de una historia ancestral de saqueo a mansalva de sus riquezas y de índices de miseria africanos; aplastado por dictaduras militares y gobiernos civiles tan corruptos como aquéllas, pueda haber quienes alegremente lo remiten a la condición de “democracia burguesa” algo o bastante más prolija que lo que conoció hasta hoy. Es de reiterar, igualmente, que ese facilismo despectivo se plasma más afuera que acá dentro, donde la población defiende a un gobierno que le mejoró su calidad de vida y de perspectivas, cualquiera sea el parámetro que se tome. Se verá si es una época de cambios o un cambio de época, pero mientras tanto vayan a contárselo a todos los ecuatorianos que viven mejor gracias a una gestión que sólo un loco calificaría de neoliberal.
Aquí en Quito, con sus 2800 metros sobre el nivel del mar, dicen que la receta es caminar despacito, comer poquito y dormir solito. Los diminutivos son válidos para manejarse en la altura. No para referirse a este proceso de alteraciones y alternativas dirigido por Correa, salvo creer que lo poco o lo mucho siempre tiene que ser demasiado y ya mismo.
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