Sáb 09.08.2003

EL MUNDO  › COMO SON LOS NUEVOS OBJETORES DE CONCIENCIA QUE REHUSAN COMBATIR A LOS PALESTINOS

Rebelde way entre las tropas de Israel

El ejército está dejando de ser el orgullo y la columna vertebral de Israel. Al menos para muchos jóvenes de las mejores familias, que con su objeción y su resistencia silenciosa han empezado a mostrar su desencanto por la actuación contra los palestinos en la primera y segunda Intifada. Esta es su historia.

Por Ferrán Sales *
Desde Jerusalén

Nunca la imagen del ejército de Israel había estado tan deteriorada. La crisis de confianza surgida a raíz de la guerra del Yom Kippur hace 30 años, en la que este país perdió una parte importante de las tropas combatientes, se agravó con las críticas por la invasión del Líbano en 1982 y las generadas posteriormente por su actuación contra los palestinos en la primera y en esta segunda Intifada. El desencanto con respecto al ejército se empieza a palpar entre los jóvenes, muchos de los cuales han optado por sumarse a esa rebelión silenciosa que brota indómita contra una institución que en otra época fue el orgullo y la columna vertebral de Israel.
Jonathan Ben Artzi, de 20 años, sobrino del ex primer ministro Benjamin Netanyahu, se ha convertido en un símbolo del movimiento rebelde en Israel. Estudiante de matemáticas y física en la Universidad de Jerusalén, hijo de una conocida familia repleta de ilustres soldados, rechazó hace un año incorporarse al servicio militar y pidió como alternativa desempeñar una misión civil, pacífica. La propuesta fue desestimada por la Armada, que desde entonces lo ha venido juzgando y condenando de manera continuada a sentencias de 35 días por negarse a vestir el uniforme. A punto de cumplir un año de prisión acaba de ser transferido al Alto Tribunal Militar, que le ha abierto un juicio sumarísimo. Ahora se barajan hasta tres años de cárcel.
“Yoni ha sido consecutivamente condenado siete veces por el mismo crimen. Ha pasado más de 200 días en la prisión militar número 4. Estoy seguro de que, en su calidad de presidente del Tribunal Supremo, usted sabrá que esta prisión tiene la reputación de ser muy dura”, lee Matanya Ben Artzi, padre de este rebelde, mientras mantiene entre sus manos la copia de una carta. El original lo ha enviado hace poco a Aaron Barak, presidente del Tribunal Supremo de Israel. Y sigue la misiva: “Pero estoy convencido de que usted nunca habrá visitado el lugar, ni durante los días ardientes del mes de agosto, ni en las noches glaciales de enero. Le ahorro los detalles de su vida en prisión, pero tengo que recalcarle que el ejército no ha conseguido quebrar la moral de Yoni ni hacerle cambiar de idea. Al contrario, se ha reafirmado en sus convicciones al conocer que otros 17 jóvenes han engrosado la lista de prisioneros, jóvenes que, indignados por la violencia gratuita de que hacen gala los militares israelíes, han pedido hacer un servicio militar alternativo”.
“Mi hijo se convirtió al pacifismo cuando tenía sólo 12 años. Fue a raíz de un viaje que hicimos al campo de batalla de Verdún, en Francia, uno de los escenarios de la Primera Guerra Mundial. Quedó traumatizado ante el osario, donde se acumulan los restos de 150.000 soldados desconocidos”, explica Matanya, como si tratara de reanudar y justificar un discurso, cuando en realidad todo, o casi todo, está ya dicho. Pero ha querido insistir y dejar muy claro que no es ésta una familia de traidores ni de locos, sino la de una estirpe de combatientes. El primer Moshe, el abuelo materno, logró huir de la Europa nazi y llegó a Palestina para combatir en la guerra de la independencia, en la que resultó herido. El segundo, Zvi, su tío, fue un paracaidista muerto en una refriega 20 años más tarde. El propio hermano de Yoni, el mayor, sirvió en su momento en el ejército. Todo ello sin contar con Jonathan Netanyahu, muerto en 1976, un héroe de la Operación Entebbe, con la que los israelíes liberaron a 103 secuestrados de un avión.
Jonathan Ben Artzi no está solo. Tampoco es el primero. Desde que hace dos años y medio se inició la segunda Intifada, se ha multiplicado el número de jóvenes que se niegan a hacer el servicio militar, o los reservistas que no acuden a sus destinos porque no quieren servir en losterritorios ocupados. Se los conoce con el nombre genérico de “refuseniks”, una palabra del argot convertida hoy en una nueva categoría social. Las cifras son confusas. El 31 de enero de 2001, un grupo de 60 oficiales del ejército firmó un documento anunciando su intención de no ir a la zona palestina. Hoy, el número de oficiales disidentes asciende a cerca de 500. A ellos hay que sumarles las de los jóvenes en edad de incorporarse a filas que han optado por rebelarse. Las organizaciones hablan de un censo de unos 1500 insumisos. En cualquier caso, lo importante no es la cantidad, sino esa brecha abierta a la disidencia en una sociedad militarizada, en la que el servicio en el ejército ha venido siendo, más que una obligación nacional, una devoción. Hasta ahora.
Sergio Yahni, de 38 años, licenciado en Historia y Filosofía, dirige el Centro Alternativo de Información, una plataforma no gubernamental para el diálogo entre israelíes y palestinos. Es un histórico de la rebelión militar. Empezó a objetar como reservista, cuando ya había cumplido el servicio militar y alcanzado los galones de sargento. En aquella época estaba adscripto a la unidad de infantería Nahal, la Juventud Pionera Combatiente, un cuerpo de elite creado por el presidente David Ben Gurion, en los primeros años de la independencia, con los reclutas salidos de los kibutzim. “Me negué a ir a los territorios palestinos. No quería enfrentarme a la población civil, como había hecho años atrás en el sur del Líbano. No quería ser represor. Tampoco un prófugo”, explica Sergio Yahni. Desde entonces ha desobedecido ocho órdenes de movilización, lo que le ha costado otros tantos períodos de 35 días en prisión. La última vez fue en abril del año 2002, cuando se negó a participar en la operación Escudo Defensivo, la ofensiva militar israelí más importante y sangrienta de la segunda Intifada, que culminó con la toma y la destrucción del campo de refugiados de Jenin.
La rebelión temprana de Sergio Yahni nunca provocó la ira de sus compañeros. Aun ahora no puede olvidar el gesto de compañerismo del cocinero del cuartel donde se encontraba en uno de sus primeros arrestos; un hombre de firmes convicciones militaristas, quien en víspera de la fiesta religiosa de la Hanuka, contraviniendo todos los reglamentos, le hizo llegar una doble ración del postre con que se celebra esta festividad –un bollo enorme bañado en azúcar y relleno de mermelada– acompañado de un mensaje lacónico: “Come, necesitas fuerzas, tu lucha es contra el sistema. Dentro de poco vas a ser juzgado”.
La insurrección del sargento de infantería Sergio Yahni se ha convertido en una epopeya. Desde hace meses ha cortado unilateralmente todos los lazos de comunicación con el ejército. Se niega a dialogar con los militares, incluso para temas nimios y cotidianos. Ha optado por la autoexclusión. Su actitud ha quedado fielmente reflejada en una carta que, en marzo de 2002, envió al entonces ministro de Defensa, Benjamin Ben Eliezer: “Yo no serviré en su ejército. Su ejército, que se llama a sí mismo Fuerzas de Defensa de Israel –Tsahal–, no es más que el ala armada del movimiento colono. Este ejército no existe para llevar la seguridad a los ciudadanos de Israel, sino para garantizar la continuación del robo de la tierra palestina. Como judío, me repugnan los crímenes cometidos por esta milicia contra el pueblo palestino. Como judío y como ser humano tengo la obligación de rechazar mi participación en este ejército”.
Mañana, Sergio Yahni deberá comparecer ante un tribunal militar, instituido con carácter excepcional, que dictaminará su vinculación con el ejército de Israel. Encima de la mesa hay una propuesta para dar por extinguidas sus obligaciones militares antes del plazo jurídicamente establecido. Para los jueces castrenses se trata simplemente de decretar su expulsión y establecer su ostracismo. Para este sargento rebelde se trata de la última ocasión para recuperar la libertad, pero sobre todo su dignidad. Neta Golan, de 32 años. Ella también se ha rebelado contra el ejército israelí. Hija de una familia de la aristocracia askenazi –originaria del Este de Europa– asentada desde generaciones en Tel Aviv, descubrió en su adolescencia el verdadero rostro de los militares de su país y de la ocupación de los territorios palestinos. La lectura crítica de la actuación de los soldados la llevó a dos conclusiones. La primera: “Que la historia no era como me la habían estado enseñando en la escuela. El pueblo judío no siempre es la víctima”. Y la segunda: “Que nunca podría integrarme en el ejército”. “Por eso hui. Acababa de cumplir los 17 años. Me fui a Canadá justo el día antes de la primera llamada del ejército. No dije nada a nadie. Ni siquiera a mi padre. Luego le escribí una carta explicándoselo. Estuve fuera durante dos años. No sabía mucho, pero comprendí que el pueblo palestino estaba luchando por su libertad y que nosotros los estábamos matando”, explica Neta Golan.
Volvió de su exilio para estudiar medicina china, pero sobre todo para escuchar y tratar de comprender a “la otra parte”. Sus preocupaciones la llevaron a promover plataformas y grupos de diálogo israelo-palestinos, montar una agencia de viajes alternativos y convertirse en una activista. El estallido de la segunda Intifada radicalizó aún más sus convicciones pacifistas y antimilitaristas. Por aquella época había cruzado ya la línea verde, esa raya imaginaria que separa Israel de Palestina; se había casado con un musulmán y asentado definitivamente en el otro lado, en la ciudad de Nablús, al norte de Cisjordania, donde hace poco menos de tres meses acaba de dar a luz a su primera hija, Nawal, en lengua árabe un deseo muy profundo que un día se ve cumplido.
“Pensé en mi marido y en su familia. Podrían estar heridos, sepultados por los escombros de una casa bombardeada. Desangrándose sin ayuda”, recuerda que fueron días angustiosos, los más difíciles de toda su vida. Casi tanto como cuando murió Rachel Corrie en el campo de refugiados de Rafah, al sur de la franja de Gaza, aplastada por una excavadora del ejército israelí mientras trataba de salvar con su cuerpo la casa de una familia de refugiados palestinos que había sido sentenciada al derribo.
Rachel Aliene Corrie, 23 años, oriunda de Olympia, en el distrito de Washington, Estados Unidos, había llegado a Rafah en febrero para unirse al Movimiento de Solidaridad Internacional, la plataforma de resistencia no violenta, creada por Neta Golan, en defensa de la causa palestina y contra la ocupación. La muchacha formaba parte de un grupo de “internacionales” que luchaban por proteger a los refugiados de Rafah, una de las zonas más ensangrentadas del sur de Gaza, sometida constantemente a las presiones del ejército israelí. El 16 de marzo, una excavadora D-9, conducida por un soldado, aplastó su cuerpo, cuando ella, con un megáfono en la mano trataba de detener la acción de los militares.
Nadie está excluido de este ejército de contestatarios, ni siquiera los rabinos. Arik Ascherman, de 48 años, padre de tres hijos, oriundo de Estados Unidos, ciudadano israelí desde hace una veintena de años, es director ejecutivo de la organización Rabinos por los Derechos Humanos, una organización creada en 1988, entre otros objetivos, para propagar y educar a judíos, cristianos, musulmanes, israelíes y palestinos, religiosos y laicos en la defensa y aplicación de los derechos humanos. Entre estudiantes de los seminarios (yeshivas) y rabinos constituyen un grupo compacto de cerca de 100 militantes, que han venido protagonizando en los últimos tiempos numerosos actos de desobediencia civil.
“Tratamos de contrarrestar ese vínculo que se ha creado entre sentimiento religioso judío y la extrema derecha. Queremos enviar un mensaje de esperanza al pueblo palestino, utilizando para ello las raíces de la tradición y las fuentes del judaísmo. Una parte considerable de nuestro trabajo lo hacemos con la sociedad y en territorio ocupados”, asegura el rabino Ascherman mientras trata de esconder y minimizar lasfricciones con las organizaciones rabínicas tradicionales, defensoras a ultranza de soluciones militares propugnadas desde el poder. Quedan lejos los tiempos del proceso de paz en que su organización fue galardonada por el Parlamento de Jerusalén por defender la coexistencia.
Arik Ascherman es consciente de que estos son tiempos difíciles y que su fisonomía –lleva barba y cubre su cabeza con la kippa– lo convierte en un blanco fácil de los radicales cuando cruza el check-point y se adentra en los territorios. Ahora lo piensa hasta tres y cuatro veces antes de traspasar la línea verde. Pero ni los peligros ni el miedo lo llevarán a desertar de esta milicia religiosa. Ha optado por vivir, desde el fondo de sus convicciones religiosas, permanentemente movilizado. El también forma parte de la fuerza de choque de la rebelión en Israel.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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