Sáb 09.08.2003

EL MUNDO

La alegría de salir, y la pena por los que no salen

La felicidad de los familiares por la liberación de los prisioneros palestinos se ve empañada por el recuerdo de los 6.500 detenidos que siguen en prisión.

Por Julio de la Guardia *
Desde Belén

De los 334 presos palestinos excarcelados esta semana, 42 de ellos lo fueron en el control militar de entrada a Beit Sahur, localidad que forma parte del área autónoma de Belén, bajo la atenta mirada de los soldados israelíes que escoltaron el convoy. Recibidos con pancartas y banderas, con el sonido de las palmas y el ulular típico de las mujeres árabes, algunos de los recién liberados hicieron la señal de la victoria, y luego se subieron a los vehículos que había concertado la Autoridad Palestina para que fueran conducidos hasta las oficinas que la Cruz Roja tiene en la ciudad de Belén. Allí esperaban cientos de personas. Sus mujeres, sus padres, sus hermanos, sus vecinos estaban ansiosos por reencontrarse con sus seres queridos.
Al llegar al centro todo fueron abrazos y besos. Una mujer tiraba caramelos desde su ventana y exclamaba “Alhamdulilá!” (¡Alabado sea Dios!), mientras los niños recogían los dulces y se los entregaban a los recién llegados. Una fiesta que sólo se vio truncada durante medio minuto, cuando un robusto joven, armado con un fusil de asalto M-16, comenzó a disparar al aire. La gente se lo reprochó, lo que hizo que el encapuchado –que cubría su rostro con una kefiya (pañuelo tradicional que suelen llevar los militantes de Al Fatah)– se fuera con el rabo entre las piernas, observado por varios agentes de la policía palestina, que optaron por no intervenir.
“Estoy muy contento de estar aquí, pero no puedo dejar de pensar en los otros 6.500 que se han quedado detrás”, señaló Daud Abayat, uno de los pocos presos de larga duración que fueron excarcelados. “Israel está aplicando unas condiciones penitenciarias muy duras, así que espero que todos los demás sigan nuestro mismo camino”, añadió Abayat, que estuvo cumpliendo condena durante 11 años y dos meses.
Esta misma sensación agridulce se notaba entre los presentes. A pesar de las manifestaciones de júbilo, no se podía hablar de una alegría desbordada. En algunos casos incluso se sentía una gran frustración, dado que el nombre de algún pariente fue barajado en las listas previas de 540 y 442 presos que iban a ser liberados, pero luego se quedó fuera cuando se publicaron los 339 finales. No ocultaba su amargura la madre de Aisa Nimer Yibrin, un miembro de Al Fatah que mató a dos soldados israelíes en 1984.
Entre sollozos, en su casa del campo de refugiados de Deheishe, la madre de Yibrin se lamenta de que su hijo, que ahora tiene 42 años, no haya sido puesto en libertad. Enseñando una fotografía de su primogénito, asegura que lleva tres años, desde que comenzó la Intifada, sin poder ir a visitarlo a la cárcel de Bersheva, donde cumple condena. “No entiendo por qué lo siguen manteniendo encerrado, cuando lo único que hizo fue una acción de resistencia en represalia por un ataque perpetrado por los colonos, en el que murió un palestino y otros 15 resultaron heridos”, exclama. “Los dos pueblos, el israelí y el palestino, somos víctimas de este maldito conflicto”, añade la septuagenaria madre.

* (De El País de Madrid, especial para Página/12).

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